Hoy estuve a punto de no escribir, pero
justo un salame me “felicitó” por mi blog y me dijo que mejor no escribiera
nunca sobre música para negarme a mí misma una mácula innecesaria.
Me dijo que siendo peronista no me podía
gustar ninguna música cuya poesía estuviera en inglés, pues eso me convertía en una “anglófila”.
Eso en mi diccionario es un equivalente a
mandarme a lavar los platos y es un insulto no solo a mis dotes como escribidora
sino también a mi oído, así que se impone que hoy escriba sobre música.
Mañana es el día del padre.
En mi casa siempre se escuchó mucha música
y así como yo misma me considero escribidora, mi papá era un musiquero y cantor.
Lo recuerdo así, como un tipo que quería ser músico y que amaba cantar.
Las primeras canciones que aprendí a cantar
me las enseñó papá, que era uno de esos nacionalistas hinchapelotas rayanos en
el chauvinismo. Así que de parte suya siempre aprendía zambas, sobre todo.
Aunque de grande me tocó encontrar en un
escondite secreto una colección completa de los discos de Los Beatles y de Creedence
Clearwater Revival que sé que de joven le perteneció.
No sé qué cosa le pasó en el medio para que
adhiriera a ese nacionalismo de campanario que siempre me hinchó los huevos. Sí,
porque yo me hincho de los huevos, los que no tengo, pero me los hincho igual.
Tal vez haya sido la guerra de Malvinas lo
que lo cambió, pero sé que de jovencito estudiaba la fonética de las canciones
de Creedence. También le gustaba “You’ve
got to hide your love away” y siempre que yo la escuchaba me pedía que subiera
el volumen, aunque cuando escuchaba cualquier otra cosa me hacía bajarlo.
“Hey”, canturreaba,
fuerte, aunque no sabía la letra.
Una vez me preguntó cómo
se llamaba esa canción y yo le dije. “You’ve got to hide your love away”, le dije. Y me miró consternado, supongo que lo golpeó duro
que una de sus hijas supiese pronunciar la lengua del enemigo.
Yo, con un sentimiento
extraño, me rectifiqué e improvisé una transliteración: “Hey, tenés que
esconder tu amor”. Él asintió con la cabeza nomás. Nunca más me animé a
hablarle en inglés.
Papá era de esos tipos
que son capaces de reducirte a polvo a fuerza de miradas asesinas. Más de una
vez me tocó ser blanco de esas miradas y no se lo deseo a nadie. La única persona
que conozco a quien le volví a ver una de esas miradas es mi compañero. Pero este
último no me miró a mí jamás así. Sé que yo no lo soportaría, me moriría de
dolor.
Papá era un tipo de
los de antes. Recuerdo siempre uno de los primeros episodios de acoso que me
tocó vivir (que tengo muchos, como todas las mujeres), en el que un tipo que
siempre me molestaba, el hijo de una panadera a la que siempre le iba a comprar,
me arrinconó a la salida del negocio, me besuqueó y me manoseó por debajo del
vestido.
Era un vestidito de
algodón, blanco con flores azules, muy acampanado. Me quedaba lindo, pero
después de ese día no lo usé nunca más, ni a ese ni a ningún otro vestido. A
este lo hice repasadores. Cuando llegué de la panadería llorando mi papá me
preguntó qué había pasado y cuando le conté esa mirada de fuego se le encendió,
pero no dirigida a mí sino al hijo de la panadera.
Se fue a buscar el
facón que guardaba al lado de la cama, que le había regalado algún presidente (creo
que Onganía) y al rato vino. Me dijo: “Quedate tranquila que ese tipo no te va
a volver a molestar”. Eso sí, a partir de ese día nunca más me mandó a comprar
el pan, pero el tipo en cuestión se mudó de barrio. Siempre he creído que con
una de esas miradas de papá le debe haber bastado para comprender que le convenía
decir patitas pa’qué las quiero y huir a la gran carrera. No volvió nunca más
sino hasta después de que mi padre murió. Para entonces yo ya era una fémina
bien puesta, lo podía mirar con asco tranquila y estaba mucho más buena que cuando
tenía trece o catorce. Él tenía una pila de hijos panzudos a la vez que flacos
y una mujer de muy mal carácter. Era verdad, no me volvería a molestar.
A papá le gustaban
mucho José Larralde y Jorge Cafrune. Hasta el día de hoy hay una de Cafrune que
no puedo cantar porque me quiebro, y es que siempre me recuerda que la
cantábamos juntos y me hace pensar en lo mal que hago, pues de hecho estoy incumpliendo
su pedido de trascendencia. Hay una estrofa particularmente que me mata. De
hecho, mientras la escribo en este momento me brotan las lágrimas:
Si te ponés triste
Pensá que en la noche embrujada
estoy yo
Que si se ha perdido
mi canto en la sombra,
Perdurará en vos.
Que si se ha perdido
mi canto en la sombra,
Perdurará en vos…
No puedo cantar eso y
a la vez siento que lo estoy traicionando. Porque él hubiera querido eso, que
en su lugar alguien tomara la guitarra y entonara las coplas que nos enseñó.
Espero algún día poder
hacerlo. Quizás, quién te dice, si alguna vez me toca tener hijos, para que
sepan que tuvieron un abuelo que era guitarrero y cantor y que se llamaba Ramón
Sabino, aunque todos lo conocíamos como el Gordo Meza.
Las pocas grabaciones
de su voz que se conservan tienen una particularidad. En ambas está cantando la misma canción, “Grito
changa”, de José Larralde.
Recuerdo que cuando
era chica me gustaba mucho cómo cantaba esa canción, porque le imprimía un
sentimiento superior incluso al del compositor en la pieza original.
Hoy sé por qué era y
me destroza.
Porque esa canción
describía exactamente cómo él se sentía.
Me ofrecieron conchabo
para ir tirando, para
ir tirando.
El trabajo anda
escaso,
la paga estrecha
y el lomo es ancho.
Porque tengo a mis
hijos
que a puro brazo los
estoy criando,
me priendo a cualquier
cosa,
el hambre es mucha y
el pan, escaso.
Clavo el hacha en el
árbol,
saco los yuyos, armo
el andamio.
No tengo oficio fijo,
de muy chiquito viví
cinchando.
Y hoy no tengo derecho
ni pa’ embromarme dentro
el salario.
El patrón ya me dijo
que si me enfermo no
se hace cargo.
¡La pucha! Que valgo
poco,
si no me alcanza ni pa’
cigarro,
y el hueso que llevo a
casa
dentro del pecho me
está golpeando.
Si me agarra la rabia
y pego el grito, me
estoy pensando
que mis pobres
cachorros
no tienen culpa pa’
darles cargo.
Que venga el sabio y
diga
si mi trabajo no vale
de algo.
Que el sabio me
conteste
si pa’ tranquearla no
soy un galgo.
Si él sabe todo eso,
sabe de sobra que es
poco el pago.
Por saber tantas cosas
hacen que el pobre
reviente de asco.
¡La pucha! Que valgo
poco,
si no me alcanza ni pa’
cigarro,
y el hueso que llevo a
casa
dentro del pecho me
está golpeando.
Si me agarra la rabia
y pego el grito, me
estoy pensando
que mis pobres
cachorros
no tienen culpa pa’
darles cargo.
Eran las cavilaciones
del hombre de pueblo que vive para juntar el peso que no alcanza, a quien le
sale la puteada, el enojo hijo de la frustración se le escapa por donde no debe
y por eso a veces le salen palabras duras, miradas hirientes y ademanes toscos
hacia esos hijos que no son al fin y al cabo sino el motivo de tanto sacrificio.
Siempre supe que mi
padre me quería de esa forma silvestre e intuitiva como quieren los animales.
Porque eso era, mi papá era un toro.
Nunca me lo dijo pero
sé que me amó y yo también lo amé, aunque tampoco se lo dije nunca y todos los
días de la vida me arrepiento de ello. Es que de él saqué este horrendo orgullo
que cuesta romper. Nos parecemos demasiado, ambos orgullosos, ambos necios.
Ninguno dio el brazo a torcer a tiempo, no nos despedimos y por eso sigue doliendo
tanto, por eso hay tantas canciones que se me murieron con él, que no puedo cantarlas
ya porque no me sale hacerlo sin llorar.
Hay una de León Gieco,
cuya letra no sé si es de él pero que siempre que la canto es para el Gordo
Meza. Creo que no es de León.
Bajaste del norte
sin más que cuatro
hijos.
Y aquel cielo de tus
ojos,
y una mujer que te
aprendió a seguir.
Buscabas el peso
sin darte por vencido,
mas al final de cada
día,
las manos vacías
volvías a encontrar.
Por eso te entiendo
cuando en un vaso te
vas
quien sabe adónde,
buscando eso que
llaman paz.
Y aunque sabés que te
dicen
viejo borracho, sos
tan bueno
que ni siquiera al
diablo los mandás…
Debo decir que he
tenido muchos maestros de música, y todos enormes y que me han dejado una
huella en el alma.
El tío Néstor, que en
paz descanse.
La señorita Sylvia, mi
maestra de preescolar, cuyo apellido jamás supe.
Susana Gómez, la
profesora de música del Patriarca, mi colegio, que también fue mi profesora de
canto.
Héctor Larrea, de
quien he aprendido tantas cosas…
Alejandro Dolina, mi primer
profesor de filosofía, a quien hacía fuerza para poder escucharlo a la medianoche
cuando apenas contaba ocho o nueve años.
Mis hermanas mayores,
Betty, Lore y Belén, incluso en algunos casos enseñándome qué cosas no quería
escuchar nunca más.
Pero el primero, el
que cada día me inspira a seguir aprendiendo a cantar, ha sido papá.
Feliz día a todos los
que a pesar de cómo está el mundo luchan cada día por enseñar a sus hijos el
valor de ser buena gente, a pesar de las vicisitudes, las necesidades y la
adversidad.
Gracias, papá, por
todo lo que soy, porque mucho te lo debo a vos. Siempre te amé y te extraño mucho.
Hablale al Barba por mí, te lo suplico. Necesito a mi compañero, sé que él te hubiera
gustado mucho a vos, a pesar de ser gallina. Porque es un hombre recto y que mira
a los ojos, aprieta fuerte la mano y tiene callos de haber laburado desde los
trece años.
Hablá por mí ahí
arriba, para que me pueda reunir con él.
Conmovedor. Un deleite leerla, compañera.
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