Según la tradición mitológica griega, Tiresias era considerado como el más sabio y poderoso de los adivinos. Y eso no es casual, pues Tiresias era un personaje muy particular y plagado de contradicciones que lo enriquecían mucho más que a muchos de los dioses y héroes más célebres de la mitología.
En primer lugar, era adivino pero era ciego y eso mismo conllevaba una contradicción en sí propia, pues para los griegos ver el presente y ver el futuro eran la misma cosa. Ver el más allá y ser incapaces de ver el más acá era una cosa que no tenía sentido. De hecho, el don de la adivinación era otorgado en la mayor parte de los casos por Apolo, el sol, quien además de ser el más hermoso de los dioses reinaba sobre todo lo visible, pues es sabido que allí donde Apolo no se asoma no se puede ver, sin luz reinan las tinieblas. Pero ahí está la relación más íntima entre el ver y el adivinar: Apolo no reinaba solo sobre lo que pueden ver los ojos en el plano de lo físico, sino que también dirigía la visión del alma, aquella que permite ver el futuro, el pasado o la infinidad de presentes posibles.
Pero Tiresias era ciego, y ese rasgo lo convertía en un personaje ambiguo como ningún otro. Aunque lo realmente interesante es el motivo por el que era ciego, que también está emparentado con su don de la adivinación.
Parece que hasta la madura juventud Tiresias era un tipo cualquiera, un pastor que un buen día tuvo la mala suerte de ver a dos serpientes copulando por lo que su sexo cambió y se convirtió en mujer. Porque como todos ustedes saben, toda vez que uno ve a dos serpientes copulando automáticamente muta en el sexo opuesto. Pero ahí no termina la gracia de Tiresias, pues siendo una señora tuvo por segunda vez en el transcurso de su vida la mala suerte de ver a dos serpientes practicando la cópula, por lo que volvió a su forma masculina original.
Esto le valió la admiración de los dioses quienes lo tomaron en cuenta cuando tuvo lugar una determinada discusión palaciega, o acaso conyugal.
Parece que los príncipes del Olimpo, Zeus y su esposa Hera, estaban un día discutiendo acerca del placer sexual. Se preguntaban quién gozaba más del acto de amor, si la mujer o el varón. La diosa, porfiada y por lo visto bastante mal atendida, sostenía que el placer era mayor entre los varones que entre las mujeres.
Curiosa idea la de Hera, si me lo preguntan, en lo personal discrepo absolutamente. Sé con total certeza que las mujeres somos mucho más sexuales que los hombres, gozamos mucho más y somos más intrépidas en el asunto. De hecho, el amigo Tiresias me dio la razón pues habiendo sido tanto hombre como mujer y habiendo amado bajo las dos formas, afirmó: “Si en diez partes se divide el placer, nueve le pertenecen a la mujer y tan solo una al hombre”. O bueno, creo que era así, estoy citando de memoria.
El caso es que la reina de los dioses se calentó para la miércoles y como castigo por haberla contradecido en su apuesta frente a Zeus, echó a Tiresias una maldición que lo dejó ciego al instante. Y fue precisamente como compensación ante ese arrebato de ira que el propio Zeus le obsequió el don de la clarividencia. De esa manera Tiresias se convirtió en uno de los pocos si no el único que no era adivino por intermediación de Apolo quien, como hemos visto más arriba, era quien reinaba sobre lo visible.
Y en este personaje ando pensando mucho, sobre todo desde que comencé a leer repetidas veces ese término que está de moda, “transicionar”.
Recuerdo que yo en la escuela tenía una compañera que siempre era diferente a las otras chicas. No le gustaba juntarse con nosotras y se la pasaba jugando a la pelota sola. Se comportaba por regla general como los varones y no lo podía evitar, no necesitaba que nadie le diera pie a transición alguna, desde la más tierna infancia se notaba que ella no era una chica como las demás. De hecho era evidente que estaba enamorada de otra de las chicas y nadie le decía nada, un poco porque la aceptábamos tal cual era y otro poco porque si te metías con ella era capaz de cagarte a trompadas.
El caso es que para cuando terminamos la secundaria nadie esperaba de ella que se pusiera tacones o se pintara los labios y cuando pocos años después la vi de la mano de una chica haciéndose llamar “Tommy” no me sorprendí para nada. Todo se había dado naturalmente.
Como en el caso de mi tío abuelo, que numerosas veces he mentado. Este era el hermano mayor de mi abuelo quien, al ver sus “excentricidades” se limitaba a decir: “Y, él es puto, pobre”. No lo decía con pena ni con vergüenza ni con odio, simplemente lo decía con la naturalidad de quien describe un evento de la naturaleza que no está en manos de nadie cambiar y que nadie pretende que cambie, en rigor de verdad.
El caso es que mi abuelo conoció el maquillaje antes que mi abuela y esto era porque su hermano siempre usaba polvos para disimular las imperfecciones de su piel. Le molestaba muchísimo trabajar de sol a sol en esos ardientes campos en la provincia de Corrientes, por lo que usaba unas capelinas de ala ancha que ni las mujeres se daban el lujo de comprar en el ambiente tosco en el que mis abuelos crecieron. El abuelo contaba que les causaba gracia a él y a sus otros hermanos que su hermano siempre se pusiera relleno en los pantalones para tener glúteos más visibles, y siempre remataba las anécdotas de la misma manera: “Y, él es puto, pobre”.
Sí, era puto, homosexual, o no sé, quizás en este tiempo hubiera sido transgénero, pero a nadie le importaba y lo dejaban vivir su vida en paz. Tanto allí en el campo como cuando se vinieron a Buenos Aires, nunca a nadie le molestó el tío. ¿Y a quién le hubiera podido molestar si él siendo sí mismo no molestaba a nadie?
El caso es que jamás se nos hubiera ocurrido imaginar al tío poniéndose en pareja con una mujer y formando una familia, jamás tuvo que “salir del ropero” o “transicionar” porque cada fibra de su naturaleza nos demostró desde el momento en que el tío alcanzó la madurez que él no era como todos. No había nada secreto ni vergonzante en el hecho de que no nos la pasáramos hablando del orgullo gay en casa. Simplemente dejábamos a cada uno ser lo que fuera sin andarnos metiendo, y con total naturalidad.
Entonces a mí, que he vivido siempre tan de cerca la diversidad sexual (caramba, mi hermana es lesbiana y su esposa también lo es) me resulta llamativo ese verbo novedoso pero que se repite cada vez más: “transicionar”. Me suena… Qué quieren que les diga. Artificial.
Me hacía pensar en el adivino Tiresias el caso que leía hace algunos días de una persona que “transicionó” para “ser mujer” por algunos años, tras lo cual volvió a “transicionar” para regresar a su estado original como varón.
¿Conocen ese trabalenguas del rey de Constantinopla? El rey de Constantinopla quiere descontantinopolizarse; el descontantinopolizador que lo descontantinopolice buen descontantinopolizador será. Bueno, un poco así ya suena la cosa.
Y sí, en eso de ser hombre y luego mujer para volver a un estado original esta persona se parecía a Tiresias, con la diferencia de que este último si pudo saber cómo era el placer en unos y otros ha sido porque lo pudo sentir desde lo más íntimo y brutalmente hablando, desde lo genital.
Pero una vez más, debo hacer la siguiente aclaración: a nadie se le hubiera ocurrido pedirle a mi amiga hoy llamada Tommy que se pusiera un vestido largo y compitiera en un certamen de reinas de belleza, de la misma manera que a nadie se le hubiera ocurrido esperar que un día mi tío se volviera “macho”, pues esto no estaba en su naturaleza. ¿Se ve o no se ve? En el mismo sentido, hace algunos días me tocaba cruzarme en una reunión con un muchacho que conozco desde muy chiquito y que siempre fue evidentemente homosexual, aunque siempre andaba con chicas. Y este decía: “Hasta que me di cuenta de que soy gay”, a lo que alguien más, a la sazón su mejor amiga, le respondía: “Vos eras el único que no se daba cuenta”. Y sí, nos reíamos todos porque eso es así.
Quiero decir: me causa tanta extrañeza ver a personas que niegan la existencia y la naturalidad de la homosexualidad como a otras que se piensan que esta se puede elegir y que si te cansás de ser homosexual podés revertirlo o bien que si te cansás de tu identidad de género podés volver a un estado original. Eso no lo entiendo. Y ese es un argumento más a favor de la imposición de la “diversidad” sexual al interior de nuestra sociedad, del intento por sobrerrepresentar la homosexualidad o propiamente homosexualizar a las nuevas generaciones. Porque la cosa es sencilla: ni tan tan ni muy muy.
Nadie que esté en su sano juicio y que no sea un negador o un necio puede pensar o decir que no existe una minoría de personas que no se representan con el sexo que su genitalidad parecería indicar o bien que desean a personas de su propio sexo. Pero esto de cambiar de identidad de género como de bombacha (si se me permite la humorada)… Acá hay tongo, eso no puede ser así.
Hasta en la antigua Grecia, que no se caracterizaba particularmente por su “homofobia”, esto resultaba extraño, eso era lo que hacía tan extraordinario al sabio Tiresias. En el medio, cada vez más jóvenes se someten a terapias de hormonas o a cirugías de “reasignación” de sexo, vendiéndose esa moda como si de un “derecho” se tratara.
Ojo al piojo, mis amigos. Nadie necesita atravesar una transición para que se le reconozca su propia naturaleza porque esta se abre paso le guste a quien le guste y le pese a quien le pese. Es incontenible y cualquiera que abra el ojo la puede ver. No hace falta que ningún dios nos otorgue la clarividencia para observar que acá está pasando algo muy raro.
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