Voy a contar una infidencia de mi intimidad, pero estamos entre amigos.
Hay momentos de debilidad en los que a toda pareja consolidada que ya llegó al punto de abandonar los anticonceptivos porque se conocen los cuerpos uno al otro como a un reloj le suele pasar que en medio del acto de amor a alguno se le ocurre plantear: “¿Y si terminamos adentro?”. Sí, en uno de esos días en que ambos, porque se conocen al dedillo, saben que de hacerlo las probabilidades de embarazo serían altas.
Mea culpa, no puedo negar que me ha pasado.
Pero estamos grandes, siempre ha prevalecido aun en esos momentos la razón y aquí estamos, a mis casi treinta y tres años de edad, alcanzando la madurez y sin retoños. Jamás he estado en esa circunstancia de esperar a fin de mes la manchita roja que no llega y preguntarme: pucha, ¿será que esta vez prendió? No, justamente porque mi organismo es un reloj muy preciso que siempre me trae novedades cada exactos treinta y dos días.
El caso es que suele pasar, a menudo uno pasa por esa encrucijada tan propia de la raza humana de pensar en la propia trascendencia y se sorprende a sí mismo en el deseo de tener hijos, ver en ellos reflejados los rasgos físicos y psicológicos de la persona amada y crecer junto a ellos, teniendo de yapa además un motivo mejor que cualquier otro para levantarse por las mañanas deseando ser mejores que el día anterior.
Y yo tampoco soy la excepción a ello, aunque siempre, reitero, hasta en los momentos de mayor irracionalidad fruto del placer que nos nubla un poco la cabeza, siempre he tomado la decisión de esperar. Aplazarlo o quizás resignarlo, no lo sé aunque tiendo a inclinarme por lo segundo.
Y siempre los motivos solían ser más o menos de la misma índole: no están dadas las condiciones materiales para poder hacer frente a una maternidad sin carencias, para que los hijos no padezcan necesidades. O no hay trabajo, o si lo hay no queremos perderlo, o no hay un ambiente habitable donde criar a un niño, o es que queremos criarlos nosotros y no dejarlos al cuidado de nadie, pero si hacemos eso no podemos trabajar para comer y si lo hacemos tenemos que trabajar el doble para hacer frente a los costos de dejar a nuestros hijos al cuidado de alguien más.
En lo particular además siempre me ha inquietado en lo más íntimo mi propia capacidad. ¿Y si no puedo ser una buena madre? ¿Y si en el afán de amar a mis hijos o protegerlos del mundo les termino ocasionando algún daño aunque no sea intencional?
Todo eso pasa por tu mente en un nanosegundo mientras te encontrás en ese momento de intimidad cercano al éxtasis del encuentro sexual, y finalmente decís no. Prefiero no, si he de elegir. Si Dios me envía un hijo lo recibiré entendiendo de ese acontecimiento la voluntad del Creador, y aceptándola con obediencia. Pero si puedo evitarlo, mejor, un poco por cuidar al pobre pibe de la que le va a tocar siendo hijo de alguien como yo.
Y qué puedo decir. De un tiempo a esta parte me está pasando que día por día cada vez me arrepiento menos de mi decisión, ya no por mí o por si tengo o no dónde albergar a un hijo, sino porque este mundo está cada día más hostil para habitarlo siendo un niño.
Veía anoche cómo no conformes con usar a las criaturas de tres años como carne de cañón en pruebas con vacunas experimentales ya están planeando hacer lo propio con los bebés a partir de los seis meses de edad. Veía hoy cómo se culpa a los niños por la trasmisión de una enfermedad que ya se demostró que no es una amenaza a la continuidad de la especie, todo porque no están inyectados con la vacuna experimental.
Los niños están creciendo en un clima de terror mediático y sanitario, crecen con la idea de que es natural que las personas los inciten a callarse la boca, guardar distancia y taparse el rostro. Han aprendido a escribir por telellamada, han aprendido a respirar a través de un trapo y a mantenerse en los patios ordenados como soldaditos.
Nuestros niños están creciendo en la era de la amenaza latente y ellos mismos son un poco esa amenaza cuando resulta que por su culpa otros enferman y mueren.
Nunca olvidaré el caso del adolescente de catorce años que fue convencido por su entorno de haber asesinado a su propia abuela, pues ella enfermó luego de que él se fuera a la canchita de barrio a jugar a la pelota con sus amigos. La abuela enfermó y murió y el chico no lo resistió y se suicidó. Ese es el mundo en el que no quiero que crezcan mis hijos.
No quiero tener que pelear con mis propios allegados en el afán de proteger a mis hijos de la posibilidad de que se los tome como conejillos de la India en esta normalidad experimental. No quiero que crezcan en un mundo en el que hay madres que desconfían muchísimo de las inyecciones experimentales pero aun así se las mandan a colocar a sus hijitos de tres años para que les permita a estos ingresar al jardín de infantes, y que de un momento para el otro los niños se desploman muertos en medio del patio.
No quiero eso, no quiero que mis hijos crezcan en la encrucijada de ser parias de por vida, tratados como ratas por sus pares por negarse a someterse al experimento sanitario o jugar a la ruleta rusa de inyectarse en el cuerpo sustancias cuya seguridad es tan baja que ni los gobiernos ni los laboratorios tienen las pelotas de hacerse cargo de hacerlas obligatorias de una buena vez para que quien se vea en la situación de una reacción adversa pueda hacerle un conveniente buraco legal al hijo de puta que mandó a inyectarse eso, sea el Estado, el laboratorio o la mar en coche.
El otro día alguien me cuestionaba acerca de mis resquemores en torno a las inyecciones experimentales. Me han dicho de todo menos linda, como es habitual, pero lo que más me llamó la atención fue que esa misma persona me dijo: “Yo me puse las dos dosis pero no se la puse a mi pibe”. Y yo pensaba: “Y si es tan segura, ¿por qué no vacunás a tu hijo?”. O sos un egoísta angurriento que pretende salvarse solo y el chico que se la arregle solito o vos también tenés resquemores que te negás a atender.
No creo lo primero, sinceramente. Lo que me duele es que nos neguemos así a oír nuestros instintos, contaminados de ese positivismo que no es racionalismo, es fe ciega en una “ciencia” que hace años le vendió el alma al Diablo y se vendió por dinero.
No quiero que mis hijos crezcan en un mundo donde la chapa y el título reemplazan a la razón y al pensamiento crítico.
En la patria que yo anhelo los niños serían los únicos privilegiados. En el mundo hacia donde vamos las únicas privilegiadas son las farmacéuticas, todas propiedad de la élite global que gobierna a todo y por sobre todos.
Y que Dios me perdone, en contra de mis deseos personales debo reafirmar que no quiero que mis hijos crezcan en el Mundo del Revés.
Tal cual Ro es el mundo del revés. Yo tengo dos hijos, los tuve de grande y fueron planificados y realmente miro con mucha preocupación el mundo que les toca por delante. Realmente parece que estamos viviendo una novela de ciencia ficción.
ResponderEliminarSoy mamá de dos varoncitos, el escenario de época y aquello que avisora me aterran.
ResponderEliminarCualquier cosa, pero que no me toquen los pibes ¡lo que lucho por ellos! Si hasta entre sueños me persigue la culpa cuando no les pude comprar la leche o la fruta...
¿Cómo se supone que rife la salud de lo más preciado que tengo como quien tira una moneda al aire?