El día que la cancha se quedó huérfana











Era enero. Mi madre había ido temprano al hospital y se trajo entera la cena que a papá le habían servido: puré de calabaza y una pata-muslo de pollo asada a la plancha. Los había dejado sin tocar porque no se sentía bien de ánimo. 
Era sábado y los sábados eran lo peor allí en la guardia donde aún lo tenían internado. Desde temprano empezaban a desfilar los borrachos, drogados perdidos y cagados a piñas en las previas o en los boliches mismos de la calle Tribulato. El bullicio era insoportable y papá no podía dormir en toda la noche, permanecía en un estado de ansiedad constante que no podía controlar.
Esa noche vimos Mejor imposible, la película en la que Jack Nicholson interpreta a un escritor con trastorno obsesivo-compulsivo que aprende a hacer amistades desde el momento en el que un perrito llega a su vida casi por accidente. Siempre me gustó esa película, no solo porque me siento plenamente identificada con el protagonista sino porque hay una frase pronunciada por Nicholson que me desarma, pues es una confesión de amor tan cabal que me conmueve en lo más profundo del corazón. 
En medio de una cena casi nada romántica, cuando Carol, la camarera de quien el escritor Melvin Udall se enamoró estaba a punto de irse hastiada, el hombre le confiesa: “You make me wanna be a better man”. Vos me hacés querer ser un mejor hombre. Esa es una de mis películas favoritas, pero desde aquel sábado de enero nunca más pude dejar de asociarla con ese suceso que me movió la estantería para siempre. 
Yo tenía dieciocho años. Era una estudiante universitaria que estaba comenzando su carrera en el profesorado superior en Historia, trabajaba y me iba bien, estaba empezando a salir al mundo y me sentía satisfecha con quien tenía perspectivas de llegar a ser. Pero desde ese día cambié.
Hay otra película que me destroza y que por mero masoquismo durante años tuve la costumbre de mirar cada 8 de diciembre. Imagine, el documental sobre el último tiempo en la vida de John Lennon. Como algunos de ustedes quizás sepan, Lennon fue asesinado en el día de la Inmaculada Concepción de María, en el año 1980. El documental lo muestra en vida y muestra el después, los testimonios de su esposa Yoko Ono y de sus hijos, Julian y Sean.
Y es precisamente esa parte la que me destroza más, tanto que ya no miro esa película. No la puedo soportar.
En un momento dado el hijo mayor, Julian, dice otra cosa con la que me identifico plenamente. Dice: “Lo que más lamento es que se haya tenido que ir justo cuando nos estábamos haciendo tan buenos amigos”. Me pasó lo mismo. Luego de años de guerra y de discordia, a mi padre no se le ocurrió mejor idea que irse a morir justo cuando nos estábamos haciendo buenos amigos. Nunca le dije que lo amaba y nunca le dije que todo lo que estaba haciendo y lo que sigo haciendo por ser una buena hija, estudiante, trabajadora, persona, todo era para él. Porque quería que él sintiera orgullo de mí y acaso que todos esos años de sacrificio indecible para darnos lo mínimo indispensable en el medio de la indigencia habían valido la pena. Que se lo agradezco para siempre y que lo amo para siempre. 
Todo eso nunca se lo pude decir y ese sábado de enero no lo tenía precisamente en mente.
Recuerdo que a medianoche, cuando terminó la película, me fui a bañar para irme a la cama. Mientras estaba en la ducha, sonó el celular. Teníamos dos celulares para toda la familia. Era del hospital.
Cuando salí mi hermano me contó las novedades: papá “se había descompensado” y habían pedido que se apersonara algún allegado para hablar directamente con los médicos. Mi madre y una de mis hermanas se encontraban en camino.
—Se murió —le dije secamente, sin expresión alguna. —No te llaman por una descompensación.
Mi hermano me miró con enojo y no dijo nada, se lo estaba negando a sí mismo, pero dos más dos siempre fueron cuatro, yo me di cuenta enseguida. Recuerdo que me tiré arriba del lavarropas a llorar hasta que no tuve más fuerzas. Mi hermano aguardaba parado en el patio del frente, esperando noticias. La más chiquita estuvo todo el tiempo en la cama y con la luz apagada, entre adormilada y llorosa. Era apenas una niña.
Y llegaron las noticias nomás. Dos más dos fueron cuatro. A partir de esa confirmación y por varios años entré en modo autómata, zombi, pues todo lo que conocía del mundo y la única certeza que por entonces tenía se demostró falsa.
Siempre había creído que papá sería eterno, que nos iba a enterrar a todos porque nunca había conocido a un tipo más fuerte que ese. Pero no, los tipos fuertes también se mueren, aun cuando el mundo que los conoce los siente inmortales. 
Uno de los recuerdos más vívidos con papá fue cuando el Diego se retiró. Recuerdo cómo mirando la tele se secaba subrepticiamente las lágrimas con el faldón de la camisa, porque nunca fue lo que se dice un gentilhombre. Recuerdo cómo me impresionó que ese hombrote llorara por la despedida de un jugador de fútbol. 
Yo no lo vi jugar a Diego en vivo y en directo, pero ese día me cambió la forma de considerarlo como figura, me di cuenta de lo que ese hombre petiso y gordito podía representar para otro hombre, alto y gordote, “fuerte como un tala, como un ñandubay”, para conmoverlo hasta las lágrimas. 
También a mi tío Néstor, de una gallinez insoportable, el Diego le representaba todo, y eso que Néstor no podía más de gallina. 
Fue la persona de Diego la que me atrajo, fue esa interminable lista de coincidencias que me hacían acordar tanto a mi papá las que me empezaron a enamorar. Él, como el Diego, no era perfecto pero yo no lo amaba por ser perfecto sino porque no lo era, porque además, ¿saben qué? Era un buen tipo y eso se dejaba traslucir.
Era un buen hombre que creció en la miseria y a quien le tocó hacerse cargo demasiado temprano en la vida de responsabilidades demasiado grandes. Que pecó y a veces feo, pero que a pesar de todo e incluso aunque todos sabíamos que no era monedita de oro, jamás dejó que en su esencia más íntima de hombre se corrompiera su espíritu. Era un buen tipo a pesar de todo y eso no es moco de pavo.
Y después está el fútbol.
El fútbol es mucho, pero para mí no lo es todo ni es lo más importante. Este dolor que siento por Diego, que fue mi papá desde que el mío se murió, es humano, no es futbolístico.
Una de las imágenes que más me han desgarrado del funeral del Diego es la de un señor a quien le envío un beso y un abrazo y le agradezco por haber expresado en ese momento el sentimiento de todo un pueblo: “Nosotros no teníamos para comer pero lo veíamos en la tele y éramos felices”, dijo este señor.
Y de eso de trata, de ese ser felices a pesar de todo, felices por el ser felices mismos, sin una razón.
Diego nos hizo felices como pueblo en un sentido mucho más valioso que cualquier felicidad material. Porque nos hizo ser felices a pesar de todo, como mi padre era bueno a pesar de todo. Ser capaz de hacer sentir al otro que la vida tiene sentido aunque sea en la distancia, aunque sea en la miseria, es un tesoro invaluable. Es como cuando en medio de un desierto de nieve brota una flor de entre las piedras, sin motivo aparente, solo por regalar a quien esté cerca un puntito de belleza en el medio de la nada.
Eso fue Diego en la vida de muchos: solo un puntito de belleza en medio de la fealdad de una vida que a unos les pesa más que a otros. Y por eso es imborrable de la memoria colectiva, sin importar lo que de él se diga y sin importar incluso si todo aquello se demuestra fehacientemente cierto.
Ese 25 de noviembre todas las canchas se quedaron huérfanas, porque ninguna será lo mismo. Ese día no solo murió el fútbol, murió la infancia de muchos de nosotros, las esperanzas de otros y el sentir nacional de todos, al menos en parte. Porque esto es así, uno no vuelve a ser jamás el mismo luego de un evento como este, tan caro y tan traumático al espíritu del pueblo.
Sí, seguimos mirando los partidos, ganamos la Copa América y lo disfrutamos, pero todos estamos pensando lo mismo, todos estamos sintiendo lo mismo. No nos podemos mentir cuando estamos todos destrozados y nos falta él, el padre de todas las canchas. Siempre estamos oteando a ver si no se aparece en el palco, a los gritos, gordo y gritón, bocasuelta: argentino. El más argentino de todos.
Estamos en modo autómata, siempre en piloto automático, y la vida sigue aunque al menos una vez al día nos acordamos de él, o una vez a la semana, o una vez al mes, pero siempre se nos llenan los ojos de lágrimas, aun cuando más de una vez reímos y lloramos al mismo tiempo, porque nos sigue maravillando esa filosofía de barrio, de barro y de sal, que siempre tuvo la palabra justa en el momento apropiado.
En este día, a un año del día en que la cancha se quedó huérfana, quiero recordar a Diego Armando Maradona, el cebollita que llegó, como muchos de nuestros padres, hermanos y abuelos jamás llegaron por más que hayan tratado con fuerzas. Ese negrito cabeza que nos hizo felices, un poco por lo irracional del fútbol y un poco por ese orgullo barrial de que uno de los nuestros llegase hasta la cúpula del mundo, fuese amado, endiosado y venerado nomás por ese don divino de una zurda celestial. En Argentina los cuentos de hadas quedan chicos al lado de la historia de Maradona.
Pero también quiero recordar a Ramón, mi papá, a Néstor, mi tío, a Damián, mi hermano, y a todos los Juanes, Raúles y Carlos que alguna vez lloraron de alegría gritando un gol, o acaso soñando con tener esas minas, ese lujo y todo el oro que tuvo Maradona.
Dijo Eva Perón: “Yo no me dejé arrancar el alma que traje de la calle, por eso no me deslumbró jamás la grandeza del poder y pude ver sus miserias. Por eso nunca me olvidé de las miserias de mi pueblo y pude ver sus grandezas”. Fue esa sensibilidad de ver el valor donde otros veían precio el motivo por el que hasta hoy su pueblo no la olvida pase lo que pase y por eso siempre será para nosotros Evita, aunque a ojos de otros fuese “esa mujer” o “la señora del presidente”.
Yo creo que lo más puro y lo más hermoso de Diego fue precisamente eso, que a pesar de todo y de todos, de los pecados, el tiempo y el Infierno terrenal, él nunca fue del todo Maradona. Siempre fue Diego, hasta el final. Siempre fue el Pelusa, el cabecita que jugaba de gusto, pero también por dar orgullo a la Vieja y pan a los hermanos.

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