Y el Papa lo hizo otra vez. Francisco es de esos personajes que tienen la capacidad de hacer enojar a todo el mundo.
Qué puedo decir. Me cae bien el Papa. Y hago la salvedad porque sé que parte de la comunidad católica lo ve con el ceño fruncido y muchos hay que lo ven como un agente del globalismo y hasta del satanismo.
Me declaro incompetente. Lo único que puedo decir es que me cae bien Bergoglio y mucho de lo que dice me suele resultar ameno y rescatable. Soy una persona de una fe extrema, rayana en el misticismo, pero debo confesar que no tengo la menor idea acerca de la liturgia, las escrituras ni los asuntos internos a la administración de la Iglesia. Así que si es o no es un buen papa y si es o no un infiltrado del satanismo, me resbala olímpicamente. No sé nada de eso.
Pero sí me encanta la capacidad que tiene para poner a rabiar a medio mundo.
En las últimas horas han abundado en las redes sociales empalagosas declaraciones de amor sobreactuado hacia los “perrhijos” y los “gathijos”, que es como los posmodernos gustan llamar a sus perros y sus gatos. Las palabras son la contracción, como se ve, de “perro” o “gato” e “hijo”, claramente en alusión al hecho de que el individuo posmoderno trata a los animales mejor de como trataría a sus propios hijos.
Francisco osó decir que negarse a ejercer la maternidad o la paternidad es un acto egoísta y que hoy en día hay cada vez más individuos que deciden no tener hijos pero en cambio tienen perros y gatos y los tratan como si fueran personas, mientras que no tienen conmiseración de muchas almas verdaderamente humanas. O bueno, quizás yo esté adornando un poco lo que dijo el Papa. El estilo indirecto tiene esto de permitirnos poner de nuestra parte a los dichos de un tercero.
El caso es que coincido plenamente con lo que planteó Bergoglio y me declaro impetuosamente culpable. No, no estoy orgullosa de mis culpas. Pero que me perdone Dios, he pecado. Sé, porque lo vivo, que las mascotas son el consuelo de los castrados. Lo sé como castrada consciente que soy.
En la actualidad existen tres niveles de la castración. En primer lugar está la castración cultural o mental que consiste en todo el aparato de propaganda globalista en favor de la no procreación, la ideología de género y la mar en coche. Experimentos sociales como la implementación de una política activa de refuerzo a la homosexualización de la sociedad vienen de la mano del intento por parte de la dictadura global de estimular la no reproducción de los seres humanos en un mundo que la élite quiere que tienda a su despoblamiento. Otros ejemplos de los mecanismos de castración mental son la guerra de los sexos que coloca al hombre (no en término genérico de espécimen humano sino en términos sexuales, como macho de la especie, varón) como símbolo de todos los males y como enemigo a derrotar por el llamado “feminismo”.
A cada rato estamos viendo propaganda emitida a través de cualesquiera canales de formación y adoctrinamiento en la ideología hegemónica del sistema (las plataformas de contenido multimedia y los mal llamados medios de información, que son medios de divulgación de la ideología dominante) miles y miles de mensajes que nos educan en las bondades de permanecer solitos y sin hijos. Hasta han llegado a decirnos cuántas horas de nuestra vida “perdemos” en eso tan engorroso de cuidar de los hijos. Esa, amigos míos, es la castración cultural que repercute en las mentes de los individuos conduciéndolos a la castración mental.
Pero eso no es todo. De un tiempo a esta parte nos han estado adoctrinando en la idea de que hay que curarse en salud. ¿Qué tal si aún habiendo resultado por ejemplo homosexual igual se te da por tener hijos? Cruz diablo. Mejor te explicamos que lo mejor que podés hacer es llevar adelante el sencillo procedimiento de la castración quirúrgica, bajo los nombretes de ligazón de trompas de Falopio o vasectomía. O el aborto, esa forma de castración de emergencia que implica la muerte de un inocente.
Pero siempre surgen las disidencias. Siempre hay díscolos, rebeldes que no se dejan convencer a través del aparato de propaganda. Y allí juega el tercer mecanismo de castración: la castración material.
Es un tema relativamente recurrente de mis reflexiones. A menudo me pongo a pensar acerca de la cuestión de la maternidad, y esto no es gratuito ni es casual. Claro que guarda relación con mi historia personal; soy una mujer de mediana edad que no tiene hijos y que durante muchos años de solo pensar en tenerlos se descomponía.
Sí, qué puedo hacer, si algo me caracteriza es que siempre soy ciento por ciento honesta porque sobre todo no me gusta mentirme a mí misma.
Crecí en el seno de una familia indigente. No en la villa, pero sí en una casilla que se caía a pedazos. Mi madre tuvo su primera hija siendo apenas una adolescente y tuvo en total seis hijos, todos plenamente conscientes de haber sido un error de cálculos. A mí me ha tocado oír por años cada 25 de febrero —el día de mi cumpleaños— cómo hasta los siete meses de gestación nadie supo que yo vendría al mundo, pues mi madre seguía tomando las pastillas anticonceptivas y estaba tan flaca y anémica que ni siquiera engordó. Creyó por meses que la amenorrea era fruto de su estado de salud y no de un embarazo. Dos meses después de la mala noticia y sin que nadie me deseara, nací.
Fui educada en la idea de que tener hijos era algo malo para la madre, porque le robaba tiempo para ella, le quitaba independencia y era costoso. Y la verdad que siendo una chica que a duras penas había logrado destacarse y estudiar, viniendo de donde provengo, lo creí. Tenía pánico de la idea de tener hijos, renegaba de ella.
Y en eso estaba cuando a los dieciséis años pasó algo que cambió mi vida. Mi gata Cuba tuvo seis gatitos, y entonces me convertí en madre.
Sí, fui madre. Porque solo Dios sabe todo lo que pasé con esa gata, mi primera “gathija”. Nació ciega, la ayudé a nacer porque se atascó en el canal de parto y desde el primer día me enamoré perdidamente. Era enferma de alergias y asmática y por once años me dediqué a ser sus ojos. Ella era la luz de mis ojos.
Fui madre porque gracias a ella aprendí el valor de la responsabilidad, el amor sin barreras y a pasarme la noche en vela si hiciera falta, como solo lo hacen las madres. Fui la madre de esa gata. Aún hoy sigo teniendo pesadillas sobre el día en que murió, cuando sus pulmones llenos de líquido apenas le daban aire y me dejaron a mí, porque yo era su madre, la opción de matarla o dejarla seguir sufriendo.
Eutanasia, le llaman. Lo cierto es que dije sí y aún hoy la culpa me persigue. No me arrepiento, pero sé que cometí una ofensa a Dios. Jugué a ser Él, di permiso para que la mataran clavándole una aguja en el corazón. Todavía sueño que la estoy viendo, oscilando bruscamente al comienzo al ritmo desesperado de su corazoncito que se aferraba a la vida, luego más lento, hasta que se detuvo para siempre. Esa imagen me la llevaré al Infierno conmigo, estoy segura.
Era la luz de mis ojos y Dios sabe que lo que sentía (siento) por ella es infinito. Solo Él sabe los sacrificios que hice, que dejé de ver a personas, dejé de lado mis estudios, dejé más de una vez de lado mi trabajo, invertí incalculables sumas de un dinero que jamás me sobró para salvarle la vida. Y también sabe que no me arrepiento y que lo volvería a hacer. Que me juzgue el Altísimo y me condene si amando tanto a ese animal lo ofendí. Yo no tengo la capacidad de arrepentirme de un solo segundo de haberle puesto a esa gata mi corazón y mi vida entre sus manecitas de algodón. No puedo, lo lamento.
Y sin embargo sé que eso no es lo natural. Sé que estuve por años atravesando una seria crisis depresiva y que por años mi única alegría, lo único que me empujaba a levantarme por las mañanas, lo único que me hacía sentir que mi vida tenía sentido y la única que me hacía pensar que había alguien en el mundo que me necesitaba y sobre todo, que me amaba, era esa gata. No es normal dejar la propia vida en manos de un animalito de Dios. El problema era yo y lo sé, lo sé y agradezco a Dios por haberme enviado ese angelito que más de una vez fue el único motivo por el que no me corté las venas.
Entonces cuando me dicen que los que se aferran tanto a las mascotas están medio malicos de la azotea solo me queda asentir. ¿Quién puede pensar que yo no lo estaba cuando a cada paso estaba pensando en tirarme debajo de un bondi?
Usé por años a estos gatos como consuelo a mi propia soledad y frustración, aún hoy lo hago y no me ofende que alguien me lo haga notar. Porque debo decir, a mis casi treinta y tres años soy un mar de frustraciones. No tengo dónde vivir, vivo en la casa de mi madre. No tengo manera de financiar la posibilidad de emanciparme teniendo un lugarcito mío, por modesto que sea. Sé lo que es el trabajo duro, sé lo que es el esfuerzo, desde adolescente he trabajado por un futuro que no llega mientras el espejo me arroja cada día la imagen de una mujer más entrada en años.
Tengo de qué estar orgullosa, siendo la primera universitaria (y la única) de seis hermanos. He estudiado dos carreras, he pasado de ser empacadora a costurera, de costurera a docente y luego, porque Dios es grande, me ofrecieron trabajar a tiempo completo de lo que amo, que es escribir. Soy en cierto modo una afortunada porque habiendo salido de donde salí llegué hasta donde llegué. Pero la única verdad es la realidad: soy una castrada material.
Porque no hay manera de que pueda, hoy que he madurado lo suficiente para sentirme preparada para cuidar de otro ser humano y formarlo en valores y amarlo para siempre, darme permiso para ser mamá cuando por primera vez en la vida me enamoré de un hombre cuyos hijos sería un privilegio criar. Porque el pobre tuvo que emigrar por las paupérrimas condiciones de vida en el país. Un profesional más que se va porque su patria no le permite el progreso, ni siquiera la subsistencia. Así que desde el vamos estoy castrada. Raro sería que un día de estos saliera embarazada mientras mi pareja hace dos años que no me pone un dedo encima.
Y mientras tanto, el tiempo pasa y mi reloj biológico avanza. Es tan precaria mi situación que ni siquiera puedo pegarme una visita para ir a verlo y echarme unos polvetes.
Y sí, ya sé, mi caso es extremo, pero tranquilamente se puede replicar con matices. ¿Cuántos jóvenes argentinos hay que no tienen aún independencia económica? Y cuando digo jóvenes digo de treinta, cuarenta y hasta cincuenta años, no nenes de pecho. ¿Cuántos hay que trabajan en negro o con discontinuidad, que no tienen casa propia o viven hacinados?
Sí, se puede, diría Macri. Mis padres pudieron criar a seis en un país devastado y en un hogar privado, como el del Diego, de gas, de luz y de techo, donde se llovía más dentro que fuera. De eso estoy hablando cuando hablo de la pobreza de mi niñez.
Se puede pero, ¿a qué costo? ¿Quién puede querer elegir traer niños al mundo para padecer todo tipo de carencias? Escapa a la lógica y a la razón, sencillamente porque quien ama no daña y uno no quiere ver a sus hijos sufrir. Si pasé noches en vela por mis gatos, ¿qué quedaría sufrir por un hijo de la propia sangre, por otro ser humano? Sí, es egoísmo. Es la decisión de ahorrarse a uno mismo el dolor de ver a sus hijos padeciendo en un país en el que uno se sabe a sí mismo incapaz de progresar. Un mecanismo de defensa ante la probabilidad altísima de los dolores futuros.
Y a ese proceso social le llamo yo castración material. Los adultos jóvenes de los países dependientes como el nuestro estamos en esta situación todos, hay que ser un privilegiado para no sentirse en algún punto identificado por este cuadro de situación.
El tema es que habría que ver por qué les duele tanto a algunos que se les ponga en frente un espejo en el que no quieren mirarse. Los castrados mentales tienen eso. Ellos creen que eligieron ser fóbicos a los niños y a la paternidad. Ellos creen que eligieron ser “libres” y locos, solos; no saben que están castrados. Y entonces les molesta encontrarse de frente con una realidad que por el mero ejercicio de la negación están tratando se esconderse a ellos mismos.
Porque si una servidora hago lo imposible por no mentirme a mí misma, el posmoderno es por regla general negador. Tiene terror de la disonancia cognitiva.
Y entonces se enoja con Francisco por estar diciendo aquello que algunos hemos descubierto y asumimos aunque no con orgullo. Ellos usan tanto como yo a sus perros y sus gatos para sublimar el deseo natural a todo ser vivo de proyectarse y trascender en la especie, en descendencia, pero eligen autoconvencerse de que eso no es así. Eligen creer que lo egoísta es traer hijos al mundo cuando no puede haber mayor acto de entrega y de amor, plenamente altruista.
Eligen creer que el mundo está superpoblado y que mantenerse solos vegetando es sinónimo de rebeldía, aunque bien sabido es que en este tiempo rebelde es el que a pesar de todos los mecanismos de adoctrinamiento en la soledad pone las bolas o los ovarios sobre la mesa y dice que sí a la entrega, dice que sí a tener hijos y pelear por ellos, amar a un hombre o a una mujer y quedarse hasta el fin de los días con esa persona, afianzando los vínculos de amor y la comunión. Eligen creer que el individualismo, la banalidad y el hedonismo son los medios para alcanzar la felicidad, pero en el fondo saben que todo ese sistema de creencias es un castillo de naipes y cuando viene un loco, se llame Francisco o se llame como se llame, a decir algo que no se corresponde con su construcción artificial, se enojan. Es su mecanismo de defensa. Cuando algo les penetra su caparazón sienten, y en este tiempo sentir algo genuino es una cosa indeseable.
Así que debo decir que el Papa tiene razón, habrá que ver qué hacemos ante esa realidad. ¿Nos enojamos o asumimos que es verdad, que negándonos a realizarnos como especie, asegurando una nueva generación de seres humanos estamos condenándonos a una extinción segura en el mediano o largo plazo?
Yo también tengo gatos. Aún hoy los tengo y los amo con toda la fuerza de mi corazón. Los amo con todo mi ser sin tratarlos como seres humanos, sino como lo que son, pero no puedo evitar amarlos tanto. De alguna manera debo sublimar este deseo de trascendencia que como castrada me consume. Asumirlo será tal vez el primer paso para resolver el problema.
Perdóname, Santo Padre, porque he pecado. En todo tienes la razón. Ojalá algún día en este país reine la justicia social y ya nadie tenga que contenerse los deseos de dar amor para no condenar a sus seres más amados al sufrimiento.
A veces se me da por creer que la fe es algo a lo que uno se aferra para tener cierta esperanza cuando las cosas van mal. Pero al leer esta historia de vida que contás parece que hubieras estado predestinada, como si lo que te ocurrió con tu gata te hubiera servido para poder explicar lo que sucede hoy en día a nivel social. Como si existiera efectivamente una fuerza superior que te va dando señales de lo que va a pasar y te marca el camino. Hay que confiar en Dios porque de esa manera las cosas llegan.
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