Hoy es 23 de marzo y como siempre para esta fecha me toca empezar a leer obituarios y recordatorios. Hay quienes se olvidan de por qué conmemoramos el Día de la Memoria; otros rayan en la justificación del genocidio pero en lo personal todos los 24 de marzo me pegan fuerte, por razones que escapan a lo meramente político.
Y es que en casa era un tema frecuente el de los desaparecidos. Se hablaba aunque de manera fragmentaria, como si uno ya debiera saber, pasa que de hecho todos sabían porque lo habían vivido en carne propia; a medida que los más jóvenes íbamos llegando al clan no sabíamos porque nadie nos explicaba, y no nos nos explicaban porque a nuestros mayores les dolía tanto, lo tenían tan presente, que no se podían figurar la idea de que otro no sintiera todo lo que sentían ellos.
Es natural; a todos nos resulta difícil ver más allá de la anteojera de nuestro propio dolor.
El caso es que los sucesos que a uno le narran los noticieros o los libros de historia se viven de otro modo cuando la que se los da a conocer no son esos canales como a la mayoría, sino propiamente la historia familiar. Lo he contado muchas veces, provengo de una familia rota que debió reponerse a la desaparición seguida de muerte de dos de sus miembros, y esos sucesos traumáticos han marcado la historia de mi familia a fuego, torciendo el curso de nuestra historia. Por eso es que mis 24 de marzo no son como los de la mayoría, la dictadura me ha robado el derecho a conocer a parte de mi sangre y en ese sentido, el daño que me ha hecho es personal.
Mi abuelo se llamaba Sabino y tenía 56 años, la misma edad que tuvo mi papá cuando en pleno enero se pescó una gripe y no tuvo mejor idea que morirse. Ambos eran empleados de Presidencia de la Nación: mi abuelo de Casa Rosada y mi padre, de la residencia presidencial de Olivos.
Cuando mataron al abuelo mi papá tenía 26 años y estaba bastante en otra; se comprometió y se casó ese año, en 1977, con algunos de los miembros vivos de su familia ausentes, pues mucho no se sabía por entonces del paradero de mi abuelo y mi tía Asunción, pero la vida seguía.
Dicen que dicen que él murió por accidente, no pudo resistir el “ablande” al que lo sometieron los simpáticos muchachones que habían ido a preguntar por mi tía a la casa del padre, semanas o quizás meses luego de que esta hubiera abandonado el hogar paterno y pasado a la clandestinidad.
Dicen que dicen que ella pudo haber muerto en un “tiroteo” en la villa donde había ido a refugiarse junto con su novio y algunos compañeros, todos militantes de la agrupación Montoneros.
Se llamaba Asunción del Carmen y tenía veintidós años.
Veintidós años tenía, y le decían “La Negra”.
Y eso resulta irónico, pues hoy en día hay quienes me han llamado así y es un poco en honor a esa joven enfermera de General Pacheco que he nombrado así a este blog. La Negra Peronista soy yo pero también ha sido ella antes que yo y en este foro la homenajeo humildemente, pues su ejemplo me ha inspirado.
¿Ejemplo de qué?, se preguntará alguno. Y yo la veo como un ejemplo de compromiso con las propias ideas. Muchos de los que tiran mierda contra los desaparecidos metiéndolos a todos en la misma bolsa y suponiendo que todos eran idénticos en ideas y en ética a Verbitsky y Firmenich se olvidan de que la gran mayoría de esos que pusieron el cuerpo enfrentando a la dictadura dieron la vida por Perón.
No por el Che Guevara, ni por Mao, ni por Marx ni por John William Cooke, ni por Fidel ni por Firmenich sino por Perón. Por una patria con independencia económica, soberanía política y justicia social. Y por eso me inspira esa pibita, porque era una nena, que alguna vez se hizo llamar la Negra Meza como yo misma hoy, porque ella dio la vida por lo que creía que era justo, y hay muchos que pasan por el mundo sin poner el cuerpo a ese nivel ni una sola vez. Por eso los respeto, no por las internas entre los infiltrados gorizurdos y el peronismo a nivel de cúpulas, sino porque esos pibes de dieciséis, veinte y veintipocos dejaron la sangre en la tierra gritando “La vida por Perón”.
El golpe de Estado de 1976 fue un golpe de Estado perpetrado por las fuerzas armadas contra el gobierno peronista de Isabel Perón, pero el propósito del autodenominado “Proceso de Reorganización Nacional” no perseguía el único fin de terminar con el gobierno, sino lisa y llanamente de eliminar de la faz de la Tierra en el sentido más literal y violento al peronismo. Y por eso es también que el terrorismo sistemático se ensañó contra esa nueva generación de jóvenes peronistas que estaban ingresando a la política tal y como les fue enseñada en ese momento.
El interés por desperonizar de la antipatria, cuyo hecho más masivamente violento había sido el bombardeo a la Plaza de Mayo del 16 de junio de 1956, arrastraba desde hacía décadas y es fundamental comprender que ese interés no era gratuito, tenía como fundamento un modelo de país dentro del que un movimiento organizado fuerte y un pueblo consciente de sus derechos y prerrogativas, organizado en comunidad, resultaban incompatibles y más aun, una auténtica amenaza al orden que se deseaba instalar.
Los trabajadores, los representantes gremiales, los estudiantes, los profesionales, los religiosos, todos esos grupos se habían consolidado al calor de la patria peronista y es por ello que fueron blanco principal de la persecución. No por “zurdos” ni por “subversivos” sino por peronistas, pues en el sentido más literal y estricto de la palabra eran los genocidas los auténticos subversivos, habían tomado el poder para subvertir el orden social que el peronismo había organizado y consolidado.
Y por eso también es que los desaparecidos son del pueblo peronista, porque cada uno de ellos representó una célula dentro del organismo de la comunidad organizada.
Los peronistas vivimos con sentimientos encontrados la fecha; hay quienes se embanderan detrás de la vulgata montonera de la “derecha peronista” y de “estaba viejo y cometió muchos errores”; otros dan rienda suelta a su discurso de los “imberbes que gritan”, “se viene el zurdaje” y “estos reniegan de Isabel”.
Sugiero humildemente que nos dejemos de hacer caso de esa división que al fin y al cabo resulta artificial porque los peronistas no somos de derecha ni de izquierda y honremos a todos los que dieron la vida por una patria libre, justa y soberana. Sí, también a esos que creyeron en un “socialismo nacional”, porque ellos pusieron el cuerpo y eso es digno de respeto.
Yo cuando tenía veintidós años iba a la universidad, escuchaba a Los Beatles y me la pasaba pensando en el sexo y las amistades, no hubiera tenido coraje para abandonar a mi familia y emprenderme en una aventura que podía significar el fin de mi propia vida, para defender la idea de una patria justa que fuera posible. Y por eso quizás es que a mis treinta y tres sigo admirando a quienes pudieron hacerlo y no dudaron.
Ellos fueron quienes obligaron, de puro cabezudos, al enemigo a cambiar de estrategia. Porque fueron esos, los treinta mil, los que le hicieron ver a la antipatria que no bastaba con matarnos para destruirnos, porque después de muertos otros nos recordaban, otros recogían nuestras banderas y seguían adelante luchando aún con más fiereza. Porque cuando los hijos morían eran los padres los que luchaban y cuando morían los padres los sucedían los hijos.
El autodenominado Proceso de Reorganización Nacional fue el último intento por derrotar al peronismo por la fuerza; a partir de esa experiencia el enemigo se vería en la obligación de cambiar de estrategia y decidiría, finalmente, pasar a la actual etapa: la de la implosión del movimiento desde las propias entrañas.
La pregunta que nos queda por responder en este nuevo 24 de marzo es cómo haremos para atravesar airosos este desafío que nos enfrenta hoy una vez más a un intento por destruirnos. El final está abierto, pero quizás, solo quizás, este Día de la Memoria nos vuelva a insuflar un hálito de vida, para que sigamos recogiendo las banderas de libertad, soberanía y justicia social aunque más no sea por honrar la memoria de esos que antes que nosotros dieron la vida por Perón.
Comentarios
Publicar un comentario