La minorización de las minorías

 



Una frase que me impactó mucho en la adolescencia ha sido una con la que Immanuel Kant abrió su texto “Respuesta a la pregunta: ¿Qué es la ilustración?”. Desde que la leí hasta el día de hoy siempre me ha gustado utilizarla tanto para un barrido como para un fregado. 


Como buen iluminista, Kant nos dice que “Ilustración es la salida del hombre de su minoría de edad, de la cual él es el culpable. Minoría de edad es la incapacidad de servirse de su entendimiento sin la dirección de otro. Uno es el culpable de esta minoría de edad cuando la causa de ella no reside en la carencia de entendimiento, sino de decisión y valor para servirse de él sin la dirección de otro”.


Impresionante, ¿no? Desde siempre me ha quedado grabada en la mente esa definición de la minoría de edad. No solo los niños son menores de edad, nos dice Kant, también los adultos podemos colocarnos a nosotros mismos en el lugar de menores de edad en aquellas ocasiones en las que nos comportamos como criaturas por mera comodidad. No hablamos sino que somos hablados, no pensamos sino que somos pensados y recibimos pasivamente lo que otros han decidido arbitrariamente que es conocimiento válido sin cuestionar o someter a prueba lo que se nos instala como verdadero.


Pero extrapolando apenas lo planteado por Kant, podríamos afirmar sin temor a equivocarnos que ese proceso de ser minoría sin ser menores también se aplica a otras situaciones. Y ese es un poco el rol que ocupan en la actualidad todas las autopercibidas minorías al interior de las sociedades progresistas: ellas se comportan como minorías para gozar de los privilegios de la minoridad.


Tal es el caso de las reivindicaciones de “las mujeres y las diversidades” que, siendo a nivel de la demografía la mayoría en un sentido estadístico (porque hay más mujeres que varones) se comportan como minoría y se victimizan en consecuencia. ¿Minoría en qué sentido, si no lo es en términos estadísticos? Bueno, pues, minoría de edad. 


Las mujeres está de moda que reneguemos de las organizaciones patriarcales pero al mismo tiempo se nos coloca constantemente en el lugar de víctimas de la sociedad y en ese sentido se nos minoriza. Sí, se nos trata como niñas, como menores de edad, tal y como Immanuel Kant describe en relación con toda la especie cuando se negaba a dejar de lado la estructura de generación del conocimiento propia de la edad media, basada sobre todo en la autoridad eclesial y las Sagradas Escrituras. 


Kant nos instigó a salirnos de la minoría de edad para pensar y conocer por nosotros mismos y apenas unos siglos después las mujeres nos volvimos a colocar a nosotras mismas en el lugar de menores de edad comportándonos como niñas incapaces de obtener su propia autonomía y sostenerla. 


Lo mismo sucede con las minorías por orientación sexual o identidad de género: se comportan como niños y terminan, al fin de cuentas, incurriendo en el comportamiento propio de los niños indefensos. Hoy, sin ir muy lejos, hubo una ola de “polémicas” (eufemismo para factoide) y repudios contra la diputada por la provincia de Santa Fe Amalia Granata por afirmar que las personas trans no deberían tener la necesidad de exigir que el Estado les cubra sus tratamientos de reasignación de sexo, porque el hecho de ser personas trans no las convierte en inválidas o enfermas y, según la diputada, deberían estar en condiciones de pagarse sus propios tratamientos de hormonas. 


La verdad que no sé si el Estado debería o no poner esa plata, en lo particular no me molesta, pero la verdad que hasta cierto punto no deja de tener un cierto grado de lógica lo que plantea Granata. Las personas trans no son enfermas ni tampoco son inválidas, eso es ciertamente así, por lo que pasar por el sistema de salud pública para obtener un tratamiento de hormonas o una cirugía “reparadora” de la genitalidad para que esta se concuerde con la autopercepción de la persona respecto de su propia corporalidad bien podría tomarse como una cuestión que no resultase prioritaria al interés general, tal que todos los contribuyentes tengan que aportar de su propio bolsillo para financiarla.  


Qué sé yo, son opiniones. El caso es que saltan entonces todos a defender a la comunidad trans cual si esta no pudiera defenderse sola, como si osar hablar acerca de esa minoría estadística significaría de plano un “crimen de odio” y en definitiva, como si fueran niños a los que hay que cuidar porque no se pueden cuidar solitos. 


Si en la Argentina de Perón los privilegiados eran los niños, en la Argentina del progresismo reinante las privilegiadas serán las minorías. Ellas son las menores de edad, no los niños. Puede haber seis de cada diez niños en la pobreza, pero la comunidad trans necesita que le otorguen un cupo laboral en el Estado para poder acceder al mercado del trabajo. Y no digo que eso esté mal en sí mismo, lo que digo es que me llama poderosamente la atención ese proceso de minorización (de edad) de las minorías (estadísticas). 


Estamos en un momento raro en el que si soy mujer y alguien me contradice es porque es machista, si siendo negro me contradicen es que son racistas, si siendo judío me contradicen es que son antisemitas y etcétera etcétera. Está prohibida la disidencia o el desacuerdo con cualquier persona que pertenezca a alguna “minoría”, entendida como hemos visto no en el sentido estadístico sino más bien como sinónimo de la actitud mental de comportarse como niños que necesitan de la tutela de la sociedad en general y del Estado en particular.


Esto se ve con clara facilidad en el colectivo feminista. Ese colectivo que habla acerca de la necesidad de reivindicar a la mujer en equis, be y zeta cuestiones es el mismo que se victimiza siempre que tiene la menor oportunidad, comportándose como si el hecho de ser mujer implicase una debilidad innata. Entonces se ha puesto de moda acusar de machista a cualquiera que cometa la osadía de contrariar a una mujer, de la misma manera que cuando somos niños los adultos hacen lo posible para no contradecirnos por temor a que ello derive en una rabieta. Es que los niños no saben manejar la frustración y por eso tienden a exagerar cualquier reacción ante la contradicción. Los niños se victimizan por eso, porque son niños, pero los adultos somos responsables de nuestra propia adultez, tal como nos lo advertía Kant en 1784. “Uno es el culpable de esta minoría de edad cuando la causa de ella no reside en la carencia de entendimiento, sino de decisión y valor para servirse de él sin la dirección de otro”, nos dice el filósofo alemán y tiene razón.


El progresismo tiene esa hipocresía de gritar en un lado y poner los huevos en otro, al igual que el tero. Mientras se nos habla acerca de la necesidad de la “liberación de la mujer” pide que a la mujer se la coloque en un recinto termosellado, intocable, donde nadie la contradiga y siempre se le dé la razón como a los locos… O a los niños. Aboga por la autonomía de la mujer pero propone renta universal y que la mujer viva de la teta del Estado. Quiere jugar en la selección mayor pero enseña a la mujer a comportarse como una niña para que tenga miedo de madurar y salirse de la minoría de edad.


Y mientras tanto, por fuera de esa ideología los adultos, los que por obligación tenemos que ejercer nuestra mayoría de edad, padecemos.

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