Otro 2 de abril se acerca y otra vez empiezan a llover las lacrimógenas misivas acerca de las víctimas de Malvinas, esa guerra injusta e injustificada que llevó al muere a más de seiscientos niños inocentes a quienes la dictadura utilizó y abusó para distraer a la opinión pública ante los crecientes reclamos por las sistemáticas violaciones a los derechos humanos. Es agotador, realmente.
Están a la vanguardia de la desmalvinización esos librepensadores del progresismo que pretenden reducir a nuestros héroes a meras víctimas y cuyo discurso prende. Prende y se multiplica, pero no por ello vamos a dejar de señalar la trampa.
Y entonces es nuestra obligación, nuestro deber como patriotas volver a decir lo obvio y que todos los años decimos: las Islas Malvinas fueron, son y serán argentinas, pertenecen a nuestra plataforma continental y están siendo ocupadas de manera ilegal desde 1833 por una potencia enemiga que no posee ni poseyó jamás derecho alguno de permanecer en el archipiélago. Todo argentino bien nacido tiene el deber y la obligación moral de reivindicar a las islas como parte de nuestro territorio soberano y exigir en todo momento que el enemigo usurpador deponga su actitud y se retire. La guerra de Malvinas, aunque quizá improvisada e incluso inesperada, fue legítima. Y los seiscientos cincuenta argentinos que murieron allí no lo hicieron por víctimas, no lo hicieron por obligación ni por temor a la represalia de parte de las autoridades militares: lo hicieron por la patria.
La tradición liberal de “perdimos la guerra” por derecha y la vulgata progresista de la guerra ilegítima y los soldados-víctima por izquierda persiguen el mismo propósito: que los argentinos renunciemos al reclamo soberano por aquello que nos pertenece. Y sí, resulta agotador, todos los años es lo mismo, pero alguien lo tiene que hacer. Tenemos que seguir adelante en esta tarea de reivindicar Malvinas como una gesta patriótica y rendir honor a los soldados como lo que han sido: héroes que sabían bien hacia dónde iban y a qué.
Siempre me ha gustado esa foto de los combatientes, probablemente de la Fuerza Aérea, que dibujan arriba de un misil la leyenda “saludos al principito”. La verdad, no sé en qué contexto fue tomada la foto ni quién la sacó, pero me gusta fantasear que no es apócrifa, que son de veras soldados argentinos luchando en Malvinas y enviándole como regalo al príncipe Carlos de Inglaterra un hermoso misil para que vea de qué están hechos los hombres en Argentina. La verdad que en la foto no se los veía como niñatos cagados en las patas, la verdad, sino como unos auténticos bravucones con sed de justicia y con ganas de vengarse por las ofensas cometidas por el enemigo histórico.
Llámenme violenta, machirula y belicista, pero que Dios me perdone, a 40 años de la gesta de Malvinas sigo sintiendo orgullo por todos esos argentinos que se fueron a las islas siendo pibes y volvieron siendo hombres, con la satisfacción de haber puesto en juego el pellejo en defensa de los supremos valores de la patria. Seiscientos cincuenta de ellos no volvieron y por respeto y en honor a ellos jamás voy a victimizarlos o a minorizarlos. Fueron hombres, pelearon con valor y murieron como hombres.
Sí, mal equipados, cagados de frío, a menudo maltratados por sus propios superiores, ¿quién dice lo contrario? Pero esos argentinos de 18, 20 años que desembarcaron en Malvinas lo hicieron con el consenso de la sociedad argentina, ahora no nos hagamos los otros, y todo eso por la conocida e histórica legitimidad de un reclamo soberano que va a terminar el día que el último pirata haya abandonado suelo argentino de una soberana patada en su real ojete.
Me engrano, la verdad. Me pone de pésimo humor tanta estupidez, tanta falta de respeto.
Ahora resulta que los tipos cuya destreza ha sido remarcada incluso por el enemigo, los más intrépidos aviadores del mundo, aquellos que le hundieron siete buques a la poderosa flota naval británica, dejando unas cinco embarcaciones fuera de combate y otras doce con daños considerables, esos argentinos eran pobres niños asustados que morían cagados de miedo llamando a su mamita. Eran muchachitos abusados, maltratados y víctimas del terrorismo de Estado, no soldados valientes.
Y entonces tenemos que escribir discursos condenatorios de la guerra a la vez que de la dictadura, como si todo fuese una cosa, como si, reitero, el pueblo no hubiera apoyado esa guerra y no por haber sido propiciada por un gobierno de facto, militar e ilegal, sino porque el reclamo en Malvinas es legítimo, lo era entonces y lo seguirá siendo mientras dure la ocupación.
Ha sido el pueblo argentino, no el gobierno de Galtieri, el que defendió a las islas en 1982. Porque fue el pueblo argentino el que se volcó a las calles en apoyo a la recuperación, porque fueron los hijos del pueblo argentino llano, nuestros hermanos, padres, hijos y vecinos los que fueron a dar la vida por la patria. Y no pelearon como nenes asustados, no se quedaron acovachados en la trinchera, pusieron las pelotas en juego para dejar en lo más alto el nombre de los soldados argentinos. No importa lo que digan los Verbitsky del mundo y sus cachorros con su galletita blanda antimilico, no importan los cuentos pacifistas del progresismo bobo y cobarde, cipayo, que se rasga las vestiduras victimizando a nuestros héroes: si fuera necesario el pueblo volvería a poner el cuerpo para recuperar lo que por derecho es nuestro.
Quieren que el pueblo renuncie a lo que le pertenece pero no lo vamos a hacer. Está bien, nos ganaron la guerra, nos obligaron a desguazar nuestra flota naval, nos roban nuestro petróleo y nuestros recursos ictícolas. Pero no van a triunfar en sus intentos por doblegar la voluntad de este pueblo que vio nacer a San Martín, a Rosas y a Perón.
Quieren desmalvinizarnos porque esto significa desmilitarizarnos y ¿qué potencia de la OTAN no querría tener a un bomboncito como la Argentina sometido por voluntad propia sin necesidad de tirar un solo tiro? Ese es el fin último de la desmalvinización, su consecuencia lógica: la vulnerabilidad de las fronteras en el país más austral del mundo, bicontinental y bioceánico; el octavo país del mundo, escasamente poblado y con recursos incalculables en importancia. No por casualidad hemos estado en la mira del pirata desde por lo menos los inicios del siglo XIX.
Mientras por derecha el liberalismo ya da por perdidas las islas y promueve abiertamente la ocupación, por izquierda los intelectuales orgánicos del progresimo pretenden que renunciemos al honor de defender a nuestros héroes, que practiquemos el antimiliquismo y que nos quedemos inermes mientras nos invaden.
Pero el pueblo no se rinde y seguirá siempre levantando las banderas de la soberanía y la libertad. Si prendió aquello de “si quieren venir que vengan, les presentaremos batalla” ha sido porque borracho y decadente, el hombre no era un pelotudo y sabía bien que, como dijo San Martín, los argentinos no somos empanadas que se comen sin más esfuerzo que el de abrir la boca. Los argentinos tenemos las pelotas bien puestas, ni en las invasiones de 1806/1807, ni en 1845 en la vuelta de Obligado ni en 1982 en Malvinas, jamás nos ha inspirado respeto el pirata, sino que siempre nos infundió el mismo asco, repulsión, odio y el sentimiento patriótico de demostrarle la madera de la que estamos hechos.
A cuarenta años de Malvinas, el fervor en la sangre es el mismo, el clamor soberano es el mismo y los veteranos y caídos en la guerra fueron, son y serán nuestros héroes. Gloria y honor para ellos.
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