¿Por qué? No hay porqué. El ensañamiento virtual y la maldad detrás del teclado

 



Cuando yo era bastante más joven me hice amiga de una chica que era (aún hoy sigue siendo) mucho más joven aún que yo. Yo tenía unos veintidós o veintitrés cuando ella tenía unos catorce o quince años. Nos conocimos a través de Facebook creyendo que ambas teníamos más o menos la misma edad, hasta que un día me enteré de que ella era casi diez años más joven, aunque no lo aparentaba cuando uno conversaba con ella pues era bastante madura para la edad que tenía. 


O bueno, era tan inmadura como seguramente era yo con veinte años. Uno se cree que está plantado en la vida y la verdad que es un reverendo nabo. Madurás el día en que asumís que siempre vas a ser un poco nabo pero te deja de importar que lo sos.


El caso es que con esta chica luego de salvado el malentendido de la diferencia de edades fuimos amigas inseparables por años, aunque la mayor parte del tiempo en un plano virtual de la vida, por mensajes, fotos, videollamadas y nada más. No nos reunimos muchas veces en persona, pero nos contábamos muchas cosas. O más bien ella me contaba todo y yo le contaba muchas cosas. Se notaba que necesitaba del apoyo de una persona mayor, alguien que la escuchara y se preocupara de manera genuina por lo que a ella le pasara. Yo la quería mucho y la sigo queriendo, por eso me dolió tanto lo que en esta ocasión les voy a contar, cambiando algunas circunstancias para proteger la historia y la privacidad de la víctima.


Hubo un tiempo en que mi amiga estaba teniendo problemas en la escuela, le costaba alguna materia que por hache o por be le generaba dificultad. Y de casualidad la madre de esta chica se enteró de que un hombre que había sido profesor de ella un par de años antes estaba dando clases particulares. Oh, casualidad, se trataba de ese profesor, del que yo había oído y leído infinidad de veces, del que mi amiga había estado enamorada por años y cuya ausencia en la escuela, pues el tipo había renunciado, había repercutido en la consiguiente merma en el rendimiento escolar de mi amiga. Mientras él fue su profesor ella había entendido y estudiaba solo por darle el gusto. Cuando él no estuvo, se vino abajo. 


Y pueden imaginarse cómo vino la mano. 


La contratación para las clases fuera de hora, en la intimidad de la casa de él. Las charlas sobre rock, las miradas, los roces, las insinuaciones mutuas. Un beso un día, varios otro. En el medio, las clases, cada vez más dispersas y menos útiles. Las manos inquietas, la excitación. Un buen día se dio: el desfloramiento casi forzado por la ansiedad de él, la ulterior confesión de lo ocurrido a la esposa, escándalo mediante. La exposición de la menor, el imperdonable hecho de que la esposa en cuestión, la cornuda, no tuvo mejor idea que ser la directora de la escuela donde la menor estudiaba. La delación ante los padres, la “accidental” filtración de lo ocurrido y la llegada, fragmentaria y sórdida, de una versión de la realidad a oídos de todo el alumnado de la escuela en cuestión. Y los mensajes.  


Mensajes de Facebook, mensajes de Twitter, mensajes de Tumblr, mensajes de texto, aún no había WhatsApp. Mensajes y más mensajes. Que putita, que reputa, que sabemos lo que hiciste, que nosotros queremos que hagas lo mismo con nosotros, que no te hagas la difícil, sabemos que sos fácil. Con razón te hacías la dura con todos los chicos, te gustan los viejos. Te gusta mi viejo, soy su hijo, si pudiste con él podés conmigo. 


Mensajes y más mensajes, posteos y más posteos, tuits y más tuits, memes y más memes.


Yo presenciaba todo pasivamente, porque no podía hacer nada más que apoyar a mi amiga. Sí, quizás cometió un error en dejarse engatusar por un tipo que seguramente vio en ella la oportunidad de oro de comerse un bomboncito quinceañero, pero seguía siendo una menor de edad en una situación que no podía manejar. Solo me limitaba a acompañarla, a escucharla. La verdad que más de una vez tuve miedo de que se suicidara, y estoy segura de que en algún momento lo pensó, agobiada por el hostigamiento constante al que fue sometida en pocas semanas, a punto tal que tuvo que cambiarse de escuela a mitad del ciclo.


No recibió apoyo de su familia, desvirgada y avergonzada como la entregaron de las pestañas ante los padres, y su calvario duró meses, años, siempre había alguien que la encontraba por las redes sociales o averiguaba su número de teléfono. ¿Por qué? No hay porqué, dijo la china. Jamás hubo necesidad de nada de lo que pasó, pero igual pasó.


Y por eso es que en lo personalísimo me da tanta rabia cuando un grupo se ensaña gratuitamente con alguien a través de las redes sociales, porque no me creo nada que estas sean algo diferente de la vida real. No lo son, uno posee en las redes sociales el mismo carácter y las mismas características que posee en la vida real, pero exacerbados por el hecho de que a través de las redes sociales uno no se puede comer una piña por decir lo que sea que vaya a decir. Incluso aunque se meta en la vida privada de un tercero, aún cuando indague en algún rincón oscuro del pasado del otro solo para hostigarlo y hacerlo pasar un momento de mierda, es difícil que alguno vaya a buscar la casa de uno, encontrarla, y venir a pegarle la biaba. Por eso a través de las redes el mecanismo del líder positivo, el líder negativo y el chivo expiatorio se replica, pero a una escala que se puede ir de las manos de quien haya empezado la “joda”, en una historia de nunca acabar.


Me dirán ustedes que no es lo mismo una chica de quince que una mujer de treinta y es verdad, pero el mecanismo de hostigamiento es el mismo y si bien de seguro la mujer de treinta tendrá más herramientas para construir eso que ahora se llama “resiliencia” que la chica de quince, de todos modos no es que no haga mella. No es que no afecte, no es que no moleste, sobre todo cuando no se entiende de dónde sale toda esa mierda que aflora. Es la injusticia, lo injustificado del ensañamiento lo que provoca una ira sorda, una angustia perenne. 


Porque yo me pregunto: ¿qué necesidad hay, diez años después, de que cada vez que mi amiga se arme una nueva cuenta en redes sociales alguien, alguno que otro, le escriba por mensaje privado para decirle “sé quién sos y lo que hiciste”, como si ella fuera la única desvirgada del mundo, la única que cogió con un tipo casado o que se enamoró de un profesor? Ninguna necesidad, pero pasa.


Pasa y molesta, pasa y duele, pasa y es un estigma que aunque con los años se termina procesando de otra manera, hay veces que no se procesa y las consecuencias son terribles. 


Porque sí, ese es el pasado, es algo que sucedió y que no se puede borrar, pero el pasado no es algo que nos defina enteramente como personas o en todo caso no es algo que les interese a los demás. El pasado es nuestro y nuestra intimidad debería serlo también. Deberíamos tener derecho al pasado pisado si se nos da la regalada gana. Porque si el pasado no define necesariamente lo que sos hoy, lo que hacés aquí y ahora, sí. Si sos un sorete escudándote en el anonimato, con nombre de fantasía, a través del trolleo o el ‘ciberbullying’ entonces no tenés excusa, sos un sorete en lo más íntimo de tu ser, pues cuando estás solo con tu alma, o lo más solo que puedas estar, no tenés nada bello ni bueno para ofrecer, sino mierda, excremento puro, fétido, innecesario y descarnado. 


El mecanismo fascista del escrache cada día conoce nuevas aristas y todas, cada una de sus facetas es una reverenda porquería que nos induce a comportarnos como manada, como turba, subordinando nuestra razón a la animalidad más irracional y a la hijaputez más supina. Tanto si escrachás a tu amigo porque le tiraste los perros y el pibe no agarró viaje, entonces mentiste que te había abusado para vengarte; como si decís que Fulano es violeta, que violó a la hija de los dos, nada más porque estás cansada de él y querés quedarte con la casa; si hostigás a una chica porque se acostó con otro y con vos no quiso; si armás un grupo en las redes de mensajería nada más que para sacarle el cuero a alguien en patota; si te peleás con una amiga y le contás sus secretos a tu nuevo grupo de WhatsApp; si te enteraste de algo acerca del pasado de otro que puede o no ser verdadero, que no te incumbe ni te interesa, pero decidís salir a regodearte en eso a través de Facebook... Tenga la forma que tenga, estás cometiendo un acto de forrez humana, de maldad, cuyas consecuencias no siempre puede que estés dispuesto a soportar. ¿O sí lo estás?


Desde hace varios días he estado pensando en escribir sobre esto. Mi amiga es un ejemplo en miles, en millones. Ojalá alguna vez nos replanteemos como sociedad el modo como nos comportamos en la virtualidad, habida cuenta de que cada vez la línea que separa entre la realidad y la virtualidad es más delgada.

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