Castración cultural


Tras conocerse hace pocas semanas la “noticia” de una reducción en un cuarenta por ciento de la tasa de natalidad en la última década, la cuestión demográfica en nuestro país parece al fin haber escandalizado a la opinión pública, aunque se trate de un asunto que se viene sosteniendo en el tiempo de manera consistente por lo menos, precisamente, desde hace una década y más. Y no se le llama “cuestión” o “asunto” en vez de “problema” por un mero capricho semántico: si algo nos ha enseñado la sabiduría china (o japonesa, u oriental, pero no uruguaya sino del Asia) es que un problema que no tiene solución no es un problema. Es tiempo de asimilarlo: nuestra sociedad está en camino de su propia extinción y poco se puede hacer por evitarla.

En países como Rusia, por ejemplo, el Estado asigna a toda mujer que dé a luz un salario destinado a asegurar un estímulo a la maternidad. Actualmente, de hecho, una madre primeriza recibe en Rusia el equivalente a unos 6.500 USD por el solo hecho de haber parido. Así, el ama de casa puede dedicarse de lleno a reproducir la mano de obra en una sociedad  sin temor de quedarse en la calle a causa de las dificultades económicas. Donald Trump en los Estados Unidos, sin ir demasiado lejos, promete encarar iniciativas similares. De un modo un poco más radical, la Federación Rusa ha dado a conocer en los últimos días una resolución que propone prohibir las expresiones artísticas  —las producciones cinematográficas, en específico— cuya historia se centre en mostrar modelos de superación femeninos encarnados en personajes que prefieran la realización individual a través del trabajo o los viajes de exploración espiritual, por ejemplo, en lugar de la realización colectiva a través de la formación de una familia y el ejercicio de la maternidad.

Puede que los rusos estén a tiempo de desactivar los procesos de subversión que operan sobre su sociedad, pero lo cierto es que una nación como la nuestra está a las puertas de un desafío mucho más duro debido a las características mismas de la sociedad argentina. La diferencia es clave: el pueblo-nación ruso posee un proyecto de desarrollo soberano y se defiende ante la amenaza externa, haciendo caso omiso de la publicidad occidental que envenena a sociedades como la nuestra. Además, los rusos cuentan con el Estado como un organismo verdaderamente representativo de la idiosincrasia, la voluntad y el interés general de su pueblo, que no permite la injerencia de agentes externos cuyo interés sea ejercer la colonización cultural desde fuera. 

Nosotros, los argentinos, no tenemos eso y constituimos una sociedad día a día más porosa, permeable a cada uno de los procesos paralelos de subversión de nuestra cultura y nuestra cohesión social. Por lo tanto, resulta difícil que cualquiera de los tres niveles de la castración cultural que opera sobre nosotros (sobre cada uno de los individuos, en mayor o en menor medida) vaya a desactivarse como por arte de magia. Para ello haría falta una conducción política que representase desde el Estado el interés popular y eso no solo nos falta sino que no parece que vaya a dejar de faltarnos en el mediano plazo, por lo que es un hecho que la sociedad argentina tal y como la conocemos va a mermar hasta desaparecer fruto de la castración de sus habitantes. A menos que ocurra un milagro.

Y es cierto, la palabra castración puede que a alguno le moleste (al fin y al cabo, se castra a las mascotas, se castraba a los esclavos para que no se multiplicaran) pero es la más precisa para describir el proceso. En otro orden de cosas y a modo de apostilla o digresión, habría que ver si no estamos siendo, mal que nos pese, mascotas o esclavos de algún dueño. “Te la dejo picando”, diría la filósofa contemporánea Karina Jelinek.

El caso es que a menos que sea uno el Estado de Israel y posea entre manos la impunidad que le es proverbial a esa organización terrorista, la castración humana es la única vía posible para reducir una población a su ínfima expresión en el transcurso de algunas pocas generaciones sin incurrir en el genocidio liso y llano. El genocidio, por su parte, tampoco es una solución viable si se tiene en cuenta el enorme problema que significa la desaparición de centenares y millares de cuerpos humanos, todos al mismo tiempo y en el mismo lugar. Los campos de concentración del nazismo e incluso los centros clandestinos de detención en nuestro país dan ejemplos a escala de la dificultad que reviste la desaparición sistemática de cuerpos en descomposición, desde la logística requerida hasta sus consecuencias ambientales.

Entonces la mejor solución es la castración, que resuelve el problema de la presencia de personas en latitudes donde resulta indeseable la reproducción de la población. Esta funciona no apelando a la violencia y la masacre sino a través de la persuasión. Convenciendo a los seres humanos de que es inconveniente reproducirse se logra que las poblaciones mueran por sí mismas sin disparar un solo tiro. Pero es cierto, a menudo llamar a las cosas por su nombre significa contar con la renuencia de los sujetos, por eso el proceso no se denomina “campaña de castración” o “esterilización” como se llamaría en el caso de los perros callejeros, sino que se apela a toda clase de eufemismos y maniobras de ingeniería social y del lenguaje para maquillar la castración masiva y hacerla pasar por evolución, progreso y ascenso social. Veamos algunos ejemplos.

En este espacio hemos venido hace por lo menos unos cinco años explicando a cuentagotas cómo opera el proceso de subversión y en particular, cómo se asocia este con el proceso de castración cultural en tres niveles, siempre a manos de las élites globales en connivencia y con la colaboración activa de la clase política local, que opera como satélite de lo que el General Perón dio en llamar la sinarquía internacional. Pero ese mensaje no cuaja, como se ve. Años después hay aún quienes se extrañan por la ocurrencia de un fenómeno que ya es viejo, incluso no faltan quienes se están desayunando de la cosa sin haberla visto pasar en años y años de acentuarse hasta hacerse evidente incluso para los despistados. Ese es el problema de ser un pobre diablo gritando solo en el desierto: que nadie escucha, aunque no por ello uno vaya a dejar de gritar. Sin embargo, como nos enseñó la longeva Mirtha Legrand, el público se renueva, por lo que no está de más recordar que existen tres niveles de la castración y no tan solo uno, porque solo uno no es suficiente para explicar la caída estrepitosa de la natalidad en nuestro país.

El primer nivel de la castración cultural es el nivel mental o espiritual y está asociado precisamente con el adoctrinamiento en las bondades de la vida en soledad, aquel que ahora se critica a Vladímir Putin por pretender erradicar a través de la prohibición de determinadas películas y series televisivas. La idea de que una mujer inteligente deba perseguir su realización individual a través de la autoexplotación laboral va de la mano de este proceso. Pero también opera en la misma dirección la retroversión del sentido positivo del aumento de la población en un sentido negativo, desde una valoración como inversión a una valoración negativa, como un gasto. 

Como herramientas de divulgación de la ideología de la castración, entonces, sobreabundan las notas de color en los medios hegemónicos que “informan” (adoctrinan) a la población acerca de lo caro que es mantener a un niño en edad preescolar. Pañales, leches maternizadas, consultas pediátricas, ropa y cochecitos. Dar a luz y mantener a un hijo no es un negocio, es gasto y más gasto. No solo de dinero sino también de tiempo y esfuerzo. Un esfuerzo digno de mejor causa, pues los hijos no nos representan ganancia alguna ni a nivel económico ni a nivel social ni a nivel espiritual: son más bien un estorbo para la propia realización y la plenitud de la mujer y del varón. 

En cambio, hay un mundo enorme ahí afuera para visitar. Villa La Angostura, Playa del Carmen, Ibiza, Dubai. Un mundo plagado de belleza y de placer para satisfacción de las almas hedonistas, al que pocos acceden haciendo esa tontería de estudiar, formarse, trabajar dignamente y progresar en soledad y ninguno alcanza haciendo esa tontería aún mayor de casarse, estrechar vínculos estables, echar raíces y criar hijos. Hay todo un universo de lujos inimaginables que, según nos promete la publicidad en redes sociales, se nos abre como por arte de magia si hacemos alguna de esas pocas actividades rentables que aún quedan para hacer: la prostitución, la especulación bursátil, las apuestas virtuales o el narcotráfico. Todo eso cuando la gracia, el físico o el talento no alcanzan para dedicarse al fútbol, el modelaje, el cine o la “música urbana”.

Es un proceso de largo aliento, como se ve. Un día los medios nos enseñan que existen máquinas capaces de excitarnos orgasmos mucho más intensos que los que proporciona la unión sexual con el varón, sin esa necesidad fastidiosa de tener que formar unos vínculos amorosos que cada vez resultan más difíciles y gelatinosos, atravesados por el fantasma de las infidelidades recurrentes, la promiscuidad y las expectativas sexuales insatisfechas debido al sobreconsumo de pornografía. Otro día nos dirán que quienes viajan en lugar de “paternar” (o “maternar”, porque los neologismos están a la orden del día) viven más y no padecen estrés. Criar gatos mejora la salud de los huesos mientras que hacer upa a los bebés y los niños preescolares resulta nocivo para la columna vertebral. Las mujeres que se quedan solteras alcanzan con mayor facilidad puestos jerárquicos con altos salarios en las compañías más prestigiosas del mundo. Las profesoras de matemática pueden triunfar económicamente si abandonan la docencia y se dedican a ser “modelos de plataforma”, eufemismo para la prostitución virtual. La ventaja extra del caso es que además de todo pueden librarse de lidiar con adolescentes cada vez más revoltosos y con dificultades endémicas para el aprendizaje. 

Los varones, por su parte, poseen como nos enseñaron convenientemente las intelectuales del feminismo radical ese potencial homicida propio e inherente a su sexo que torna las relaciones heterosexuales peligrosas en sí mismas, haciendo para una mujer más “rentable” a nivel de ahorrarse los dolores de cabeza el dedicarse al culto al amiguismo asexual, la masturbación consuetudinaria y el lesbianismo desembozado, cuando no la promiscuidad en caso de que la heterosexualidad no se pueda evitar y resulte irrefrenable. Una promiscuidad que implica la contabilidad de parejas sexuales en número creciente, pero con ninguna “atadura” a nivel sentimental y por lo tanto, ningún compromiso. La maternidad en un contexto de “libertad sexual” desenfrenada ni siquiera es un asunto que se cruce por la mente de los sujetos, mientras el tiempo pasa y la biología hace su trabajo. Llegada la menopausia, poco se puede hacer por recuperar el tiempo perdido. Como sucedáneo de la pareja amorosa están las amigas y para reemplazar a los hijos, perros y gatos tratados como niños.

Pero existen otros discursos que contribuyen a reforzar la ideología antinatalista: el ambientalismo nihilista que coloca al hombre en el lugar de “plaga” del planeta cuyo destino es la destrucción de la Madre Tierra, por ejemplo. Este sugiere que la desaparición del ser humano resultaría beneficiosa para la naturaleza y que por lo tanto la caída en los niveles de población del planeta constituye una buena noticia. De hecho, en los años recientes tuvo lugar el florecimiento de discursos de índole ambientalista asociados a la caída de la actividad humana, ejemplificados por la supuesta recuperación de la vegetación y el avance de la fauna en la etapa de aislamiento social obligatorio durante el experimento social derivado de la epidemia de gripe de 2020.

En la misma línea argumentativa, todo el ideario social glorificado por las élites globales y cuyo corolario social es la castración cultural se pudo observar sin disfraces y a la vista de todo el planeta cuando en diciembre de 2020 la prestigiosa publicación estadounidense ‘The New Yorker’ publicó en su portada una ilustración que hoy resulta de colección. Allí se puede observar a una mujer sola celebrando las festividades de fin de año a través de una pantalla de computadora y mostrando de sí solo un torso sin piernas ni pies. El rostro maquillado, la sonrisa impostada y la blusa elegante no permiten al interlocutor al otro lado de la conexión vivenciar la totalidad de la escena: un departamento minúsculo y sucio, desordenado, donde se puede ver signos de una existencia alienada y solitaria. Cajas de comida chatarra, demasiadas botellas de vino para una sola persona, guantes y barbijos usados desparramados por el suelo, gatos hacinados, ropa sucia, incluso frascos de medicamentos con una sospechosa apariencia de tratarse de psicofármacos. Los vellos en las piernas dan cuenta de que incluso la apariencia acicalada de la mujer es una impostura que no se condice con la realidad. Basta mirar con atención para ver que todo el cuadro es la viva imagen de una existencia miserable.

Ese es el ideal del individuo moderno, un castrado mental que se refugia detrás de una pantalla para no enfrentar el mundo real. El paroxismo de este proceso lo constituye el segundo nivel de la castración, la castración quirúrgica. La misma manifiesta a través de las campañas gubernamentales en favor de la práctica masiva de intervenciones como la ligadura de trompas de Falopio en mujeres, la vasectomía en varones y el aborto legal y gratuito como sucedáneo de los anticonceptivos. Se trate de un aborto químico a través del uso de fármacos o de un aborto quirúrgico en la forma de un legrado uterino, la promoción de esta práctica constituye una forma de castración de emergencia. 

Finalmente, el último nivel de la castración cultural opera de facto sobre los individuos cuya resistencia a la propaganda aún no los ha convencido de la conveniencia de no formar familia, pero cuya realidad socioeconómica les dificulta la emancipación y la crianza de los hijos. Se trata de la castración material, consistente en el empobrecimiento sostenido de la población complementado por la caída en las expectativas sociales de progreso. Este es el nivel de la castración cultural más fácil de detectar y sencillo de resolver, pues se manifiesta en lo concreto de la vida cotidiana del sujeto y depende en cierta medida de las veleidades de la realidad económica del momento. 

Sin embargo, no puede entenderse la caída sostenida de la natalidad en nuestro país mera y linealmente por una relación causal entre el número de los nacimientos y la caída sostenida del valor de compra de los salarios. Tampoco explican por sí mismos el fenómeno una supuesta superpoblación, el hacinamiento social, las dificultades de acceso a la vivienda, el agotamiento de los recursos naturales o el ingreso masivo de la mujer al mercado de trabajo. De hecho, varias de esas cuestiones ni siquiera representan la realidad de nuestro país, un territorio extenso y escasamente poblado donde la densidad demográfica se concentra en la zona central pero sin resultar apabullante en comparación con países asiáticos o incluso europeos. 

Los recursos naturales, por su parte, resultan abundantes y suficientes no solo para abastecer de alimentos e insumos a la población de nuestro país sino que también resultarían suficientes para garantizar el desarrollo industrial y el aumento sostenido de la población, incluso con excedentes capaces de destinarse a la exportación. Las iniciativas serias de parte de los gobiernos municipales, provinciales y nacional en favor del poblamiento de zonas escasamente pobladas a través de la instalación de polos industriales o turísticos, planes de vivienda o entrega de subsidios bastarían para resolver las dificultades presentes en materia de hacinamiento y concentración de la población. La pregunta, entonces, es por qué los gobiernos no encaran esas obras y por qué incluso quienes no atraviesan dificultades económicas, habitacionales o de expectativas de ascenso social tampoco están teniendo hijos. 

Es una pregunta de lo más sencilla: por qué, mientras en un contexto adverso de pobreza, en condiciones de salubridad y empleo precarias y a menudo peligrosas nuestros abuelos tenían nueve o diez hijos y hoy en la ciudad de Buenos Aires, una de las más ricas de América del Sur, existen más perros que niños en edad escolar. La respuesta es una vez más la castración mental o espiritual, que opera trastocando el sentido común de las mayorías para transformarlo en el sentido común de la élite global. De hecho, incluso quienes se atreven a tener hijos en la actualidad se conforman con uno o dos y se mira como un “bicho raro” a quien construya una familia numerosa. Esas son cosas de gente pobre e ignorante que se reproduce irresponsablemente como los animalitos salvajes. 

La mentalidad calculadora de los hijos como un “desliz” propio de incultos es compartida en la actualidad tanto por los progresistas con su prédica abortista “para que no mueran las mujeres pobres” como por los “libertarios” con su eugenesia supremacista y la denuncia de la invasión “marrón” de inmigrantes provenientes de países limítrofes. La élite global opera con su brazo izquierdo pero también con el derecho y así se garantiza que la población no aumente ni por los nacimientos ni por el estímulo a la inmigración, proceso que se encuentra en los orígenes de nuestra sociedad. El resultado es un estancamiento que va a resultar en las próximas generaciones en un invierno demográfico imposible de salvar. 

La profecía del General Perón acerca de que debíamos ser cincuenta millones de argentinos para el año 2000 con el propósito de garantizar la productividad y la defensa de nuestro territorio toma en nuestros días una actualidad distópica. Habiendo atravesado el primer cuarto de este siglo, los argentinos no solo no alcanzamos esa cifra sino que estamos empezando a mermar a fuerza de propaganda antinatalista que nos hemos tragado y de dificultades materiales que son reales, aunque implantadas artificialmente por un desmanejo político sistemático del país que no parece ser casual. 

Sociedades soberanas como la rusa emprenden hoy campañas de estímulo a la maternidad similares a las que proponía Eva Perón hace setenta años, pero aquí nuestra clase política sirve a los intereses foráneos para garantizar que efectivamente, en la práctica, la idea de engendrar un hijo nos resulte amarga por las dificultades prácticas que nos representa la crianza. Nadie está ajeno al proceso de castración. Ni siquiera quienes somos capaces de observarlo, porque la vorágine de la vida moderna nos arrastra y estamos inmersos en ella. 

Cobran entonces fuerza discursos dichos “conspiranoicos” tales como el plan Andinia o el transhumanismo, que nos plantean la necesidad de preguntarnos por qué sucede lo que sucede. Quién o quiénes, en qué circunstancias y bajo qué fundamentos se beneficiarían de un proceso de caída sostenida en la población de los países subdesarrollados, riquísimos en recursos y de por sí escasamente poblados como lo es el nuestro. Ante la evidencia del crimen social, de la muerte por suicidio inducido de una sociedad, la pregunta del investigador debe inclinarse a descubrir el móvil para aislar a los posibles sospechosos. Queda abierta la investigación para que la inicie el lector. Sin embargo, no se debe olvidar nunca aquel viejo refrán de la sabiduría popular: “piensa mal y acertarás”. 

Comentarios

  1. Brillante! Voy a tratar de contactarme con vos para invitarte a participar en un streaming. Tenemos amigos en común. Saludos.
    Martin Gonzalez

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