La diosa Episteme y la necesidad de creer

 



 

Hoy ha sido un día intenso desde lo emocional. Voy a apelar más a la autorreferencia de lo que querría, suelo tratar de no ser tan personal pues este es un blog público y lo que escribo aquí no es para un puñado nada más, sino para cualquiera que lo encuentre.

 

Pero es que para que se entienda lo que siento decir debo recurrir a la autorreferencia, así que trataré de no dar tantos detalles, pero es preciso que describa cómo me siento.

 

Hoy estuve sola varias horas del día y cuando es así, cosa que no es tan frecuente porque en la casa siempre hay alguien, aprovecho para estar en silencio, disfrutar de la paz de un recinto cerrado y en penumbras.

 

Es un recreíto que no se da siempre entre la luz y el barullo de la faena hogareña cotidiana, pero yo disfruto del silencio y la soledad, por eso aprovecho esos momentos como si de una pieza musical se tratara.

 

El caso es que me tomó por sorpresa la melancolía. En un determinado momento salí de la casa y me encontré frente a frente con un día casi primaveral, tibio y peronista. Y me vi sola, en silencio. Supe además que podría haber habido otras personas y sin embargo para mí hubiera sido igual porque la única persona a quien deseaba ver y con quien hubiera querido compartir un día tan esplendoroso no está conmigo. Me dolió mi propia indiferencia ante tanta belleza. Si hubiera estado diluviando me hubiera sentido igual de vacía.

 

Cuando el hombre me llamó por teléfono me puse a llorar a mares. Él no sabía por qué ni tampoco cómo calmarme, solo me escuchaba en silencio y cuando me recompuse me dijo que le dolía mucho sentirme así, que lo preocupaba mi estado de ánimo. Fue pensar en sus ojos luego de una frase aleatoria que hacía referencia a ellos lo que disparó ese llanto, pensar en que desde el día en que conocí a ese hombre supe con certeza de ley matemática que mi lugar en el mundo sería dondequiera que me pudiera ver reflejada en esos ojos verdes, los ojos más hermosos que vi.

 

Y pensé en lo lejos que está mi lugar en el mundo, a un océano de distancia. Pensé que no hay fotos ni videos que puedan hacerme reconocer esos ojos porque los míos, los que yo conozco y amo, siempre me están mirando con amor y yo me veo reflejada en sus pupilas, siempre sonriendo con cara de bobalicona. Eso no sale en fotos.

 

Le dije entonces que a veces se hacía más cuesta arriba que otras veces, que a menudo es demasiado el peso de este viaje de todos los días que nos tocó emprender. Le pedí perdón porque sé que lo lastima esto que me embarga, aunque a veces me sobrepasa y no lo puedo evitar.

 

También le dije que a menudo resulta demasiado para una sola mente (y frágil como la mía) soportar tanta incertidumbre, la profunda crisis de valores y este principio de anomia que se olfatea en el aire en estas latitudes. No sabemos cuánto va a estar el pan la semana que viene, no sabemos si tendremos trabajo el mes que viene, ¿cómo podemos sostener la esperanza de poder ahorrar para un boleto de avión o para una casita para los dos? Así como lo dejé ir no me siento preparada para pedirle que regrese en este contexto, pero vivir sin él me cuesta demasiado. Lo siento, soy muy codependiente.

 

Y sin embargo existe una cosa que me obliga a retomar la senda y seguir adelante cuando siento que mis fuerzas físicas flaquean y que no me dan para más: mi fe en Dios.

 

Puede que suene ñoño, tonto o comoquiera que suene, pero quienes creemos en Dios sabemos de su existencia fehaciente porque la hemos sentido y podemos vivir en una relativa paz porque sabemos que todo tiene un por qué y un cuándo.

 

Yo sé que estaba destinada a reconocer a mi alma gemela luego de que nuestros caminos comenzaran de manera más o menos sinuosa. Nos encontramos porque Dios lo determinó así y esa certeza me mueve a seguir adelante como sea, aunque hoy estemos lejos pero nuestras vidas sigan unidas por lazos inquebrantables.

 

Y es que el quid es que el hombre en sentido genérico, el ser humano necesita creer en la trascendencia, necesita creer en algo superior a sí mismo.

 

Quienes practicamos alguna fe religiosa tenemos la ventaja de sabernos finitos y sabernos necesitando la fe en la trascendencia. Cuando no sabés para dónde disparar pero creés en algo superior a vos te sentís menos solo. El problema es cuando no creés en nada. O más precisamente, cuando creés que no creés. Y eso es lo que pasa hoy.

 

Cada día me encuentro con más personas que se jactan no solo de no creer en nada, sino además de la estupidez y el atraso de quienes creemos en Dios. Y sin embargo son a menudo esas mismas personas quienes en el contexto actual creen ciegamente en el discurso oficial que emana de la “Ciencia”.

 

Y escribo la palabra en mayúsculas porque es así, con mayúsculas, como sus seguidores la tratan. Es la diosa Episteme, la fe ciega en los “descubrimientos de la Ciencia” de quienes no creen en Dios.

 

El hombre no puede vivir sin creer en algo. Si no es en Dios será en el tarot o en la Pachamama, pero también hay quienes creen en los postulados de la “Ciencia” como si de leyes universales se tratara. No lo son.

 

Digamos lo obvio: dos más dos es cuatro así uno sume manzanas, unicornios, triángulos o sencillamente piense en la idea de dos sumada a la idea de dos. Esa es una ley universal que no admite contraejemplos. Pero que usar barbijo hasta para ducharse previene que uno se agarre una gripe, por ejemplo, no es una ley universal. ¿Por qué?

 

Bueno, pues, porque existe infinidad de clases de barbijos, existen varios tipos de gripe y además no solo hay infinidad de contraejemplos —esto es, muchas personas que se han enfermado aun habiendo usado el barbijo hasta mientras dormían— sino que existen diferentes estudios experimentales y diferentes personas presuntamente idóneas que tienen respecto de ese ejemplo opiniones divergentes. Hay científicos que dicen que el uso del barbijo previene enfermedades como la gripe de moda y hay quienes dicen que el uso del barbijo facilita las infecciones respiratorias, la hipoxia, y otras afecciones. ¿A quién le cree quien cree ciegamente en la Ciencia?

 

La respuesta es: no sabemos quién tiene más autoridad, no lo podemos determinar. Las ciencias naturales y la medicina son completamente experimentales, no son ciencias exactas, y por lo tanto no se pueden tomar como verdad revelada como sucede con la matemática; un paradigma epistemológico reemplaza a otro en la historia y ejemplos hay sobradamente. Si la medicina fuera una ciencia exacta aún hoy seguiríamos usando sangrías como método cuasi universal de traer la salud, pues creeríamos que para regular la salud es preciso regular los humores corporales.

 

Cuando se nos dice que “hay que” hacer X porque lo dice “la Ciencia” lo que hemos de comprender es: “el paradigma hegemónico que rige a la comunidad científica sugiere X”. Jamás hemos de tomar a un paradigma por la verdad absoluta y objetiva.

 

Si los paradigmas fueran inmutables, seguiríamos creyendo que la tierra es sostenida por tortugas y elefantes, o que la tiene Atlas entre manos, o que el sol gira a nuestro alrededor. La ciencia se mueve, la fe en Dios es inmóvil e inamovible.

 

Pero eso no es todo. Hoy más que nunca la ciencia es controlada, como todo lo demás, por el dinero. Para hacer ciencia hay que tener dinero para investigación, el dinero hay que obtenerlo de alguna fuente y quienes se dedican a financiar las investigaciones científicas no lo hacen desinteresadamente, financian los proyectos que les despiertan interés y en particular aquellos cuyos resultados están esperando porque resultan funcionales a sus intereses.

 

Creer que el capital emanado de la élite global es ciego y benéfico, creer en la buena voluntad de la plutocracia, en los “filántropos” desinteresados, creer en la objetividad de las investigaciones científicas y en sus “descubrimientos” es de mínima ingenuo. En lo particular prefiero creer en la buena voluntad de un Dios bondadoso, creador del Cielo y de la Tierra, todopoderoso, omnisciente y omnipresente antes que creer en las buenas intenciones, completamente desinteresadas, de un Bill Gates, un Anthony Fauci o un Pedro Cahn.

 

Pero esta soy yo; como dice el refrán, quien no conoce a Dios a cualquier santo le reza. Quien no conoce la paz espiritual que brinda saberse siendo protegido en todo momento por una inteligencia Superior se ve obligado por su naturaleza humana a aferrarse a la creencia de lo que sea que lo ayude a sobrellevar el trance de la existencia de la manera más vivible posible.

 

Yo lo entiendo, sé que muy probablemente si no fuera por el ejercicio activo y voluntario de la fe quizás no estaría viva. Soy una mujer a quien le pesa la existencia, le pesa un mundo injusto, le cuesta disfrutar de las pequeñas bondades de la vida nomás por saber que mientras yo estoy aquí calentita envuelta en una frazada y con la pancita llena hay quienes están pasando una noche fría con hambre y en vela.

 

He coqueteado con el suicidio, muchas veces me ha tocado plantearme qué hacer ante situaciones de la vida que me superaban. Y siempre ha sido Dios quien me dio señales claras que me demostraban que debía seguir. Una de ellas fue nada menos que la llegada de mi compañero. Quien además me dijo, cuando le conté acerca de mis tendencias suicidas: “Usted no puede hacer eso. Usted no es dueña de su vida, no tiene derecho a tomar su vida porque esta no le pertenece a usted, le pertenece a Dios, el único que da la vida y la quita. Cuando sienta que no da para más, cuando sienta la presión, ore. Busque respuestas, lea las señales”. Es que cuando comenzamos a estar juntos nos tratábamos de “usted”, el respeto ante todo.

 

Así fue, seguí orando. Y es cuestión de creer o reventar, che; siempre ha sido así, siempre las señales claras llegan cuando uno se encomienda enteramente y encomienda su vida a Dios. Pero con la diosa Episteme no pasa lo mismo, ella jamás da señales claras.

 

Desde el inicio de esta supuesta contingencia sanitaria se nos han dicho tantas animaladas contradictorias las unas con las otras que nadie que haya vertido su fe sobre la diosa Episteme puede estar seguro de lo que pasa, sus seguidores viven en la inseguridad y el terror. Se les ha dicho que estuvieran lejos de sus seres queridos, se los convenció de que eran armas mortales por el mero hecho de respirar, de que podían asesinar a sus padres por darles un abrazo, de que cantar o reír era peligroso, de que había que someterse al experimento para que todo se resolviera. Un día la inmunidad de rebaño sí, al día siguiente la inmunidad del rebaño no, un día tal vacuna sí, otro día la otra vacuna no.

 

Y siempre desoyendo a una porción de la comunidad científica. El creyente en la diosa Episteme elige qué creer y qué no, qué es Ciencia y qué es conspiranoia, quién es un científico que merezca el respeto y cuál es un ladri. Los que creemos en Dios la tenemos más fácil, pues no tenemos que depositar nuestra fe en ningún hombre, sino que creemos en el Bien, en lo superior a nosotros mismos.

 

En el fondo da pena, todo se reduce a la necesidad de creer y quien no conoce a Dios a cualquier santo le reza.

 

Pero el punto al que quería llegar era este: el miedo no conduce, solo nos incita a desconfiar de nuestros pares, y en este año y medio de reinado de la diosa Episteme se nos ha gobernado por el terror coercitivo, el terror a la muerte, que es el más primario pues atenta contra nuestro instinto de supervivencia. El miedo conduce al fundamentalismo y este, a la virulencia.

 

El apoyo de cierto sector al recrudecimiento de la violencia contra las libertades individuales que vemos en la actualidad, con el periodismo a la cabeza, es reflejo de esa venta de terror al por mayor. En nombre de la Ciencia se nos dice que está bien obligar a la población civil a someterse a experimentos farmacológicos, en nombre de la Ciencia se nos dice que todos los días surge una nueva “cepa” y una “variante” nueva y que por lo tanto es legítimo tomar medidas de excepción. Se arenga el apartheid de no sometidos y este se acepta y se estimula, un poco por el terror de que el otro nos enferme, un poco por el resentimiento de sabernos obedeciendo a unas instrucciones que nuestra genética y nuestro espíritu nos dicen que no están bien cuando hay quienes tienen la fortaleza de rebelarse y nosotros no tenemos el valor.

 

En nombre de la diosa Episteme nos están haciendo parte de un cambio de paradigma, de la instauración de una doxacracia, paradójicamente, de una dictadura de la opinión, en la que basta ponerse una bata blanca y un estetoscopio al cuello para decir las barrabasadas habidas y por haber y que nos escuchen y nos sigan. En nombre de la Ciencia se promueve el discurso único y se suprime la duda que dio inicio a la era moderna cuando a un tal René Descartes se le dio por dudar de todo, hasta que descubrió que de Dios no se podía dudar.

 

El hombre necesita creer, en lo particular prefiero creer en la eternidad y no en la buena voluntad de un puñado de hombres que tienen a su alcance todos los recursos para salvar a la humanidad de sus males más acuciantes y jamás lo han hecho, sino que más bien por lo contrario han exacerbado las diferencias.

 

Soy indulgente con quienes no conocen a Dios, pero me veo en la obligación de hacer lo mínimo a mi alcance por evangelizar, por desparramar la doctrina justicialista de la paz y el amor para que cada quien se sienta menos solo y recuerde en todo momento que para cuidar la salud del cuerpo es necesario e ineludible cuidar del espíritu y de la mente. Y para ello está Dios, que siempre recibe a sus hijos cuando regresan a Él.

 

Una vez que dejás entrar en tu corazón a Dios, el justicialismo, la doctrina del amor y de la paz fluyen dentro de vos naturalmente y nunca más te sentís solo.

 

 

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