La comunidad desorganizada

 


Hace demasiado que no escribo en el blog. 


Decidí tomarme diez minutitos para hacerlo a pesar de que estoy bastante ocupada en mis tareas laborales (remuneradas, por el metálico danza el simio), pues me está dando vueltas esta idea que quiero ver si toma forma.


Como es habitual en un país que tiene por costumbre levantar noticias del otro hemisferio, se ha hecho bastante conocido el caso de un niño de doce años, norteamericano, que se suicidó a causa de la práctica que en la actualidad se ha tipificado como “bullying”, anglicismo para describir el acoso que sufren los niños en el entorno escolar por parte de sus propios compañeros de curso.


Un proceso que ha venido escalando, sin lugar a dudas, y que cada vez se cobra más víctimas alrededor del mundo.


Comentaba entonces que en la misma semana aunque a un océano de distancia me llegó la triste noticia de otro chico, un adolescente de dieciséis años que se arrojó al vacío desde el puente que cruza una avenida. Lo supe por alguien cercano, y también pude saber que las investigaciones policiales arrojaron como conclusión que este joven había sido víctima de acoso escolar por un tiempo indeterminado, el que se agravó cuando los compañeros del curso averiguaron (o acaso descubrieron) que el chico era homosexual y que estaba enamorado de uno de sus compañeros de grado.


Y el caso es que la pregunta que me suscitan estos dolorosos ejemplos es qué cosa podemos hacer como adultos. Cómo es posible que estas cosas sucedan ante nuestras narices sin que nos demos cuenta, qué estamos haciendo mal para que de repente a nuestros hijos se les ocurra “tomar de punto” a un pibe, hostigarlo e instigarlo a cometer suicidio.


Porque esto no nace de un repollo. Es cierto que aquí en Argentina la cosa en ese sentido no parecería estar tan podrida como en el otro hemisferio (recordemos aquella novela de la década de 1970, Carrie, de Stephen King, en la que una adolescente con poderes psíquicos cometía una monumental venganza contra su madre y sus compañeros de escuela por el abuso que sufría de parte de la primera y el acoso que sufría de parte de los segundos; esa clase de procesos nos parecían inverosímiles por aquella época, así como las escenas de Jimbo y Nelson metiendo a Bart Simpson en un tacho de basura o en un inodoro en la década de 1990).


Claro que allá está más caldeado el asunto pero, ¿saben qué? Acá va a llegar, si no ha llegado ya (piensen en la telenovela Patito Feo de hace una década, cómo se hostigaba en una escuela de ricos a las chicas por pobres y “feas”). Y poco estamos haciendo por evitar que escale. 


Es la verdad. ¿Cuántos de nosotros nos imaginamos que nuestros hijos puedan ser capaces de maltratar a sus compañeros hasta lastimarlos seriamente, sea en forma física o psicológica? Y eso es lo que me preocupa, porque resulta más que evidente que el diagnóstico que estamos dando no está siendo acertado. Todos creemos que nuestros hijos son incapaces porque todos creemos que hemos brindado a nuestros hijos la mejor educación y la mejor contención y sin embargo, sigue pasando.


Es evidentemente lineal la explicación que intuitivamente damos cuando alguien pregunta por qué está sucediendo lo que sucede. Todos te dicen: “el problema viene de la casa, son chicos mal educados, seguro son víctimas de la misma clase de malos tratos en el hogar, que luego replican en el aula”. Es más, los más arriesgados dicen: “Mi hijo jamás haría una cosa como esa porque yo lo eduqué para que no lo haga”. Y está bien, uno siempre cree que hace las cosas bien pero entonces, ¿por qué pasa lo que pasa?


Quiero decir, todos estamos seguros de estar haciendo las cosas bien, tiramos la pelota afuera y creemos que el problema es el otro, es el padre violento que enseña con el mal ejemplo o quizás el abandónico que no enseña, pero la cosa sigue pasando.


Si veintinueve chicos de un curso de treinta se la toman contra un único chivo expiatorio, ¿tengo que llegar a la conclusión de que veintinueve de cada treinta chicos son víctimas de padres violentos y/o abandónicos? No me cierra, no hay manera de que le encuentre la vuelta. Sigo sosteniendo que debe de haber algo más allá y la verdad que me está costando descular este tema, solo tengo preguntas y a menudo, desesperadas, porque esto es serio.


Manejo algunas hipótesis, pero no tengo manera de corroborarlas. De lo único de lo que estoy convencida es de que estamos haciendo las cosas mal como comunidad, que no estamos siendo capaces de salvaguardar la inocencia de nuestros hijos ni tampoco su salud mental. 


Puedo pensar que la digitalización de la vida y sobre todo de las relaciones sociales nos está haciendo mierda a todos pero más aún a los chicos que todavía no tienen pleno dominio de sus emociones. El recurso tan precoz a las redes sociales como medio de comunicación y de sociabilidad será una punta de ovillo de la que tirar, que como adultos deberemos cuestionarnos.


Pero también están esas cuestiones más profundas, más estructurales, como por ejemplo el hecho tan triste de que las familias no es que no quieran enseñar valores a sus hijos en vez de dejar que los eduque el celular. A menudo no pueden porque un salario solo no alcanza a una familia para vivir. No es tan difícil para nuestros hijos llevar una vida social paralela a la que vemos cuando la vorágine de la vida cotidiana nos obliga a trabajar siete días a la semana desde la mañana temprano hasta la noche. Y eso también es un hecho insoslayable. Como siempre, la cuestión social en todas sus formas se emparenta directamente con la injusticia social y la solución es la organización de la comunidad.


La guerra de los sexos, la violencia intrafamiliar, el acoso en todas sus formas y el abuso de cualquier tipo son la excepción en una comunidad organizada, no la regla. Nada de esto, que está llevándonos a la disolución total, llegará a su fin en una sociedad colonial, globalizada y esclava como la que estamos teniendo. Todo tiene que ver con todo porque el mundo es un pañuelo.


Y en esto también impacta que cada día nos empujen a erradicar por “cursi” aquella palabra que otrora sabíamos que era el motor del hombre: el amor.


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