(Borrador de la nota publicada en la Revista Hegemonía del mes de marzo)
Uno de los momentos más felices de mi niñez ha sido el día en que mi padre compró una videocasetera y copias de varios de los clásicos de Disney: La sirenita, La Cenicienta, La bella durmiente, Fantasía, La noche de las narices frías, El libro de la selva, Dumbo, La dama y el vagabundo y La bella y la bestia. Recuerdo haber aprendido de Bella el valor de la lectura y que una mujer debía unirse al hombre por amor y no por conveniencia. De Dumbo aprendí que no hay vínculo más fuerte sobre la tierra que el amor de una madre, y Balú, el oso haragán de El libro de la selva, me enseñó que hasta el último “estúpido paria vagabundo” es capaz de hallar su propio coraje cuando un amigo está en peligro. En el contexto de una infancia plagada de necesidades, era un soplo de aire fresco ese mundo de fantasía que aún hoy me evoca recuerdos felices y que me inculcó el gusto por la buena animación, las artes gráficas y la música que me acompaña hasta la madurez.
Claro que no todo era color de rosa, en
retrospectiva sé que el dinero de la videocasetera salió de la indemnización que
papá cobró cuando cerró la fábrica. Y de la misma manera, al crecer me di
cuenta de que la vida no era tan sencilla como dar el beso de amor verdadero,
pues incluso luego de hallado el Príncipe Azul, a menudo la vida nos prolonga
la espera y nos niega el “felices por siempre”. Sin embargo, el bagaje cultural
que descubrí a partir del universo de Disney me definió en valores éticos, cultivó
mi imaginación y me condujo a adentrarme en obras imprescindibles de la
literatura universal, tales como la de Shakespeare —¿a quién no impactó esa
pomposa recreación de Hamlet en la figura de Simba, El rey león?
—, Rudyard Kipling o los hermanos Grimm.
Pero al parecer la cuestión es espinosa.
Aquellos clásicos que en el recuerdo de algunos pueden parecer inofensivos y
por el contrario, evocar maravillas de un universo de ficción que bien podía
evadirnos de un mundo real bastante hostil, hoy en día parecieran estar
plagados de modelos negativos y poco menos que destructivos para las nuevas
generaciones. En el contexto de la dictadura de lo políticamente correcto,
Disney se ha constituido en uno de los principales blancos de crítica por parte
de la “generación de cristal” que todo lo amalgama y lo achata. Tan es así que
el gigante del entretenimiento infantil ha tomado la determinación de
establecer una versión “para adultos” de su plataforma de streaming, en
la que publica las películas de siempre y no las versiones pornográficas que
ese temible título, “para adultos” nos tendería a anticipar.
Es que, atendiendo a los consejos de “organizaciones
líderes que abogan por las comunidades que representan y que están a la
vanguardia de impulsar el cambio narrativo en los medios y el entretenimiento”,
la empresa notó la proliferación de mensajes por demás “negativos” para los
pequeños, tan nocivos que requieren que los niños miren los largometrajes en
compañía de sus padres. Ya poco importan los valores positivos en la ficción,
solo se tienen en cuenta los modelos “tóxicos” —término predilecto de la
progresía liberal— que las películas parecieran reflejar, según la opinión del
público en redes sociales y “los expertos” en “diversidad”.
El conglomerado empresarial de
entretenimiento para niños inició su despegue autocensor el pasado octubre,
cuando colocó carteles de precaución al comienzo de clásicos como Dumbo
o El libro de la selva, advirtiendo que, debido a la antigüedad de las
cintas, estas contenían mensajes que podían resultar nocivos para la correcta
formación de “las niñeces”. Ejemplos de esos disvalores subyacentes a las obras
señaladas lo constituirían el estereotipo de la negritud del sur de los Estados
Unidos encarnado en los cuervos en Dumbo o el regodeo en su holgazanería
en el ya mencionado Balú de El libro de la selva. Independientemente de
que tanto los cuervos como el oso haragán sean personajes amigables que ayudan
en cada caso al protagonista a superar sendas vicisitudes, de acuerdo con la
moral victoriana de la era posmoderna está mal visto mostrar la negritud o la
haraganería, estas se deben esconder, advertir sobre su extrema peligrosidad y
en última instancia, enviar al sótano de la “pornografía” para niños.
La decisión de apartar directamente las
películas prohibidas de los perfiles infantiles en la plataforma de contenidos
fue tomada con posterioridad, luego de que Disney Plus consultara con su
“Comité de expertos”, el que recomendó enfáticamente tomar medidas drásticas por
el bien de los niños. Pero ese no es el único método de autocensura aplicado
por la productora en estos tiempos de plumaje blanco, otro lo ha constituido el
corte de cuajo de elementos indeseables, como sucedió con la escena de Fantasía
(1940) que representa una bacanal dionisíaca de la que cuidadosamente se han
eliminado los centauros negros, mitad cebra y mitad humano, con rasgos
fisonómicos marcadamente africanos. Estos oficiaban de esclavos de un rechoncho
Baco en evidente estado de ebriedad. La empresa consideró inaceptable la
asociación de la negritud con la esclavitud, sin lugar a dudas carente de todo
asidero histórico, por lo que fue necesario eliminar de plano toda
representación del África en ese largometraje. Muerto el perro se acaba la
rabia.
De manera más solapada aunque igualmente
forzada, la introducción innecesaria de personajes políticamente correctos en
las reversiones de películas clásicas marcan un cambio de época en la ideología
dominante que los productos dejan traslucir. La nueva versión de La Bella y
la bestia (2017) presenta en su elenco a un personaje evidentemente
homosexual encajado anacrónicamente en la sociedad francesa de alrededor del
siglo XIII, e incluso sugiere la “salida del ropero” de un personaje transgénero
y la presencia de una alta cortesana negra. La nueva Mulán, reversión de
una de las cintas que más han resaltado el rol de la mujer como heroína épica
en toda la trayectoria de Disney, fuerza el guion original para incluir una
escena de artes marciales entre la protagonista y su antagónica para más tarde
sugerir una alianza de “sororidad” entre ambas frente al enemigo común, un
varón.
En su sitio web, Disney pretende explicar
por qué “cancela” sus propios productos o los modifica a gusto y placer de los
paladares negros de la nueva moral, aclarando algunos de los motivos, película
por película.
·
Dumbo: “Los cuervos y el número musical rinden homenaje a los
espectáculos racistas de juglares, donde artistas blancos con rostros
ennegrecidos y ropa hecha jirones imitaban y ridiculizaban a los africanos
esclavizados en las plantaciones del sur. El líder del grupo en Dumbo es
Jim Crow, que comparte el nombre de las leyes que imponen la segregación racial
en el sur de los Estados Unidos”.
·
Peter Pan: “La película retrata a los nativos de una manera estereotipada que
no refleja ni la diversidad de los pueblos nativos ni sus tradiciones
culturales auténticas. Se refiere repetidamente a ellos como pieles rojas, un
término ofensivo. Peter y los Niños Perdidos bailan, usan tocados y otros
tropos exagerados”.
·
Los Aristogatos: “El gato (siamés) (Shun Gon) se representa como una caricatura
racista de los pueblos del este de Asia con ojos rasgados y dientes de conejo.
Canta en un inglés con poco acento expresado por un actor blanco y toca el
piano con palillos”.
·
El libro de la selva: “Se ven estereotipos tanto en el grupo de monos como en la aldea
de humanos, considerando que representaban a los indios que vivían bajo el yugo
de las colonias británicas”.
Y así sucesivamente. Como se ve, los
argumentos remiten a cuestiones de extrema peligrosidad para la formación de
los infantes a quienes evidentemente se subestima, suponiendo son absolutamente
incapaces de separar fantasía de realidad o disfrutar de una pieza cinematográfica
sin tomarse el trabajo de analizar su corrección política con pelos y señales.
Pero tampoco ha de sorprendernos esta
sensibilidad de Disney para proteger su imperio en el contexto de la
posmodernidad. Otras marcas de ficción, como Harry Potter o Pepé Le
Pew (Warner Brothers) han pasado por la lupa de las cortes victorianas en
la era de la cancelación. En el caso de Harry Potter porque su autora,
la británica J. K. Rowling, se refirió en términos “despectivos” hacia la
comunidad homosexual, sugiriendo que ser un “cuerpo menstruante” es una
facultad exclusiva de la mujer biológica. En cuanto al zorrino enamoradizo de
los Looney Tunes, se lo ha acusado de promover la “cultura de la
violación”, debido a sus insistentes y arrebatados lances amorosos hacia una
hembra de otra especie, una gata.
En la misma línea de la nueva corrección
política, el cambio de paradigma se observa en otras cintas, tales como Valiente
(2012) o Frozen (2013) que se caracterizan por la presencia de heroínas
femeninas que optan por la castidad antes que someterse a los encantos del
“amor romántico”, antiguo ideal de desenlace en el universo de Disney. Respecto
de Frozen, se ha llegado a deslizar incluso que una de las
protagonistas, Elsa, podría de hecho ser lesbiana. Maléfica (2014),
remake de La bella durmiente, relativiza la maldad de la villana
paradigmática explicándola por la traición del varón hacia la mujer en una
relación amorosa y enalteciendo el amor entre mujeres por sobre las relaciones
románticas con el sexo opuesto.
Y todo esto no sería problemático si no
acarrease consigo un lastre, un duro peso. Si cada una de las creaciones
artísticas debe someterse introspectivamente al análisis con microscopio para
garantizar no solo la no ofensa de ningún colectivo de minorías sino además
expresamente representarse a sí misma como lo suficientemente “diversa”,
¿adónde queda la originalidad? Cuando terminamos de contar que haya frente a
las cámaras el suficiente número de mujeres heroínas, negros en puestos de
poder, homosexuales, chinos, indígenas no estereotipados y la mar en coche,
¿cuántos restos de largometraje nos restan para crear algo nuevo, bello,
original, audaz?
Uno de los principales peligros de la
cultura de la cancelación aplicada a las creaciones artísticas es precisamente
el riesgo de cancelar el arte. Que lo políticamente correcto se coma a la obra
y la energía creativa del artista termine por resultar absorbida por completo
por la autocensura, resultando en la muerte del arte como medio de expresión
del artista, para que este pase a representar apenas un panfleto de la
ideología que el poder desea imponer.
En el prólogo de esa mordaz crítica de la
doble moral de la sociedad victoriana que dio en llamar El retrato de Dorian
Gray, Oscar Wilde nos advertía ya acerca de los riesgos de que la ética
juzgue a la obra artística y se imponga por sobre la estética a la hora de
evaluar al arte: “Quienes descubren significados ruines en cosas hermosas están
corrompidos sin ser elegantes, lo que es un defecto. Quienes encuentran
significados bellos en cosas hermosas son espíritus cultivados. Para ellos hay
esperanza. Son los elegidos, y en su caso las cosas hermosas solo significan
belleza. No existen libros morales o inmorales. Los libros están bien o mal
escritos. Eso es todo”. Grave y certera sentencia. A veces vale la pena
desempolvar viejas obras de arte y observarlas en contexto, aunque incluyan en
su universo rasgos salvajes, antiguos o anacrónicos que no serían aceptables o
quizá incluso ya no existan en la actualidad. Al fin y al cabo del pasado se
puede aprender y de la comprensión de que el arte no siempre imita a la
realidad o a la ética también depende crecer. La vida no es tan sencilla como
un “y vivieron felices por siempre”.
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