Cuanto más conozco a los hombres, más quiero a mi perro

 



 

Hoy estoy un poco asqueada, la verdad, así que quizás mi prosa resulte particularmente áspera.

 

Y es que desde hace bastante tiempo me viene asqueando cada vez más la doble moral del “animalista” que dice amar a todas las criaturas vivas pero en realidad detesta a su propia especie.

 

Es típico ese eslogan: “Cuanto más conozco a los hombres más quiero a mi perro”, una manera de decir que los seres humanos somos una mierda inviable, por lo que los animales merecen más el amor que nosotros entre pares.

 

Y yo debo decir antes que nada lo siguiente: amo a los animales. Tengo en total ocho gatos, dos de ellos epilépticos, dependientes de fármacos, y vivo al pendiente de ellos. Tengo dos perros aunque en realidad no son míos pero convivo con ellos y he tenido infinidad de mascotas a lo largo de mi vida desde que era chiquita.

 

Sin embargo, jamás tuve conflicto con mi condición de omnívora. La carne está para comerla, el cuero se aprovecha. En definitiva, ¿se puede vivir sin proteína animal? Se podrá, pero no es algo necesario ni prioritario en el país que mejores ventajas comparativas tiene para la cría de ganado y la pesca en todo el mundo.

 

¿Significa esto que sea yo capaz de comerme a mis gatos? No, claro que no. Pero en una escala de valores, si (Dios no lo permita) me tocara elegir entre la vida de una de mis mascotas y la de alguno de los seres humanos que me rodean, probablemente y con todo el dolor del mundo, elegiría la del ser humano. Y la verdad, se me está estrujando el estómago de solo pensar en la posibilidad.

 

Cuando yo era chiquita la realidad era que en casa no sobraba nada.

 

Una vuelta mi papá no sé de dónde tenía una moneda y cuando pasó un vendedor vendiendo pollos le compró uno. Dijo que era para comer, pero lo cierto es que a nadie le hizo gracia la idea.

 

El pollo creció y se convirtió en una gallina, aunque para cuando llegó a adulta ya ninguno de los que vivíamos en la casa nos imaginábamos que esa gallina fuese otra cosa que una mascota.

 

Una mañana sucedió algo extrañísimo: mi madre, quien jamás nos dejaba salir solas, nos mandó a mi hermana y a mí, por entonces de unos diez y ocho años respectivamente, a pedir algo prestado a la casa de mi abuela Cándida, que vive a unas siete cuadras.

 

Cuando volvíamos, había un guisote de arroz con pollo que comimos con ganas, para enterarnos horas después de que nos acabábamos de comer a nuestra gallina. Asediados por el hambre, mis padres decidieron enviarnos lejos para que no viéramos ni oyéramos nada, mientras sacrificaban a la pobre gallinita.

 

¿Y qué querés que te diga, me enojé cuando supe que me habían matado la gallina? No, porque entendí que en primer lugar la habían comprado para eso. Que Dios me perdone si en algo lo ofendí.

 

Pero peor ofensa he cometido quizás cuando tuve perritos que se me morían en los brazos porque no los llevaba al veterinario, y era porque no tenía un peso partido a la mitad. O quizás lo ofendí cuando, jugando a ser Él, di el permiso para que le clavaran en el corazón una aguja con veneno a mi gata porque ya los pulmones llenos de agua no le daban para más.

 

Tenía quince años cuando ella nació, fue literalmente la luz de mis ojos, fue la criatura que más amé en toda mi vida. Tenía asma, envejeció, llegó un punto en el que me dijeron la palabra eutanasia y presté consentimiento. Estuve con ella hasta el último momento y la enterré con mis propias manos, envuelta en mi camisa favorita. Todavía hay veces que sueño con la aguja oscilando frenéticamente y luego más lento, al ritmo de su corazoncito, el que yo presté el consentimiento para que dejara de latir, tras años de haber peleado juntas contra la enfermedad. Fue la decisión más difícil que me había tocado tomar hasta el día en que le tuve que decir al hombre que sí, que ya iba siendo hora de que se armara la valija rumbo a España. No supero ninguna de las dos cosas.

 

El caso es que yo sé lo que puede significar para una persona el amor por los animales. Uno llega a amarlos como si de hijos se tratara.

 

Pero no son humanos.

 

Cuando vos ves a uno de esos que te dicen que cuanto más conocen al hombre más quieren a su perro indignándose ante el hecho de que haya compatriotas que estén cazando perros para dárselos de comer a los chicos del barrio en una olla popular más por los perros que por el hambre de la gente realmente ves hasta qué punto nos están desnaturalizando.

 

Yo conocí a alguien que quería robarle su perrito a un linyera, porque este estaba sucio y con pulgas.

 

Y sí, pobrecito. Está mal que haya un animalito en la calle, sucio y lleno de parásitos pero, ¿sabés qué es peor? Que haya en la calle un hombre, lleno de mugre y de parásitos. Que haya gente que ante la escena de ese hombre con su perro sienta asco por el hombre y pena por el perro y que quiera robarse al perro por la “irresponsabilidad” del dueño.

 

¿Irresponsabilidad? ¿Un tipo que no tiene dónde vivir, que vive en una vereda detrás de unos cajones de manzana revestidos de bolsas de plástico? ¿Un tipo que cuando junta algo de comer le regala a su compañero la mejor ración por el solo hecho de que él no lo mira con asco como sí lo miran sus congéneres? Sí, asco, porque anda tirado, tiene olor a meo y a vino y las uñas llenas de roña, pero siempre se guarda un huesito y una caricia para su perro. Claro, ese hombre quizás tenga razones para querer más al perro que a la humanidad porque al fin y al cabo, ¿qué mierda le dio a ese hombre la humanidad? Y encima venís vos a querer robarle el perro porque pobrecito, está roñoso y lleno de pulgas. El único que se pone genuinamente feliz de verlo, que le da calor a la noche y calidez todos los días y vos se lo querés sacar porque el tipo es un “irresponsable”.

 

Hoy me contaba una amiga que aquí cerca, en Grand Bourg, se están realizando ferias de trueque como en 2001, donde en días como hoy de temperaturas invernales mamás tienen que ir a intercambiarse las cosas que tienen por otras y a los nenes les dan la merienda. ¿Y vos te preocupás por el perro que mataron en Bella Vista o en Quilmes para comer en una olla popular?

 

¿No te preocupás por el tipo que tuvo que juntar, quizás por días, el valor necesario para salir a cazar los cusquitos del barrio para matarlos para ver si de una vez por todas los pibes en el comedor prueban la carne? ¿No te preocupás por la señora que le mete comino y amor con las tripas encogidas a ese guiso que ella sabe de perro pero que prepara igual para que los chicos tengan algo caliente en la panza? ¿Me vas a salir con esa indignación burguesa e hija de puta del tipo que se conmisera del perro, del chancho, de la vaca y del mosquito pero jamás del ser humano?

 

No, no se trata de un abuso hacia la gallina que papá mató (y no creo que le haya sido indiferente, pero se vio en la obligación de matarla igual). No se trata del abuso hacia el cusquito de la jauría del barrio. Se trata del abuso hacia el hombre que no puede alcanzar a llenarles a sus hijos un plato con comida en la semana más fría del año.

 

No se trata de si es en San Miguel donde gobierna un opositor o es en Quilmes donde gobierna una oficialista. Se trata de que cada día estas situaciones de deshumanización de los seres humanos están teniendo réplicas en más lugares del país, en el Conurbano bonaerense el setenta y tres por ciento de los chicos son pobres y vos te preocupás por pobrecito el perro. O por hacer politiquería partidaria, sin darte cuenta de que de un lado como del otro de la “grieta” la mierda les ensució bien el bigote. Ni los que te prometieron el cambio ni los que te dijeron que te iban a llenar la heladera pueden abrir el culo, a todos los tapó la mierda y perdieron hace rato el derecho a hablar. Son todos unos hijos de puta a quienes no les importa nada más que su puestito.

 

Y sí, la verdad que cuando leés esa clase de manifestaciones cada vez más cínicas y más aisladas de la realidad, tanto de los “animalistas” como de los politiqueros te sentís tentado a repetir la estúpida frase de que cuanto más conocés a los seres humanos más querés a los perros. Porque paradójicamente cada vez hay más hombres más propensos a llorar a moco tendido por el sufrimiento de una mosca y no por el dolor del prójimo.

 

Pero no, me rebelo, me rehúso, me niego a caer en esa facilidad. Acá hay compatriotas que la están pasando mal y sí, obvio, también perros, pobrecitos, ellos se van a ir al cielo de los perritos pero acá hay nenes que están comiendo perro en el país de las vacas, señores.

 

Acá hay nenes que están comiendo perro en el país de las vacas.

 

Acá hay padres que están cazando perros en vez de trabajando o changueando porque aún cuando en el mejor de los casos consigan una changa un kilo de carne de mala calidad supera los seiscientos pesos, en el país de las vacas.

 

Y todavía hay quienes para no hablar de las vacas hablan de las vacunas.

 

Pero se pueden ir todos a la puta que los parió. A los peronistas el doctor Ramón Carrillo nos enseñó que la mejor vacuna eran las cuatro comidas, la higiene, el techo y el abrigo.

 

Si vas a defender a un gobierno que se jacta de las pichicatas mientras consiente que nuestros niños coman carne de perro, estás a las antípodas de mi pensamiento y podés considerarte mi enemigo. Y si te molesta más este oprobio por los pobres perritos que por los niños, también.

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