Cuando yo era adolescente usar el celular en la escuela estaba prohibido.
Recuerdo que en el reglamento del colegio al que yo asistía decía claramente que usar el celular en clase estaba terminantemente prohibido, que en caso de descubrir al alumno usando un teléfono, este sería confiscado por las autoridades, y que el establecimiento no se hacía responsable por la rotura o el daño accidental o deliberado que el aparato pudiera sufrir.
Es que la cosa era así: si te agarraban con el celular en el colegio, la preceptora convenientemente te lo sacaba, lo envolvía por completo en metros y metros de cinta adhesiva y lo metía en un sobre sellado que solo les entregaba a tus padres in situ, en la oficina del director. Si el padre ponía el grito en el cielo por el hecho de que invariablemente los teléfonos quedaran inutilizados por el encintado (allá por los primeros dos mil los celulares tenían botoncitos y cuando les sacaban la cinta scotch estos volaban por los aires) el director convenientemente le mostraba al furioso progenitor ese inciso del reglamento: la escuela no se hacía cargo por el daño accidental o deliberado que el teléfono sufriera y vos como padre tenías que quedarte en el molde, porque habías firmado el mentado reglamento.
Por lo tanto, los padres de mis compañeros eran bastante cuidadosos con ese tema, no querían tener que comprar un celular cada tres meses, por lo que tomaban la precaución de apalabrar a sus hijos para que no llevaran el teléfono a clases. En mi caso particular, yo ni siquiera tenía celular, el primero que tuve fue a los 18 años, cuando empecé la universidad. Era ese Nokia con la pantallita verde, ¿se acuerdan? Un caño, lo tuve por años. Me lo regaló mi hermana, quien se lo había encontrado tirado no me acuerdo dónde y jamás nadie se lo reclamó.
Pero el tema es que cuando yo iba a la escuela te gustase o no tenías la obligación de escuchar al profesor mientras dictaba clases. Por otra parte, debido a la ausencia de todo medio electrónico de reproducción de la información no te quedaba más remedio que tomar apuntes, porque de otra manera no podías saber de qué se había hablado.
Además, mis profesores tenían la mala costumbre de no usar el pizarrón, salvo el de matemática, Bonucci, que lo llenaba de ejercicios enumerados en números romanos que siempre escribía en letras minúsculas. I, ii, iii, iv, v, vi… Hasta el infinito.
Los otros profesores (Rosano, el de lengua; Ávalos, el de historia; Castiñeira, el de filosofía), apenas escribían un título. Si no tomabas apuntes estabas sonado. Bueno, si te interesaba aprobar tenías sí o sí que prestar atención a la clase y aprender a tomar apuntes, porque en la escuela a la que yo asistía no tenían por costumbre trabajar con manuales de textos, si no estabas en clase te jorobabas porque la fuente para los exámenes era siempre el profesor, no había reemplazo. O bueno, el de historia sí nos hacía trabajar con una serie de fuentes de su selección, pero en los exámenes no te preguntaba lo que tal o cual autor decía, sino que siempre se las ingeniaba para hacerte relacionar autores, cuestiones o unidades pasadas, más lo que él te había estado contando el clase.
Cuando llegué a la universidad entré entonces sabiendo hacer dos cosas: 1) tomar apuntes, hacer resúmenes y aplicar técnicas de estudio en general; y 2) investigar fuentes, bibliografía y hacer un uso racional de los medios electrónicos, limitado a la estricta necesidad.
Claro, cuando yo iba a la escuela si necesitabas hacer algún trabajo de investigación tenías la obligación de ir a la biblioteca o de mínima consultar alguna enciclopedia física que alguno tuviera en la casa, o bien la Encarta que ya era bastante restringida a una minoría pues muy pocos del curso tenían computadora y yo no era una de ellos.
Por eso los profesores pedían los trabajos manuscritos, lo que significaba de mínima que tuvieras que tomarte el trabajo de aprender a escribir con una letra legible lo que fuera que hubieras investigado. Si “copiabas y pegabas” se notaba, porque no había muchas fuentes de donde sacar la información, sumado a que la copia en cuestión era una transcripción manual. Por lo tanto te veías en la obligación de modificar los textos de manera de disfrazar el hecho de estarte copiando de alguna otra parte.
Y en este momento escribo estas cosas y me río sola, porque todo eso me parece tan elemental que no encuentro sentido a lo que veo hoy. Pero alguien lo tiene que decir: la tecnología les ha facilitado a las nuevas generaciones tanto todo que hasta les ha hecho olvidarse de pensar.
¿Duro, no? Pero es enteramente así, miren a los jovencitos a su alrededor y van a ver lo que estoy refiriendo acá.
Pongo otro par de ejemplos.
Cuando yo iba a los últimos días de esa primaria larga que me tocó llamada “polimodal” que uno cursaba hasta los catorce o quince años no tenía permitido usar una calculadora. Era así la cosa, si te veían usando una calculadora en clase te la sacaban, lo que implicaba que si vos querías aprobar matemáticas tenías que aprender la suma, resta, multiplicación, división, potenciación y radicación de todo el conjunto de los números reales, más alguna que otra función lineal y geometría básica.
Recién en la secundaria corta, entre los quince o dieciséis y los diecisiete o dieciocho te permitían usar la calculadora, esta vez científica, para que pudieras operar más rápido con nociones que ya debías haber aprendido para llegar hasta ahí. Entonces vos más o menos sabías que para sumar dos fracciones tenías antes que sacar un denominador común, dividirlo por todos los denominadores y multiplicar por los numeradores para finalmente sumar estos entre ellos. Era elemental.
Y ahora estamos así.
Pregúntenle a cualquier adulto menor de treinta años que tengan a la mano cómo se suman dos fracciones y vean lo primero que hace: instintivamente va a tomar su celular, para descubrir con pavor que la calculadora que el mismo trae no sirve para sumar fracciones o que en el mejor de los casos, si es científica sí será capaz de eso pero como resultado arrojará un número decimal, no una fracción.
Y así es con todo.
Desde el dato más elemental que día a día nos surge como duda hasta las operaciones mentales complejas que requieren de nosotros años de entrenamiento y razonamiento, como el aprendizaje de un lenguaje en específico o el pensamiento abstracto, la motricidad fina o cualesquiera otras destrezas relacionadas de manera directa o indirecta con el uso de las tecnologías… Todo lo hemos delegado en la máquina. El resultado es catastrófico, nos guste o no: estamos tendiendo a ser un ejército de idiotas útiles, analfabetos funcionales.
Porque vean: la máquina nos ha facilitado tanto la vida que estamos prescindiendo aquello que nos convierte en seres humanos, para robotizarnos. Desde saber sumar fracciones o entender de qué modo la potenciación se desprende de la multiplicación y esta a la vez deriva de la suma, todo es conocimiento que estamos dejando de lado y que tenía un interés para nosotros: nos estaba enseñando a pensar en abstracto o a resolver problemas. El conocimiento nos sirve porque es gimnasia para nuestro cerebro, no porque en sí resulte relevante a la vida cotidiana saber que sumar cuatro veces dos equivale a multiplicar dos cuatro veces o bien elevar a dos al cubo. Sí, es ocho, ¿y qué? Lo importante no es el número exacto que sí nos puede arrojar la calculadora, lo importante es la gimnasia.
Hace unos días leía en la red social del pajarito un hilo escrito por una médica muy frustrada porque en medio de un congreso ninguno de sus colegas recién recibidos era capaz de prestar atención a la exposición, mientras que cuando se les daba tiempo de opinar no lo hacían, cuando se les preguntaba no respondían y en el caso de que lo hicieran sacaban las respuestas de Google, celular en mano, o bien decían que “no se acordaban”.
Se trataba, lee Ud. bien, mi amigo y lector, de personas que tienen hoy en día en sus manos la tarea de sanar a otras, de diagnosticar enfermedades, investigar curas y salvar vidas. Y todas ellas (excepto dos de una clase de setenta, aclaraba esta mujer) debían usar el celular para reconocer entre miles de posibles diagnósticos ante la aparición de determinados síntomas. Eso es, si se ve con ojo clínico, un síntoma de: 1) dificultad para comprender texto y 2) ausencia de pensamiento abstracto. Por no hablar de la falta de ubicación y de respeto que significa estar en una clase para no prestar atención a quien la dicta, que habla también de la incapacidad que estamos desarrollando para mantener la atención fija en un asunto o bien para comprender conceptos que no nos sean dados a través de estímulos visuales o auditivos.
Semanas atrás una persona allegada a mí, muy cercana, que es profesora de educación artística me decía también frustrada que sus alumnos no sabían usar una regla o cortar de manera prolija con una tijera. No saben pintar por dentro de la línea una figura sin relleno y en algunos casos no reconocen un cuadrado dibujado en el aire. No miento ni exagero: los chicos de secundaria no saben usar el lápiz o la regla, tienen la motricidad fina normal a un niño de cinco años porque no ejercitan la escritura ni las artes manuales; en cambio, tienden a desarrollar una tendinitis prematura en los pulgares porque esta es la única parte de las manos que ejercitan, y en exceso.
Y cuando veo estas cosas recuerdo mis tiempos de estudiante y también mis épocas de docente. Miro hacia atrás y a pesar de todas las carencias a las que la vida me sometió debo decir que he tenido mucha suerte porque llegué a la madurez cerebral habiéndome visto, por hache o por be, en la obligación de hacer pleno uso de mis capacidades.
De un tiempo a esta parte vivo planteándome a mí misma la posibilidad o no de tener un hijo y cuando veo hacia dónde viene yendo el mundo me asusto. No quiero que mi hijo sea un tarado de quien todos se burlen porque su mamá no lo deja tener un celular o le supervisa las horas de redes sociales, investigación por internet, juegos en red o similares. No quiero criar un hijo que crezca en la soledad de la obsolescencia pero tampoco quiero un hijo que crezca en la idiotez útil.
Cada vez que veo cómo el recurso a la tecnología afecta negativamente a las nuevas generaciones siento miedo, porque sé que estas están demasiado interiorizadas en nuestra vida, ya no podemos prescindir de ellas.
A menudo leo yo, que estoy todo el día en las redes sociales, cómo chicos y chicas más jóvenes que yo (que tampoco soy un dinosaurio) dicen que son incapaces de concentrarse porque la internet los absorbe (“Debería estar estudiando pero me dio paja”, lo leo tres o cuatro veces por día). Veo cómo las nuevas generaciones no leen, no escriben y si lo hacen lo hacen mal y son incapaces a menudo de interpretar un texto sencillo y me quiero matar. ¿A este mundo así como está tengo que traer a un hijo? Es horrible.
Los chicos de dos, tres, cinco años tienen su propia tableta y se quedan hasta la madrugada mirando Peppa Pig, duermen mal, no leen libros, no juegan en el patio ni andan en bicicleta, van a los cumpleaños a sacarse selfies y mirar Instagram en vez de a saltar en el pelotero. No estoy inventando, eh. Lo veo.
Y en ese contexto nos toca criar hijos a quienes el asunto nos interesa de verdad. Queremos tener hijos que no desarrollen trastornos de atención o del sueño, que sean capaces de desarrollar plenamente su pensamiento abstracto y que no sean idiotas funcionales, pero la cosa está cada vez más que arde.
Cuestiones como el ‘bullying’, que vienen en ascenso, se relacionan con esta problemática. ¿Desde cuándo “ser inteligente” es un disvalor y ser un idiota es lo que está de moda? Yo no quiero eso para mis hijos, pero estos van a tener que crecer en un mundo en el que hay que elegir entre ser unos idiotas útiles del montón o ser discriminados por sus pares.
Y sí, ya sé, todo esto suena muy apocalíptico, pero vean a su alrededor. Vean y díganme si lo que les estoy pintando como panorama no es cierto.
Yo lo vi cuando cursé mi segunda carrera en la universidad. Que mientras el profesor dictaba clases mis compañeros recién egresados del secundario ni tomaban apuntes y se la pasaban cuatro horas mirando Instagram. Después preguntaban en voz alta lo que el profesor había estado las cuatro horas en cuestión explicando. No tenían comprensión lectora, tenían faltas de ortografía y no eran capaces de redactar texto coherente y cohesivo. No habían leído jamás a ninguno de los autores o no los conocían ni de nombre. ¡No sabían escribir y se habían anotado para formarse como profesores superiores universitarios en Lengua y Literatura!
Y yo teniendo apenas unos diez años más que ellos me quedaba azorada, tan azorada como estoy hoy. No porque me crea superior, sino porque me sé afortunada. He tenido demasiada suerte en poder formarme de la manera en que lo hice, a pesar de todas las limitaciones a las que he sido sometida por las carencias.
Ojalá empecemos a hacer más por supervisar el uso que las nuevas generaciones están haciendo de la tecnología. Está todo demasiado evidentemente programado para que seamos idiotas, maleables y fácilmente conformistas. Resulta funcional al sistema que nos sometamos “libremente” al statu quo y para ello es imprescindible que no nos sepamos comunicar, que no tengamos la capacidad de razonar ni de cuestionar ni de deducir las fuentes de los problemas a los que nos estamos enfrentando.
El soma del que nos habló Aldous Huxley está aquí y ahora: nos entra por los ojos a través de las pantallas de los celulares, de las plataformas de streaming y de las aplicaciones de sexo virtual. Si Ray Bradbury imaginó un mundo en el que la ignorancia estaría asociada a la quema de los libros, el presente resulta aún más aterrador: la totalidad de la producción del conocimiento humano a lo largo de los siglos cabe en la palma de nuestra mano pero no somos capaces de acceder a ella porque no tenemos las herramientas que se requieren para poder procesarla: no leemos, no interpretamos, no hacemos uso de nuestra memoria ni somos capaces de relacionar ideas unas con otras. No pensamos, dicho en criollo. Nos limitamos a vegetar consumiendo de manera pasiva todos los nuevos productos de la cultura basura que sepultó en el olvido la tradición cultural de nuestra especie.
Progresivamente las nuevas generaciones tendrán mayor acceso al conocimiento y a la vez menor interés por conocer. Por primera vez en la historia los hijos serán más estúpidos que los padres y no por carencia sino por sobreabundancia. Y los libros perecerán la muerte natural, enmohecidos en los anaqueles de la Biblioteca de Babel.
Ese es el mundo apocalíptico al que nos estamos enfrentando de a poco. Un mundo feliz con un condimento de Farenheit 451 y bastante de 1984, todo revuelto y servido entre dos panes de McDonald’s. El futuro llegó hace rato. Todo un palo, ya lo ves.
Comentarios
Publicar un comentario