Aún no somos humanos




Siempre me he caracterizado por la prescindencia en este asunto. Siempre he dicho, y lo sostengo, que mi fe y la moral que practico no me pondrían jamás en la disyuntiva de tener que decidir entre tener un hijo o no en caso de quedarme embarazada. 


No es un problema para mí, si llega lo recibiré con amor entendiéndolo como una bendición del Dios en el que creo y que existe independientemente de la creencia o las dudas de los agnósticos y los nihilistas. 


Pero sí he estado en la situación de tener que apoyar a otras mujeres en el momento de, por hache o por be, estar embarazadas de un hijo que no les significaba bendición alguna. Debe ser porque no me creo la medida de todas las cosas, debe ser porque no mido con la vara de mi moral la conducta de los demás, incluso aunque a veces no concuerde con ella o incluso me distancie radicalmente. Por eso habrá sido que más de una vez estuve invitada como testigo en esas situaciones.


Y por eso debe ser que me ha tocado estar allí, en esos lugares donde la sordidez, la fetidez y la injusticia son la norma y donde a veces parecería que Dios no siempre está prestando atención. 


He estado ahí.


Es verdad, y lo repito siempre, que es mentira que el aborto se haya establecido como un “derecho” para beneficiar a las mujeres pobres que no pueden hacer frente a los innegables costos de parir y criar hijos en la miseria. Las mujeres pobres por lo general nos aferramos a esos hijos que a menudo significan lo único nuestro que nadie nos puede quitar, porque a ellos nos une la sangre, y al mismo tiempo son lo único que podemos ofrecer como contribución a la comunidad. Las mujeres pobres en nuestra mayoría inmensa soñamos con un mundo en el que exista la justicia social y donde no tengamos que elegir entre tener hijos pobres o no tenerlos en absoluto, aun cuando a veces el único goce al alcance de una mujer pobre, marginal y bruta es el placer del propio cuerpo. 


Es mentira que el aborto sea un derecho y es mentira que se establezca para proteger a las mujeres pobres de una muerte probable a manos de una curandera o un carnicero. Pero sí es verdad que hay mujeres pobres que abortan, lo he visto de cerca y jamás, nunca, he juzgado a una mujer que en ese estado de desesperación se haya acercado a mí pidiendo consuelo y por qué no, pidiendo una palabra sanadora ante el pecado inminente o el pecado reciente. 


No, Dios no te va a castigar, Dios pone todo en la balanza, hablá con él, explicale por qué lo hiciste y pedí perdón. Dios es padre de todos y un padre siempre recibe a sus hijos con los brazos abiertos, porque Dios es amor, no es venganza ni es castigo. 


Castigos.


Créanme que suficiente castigo para una mujer que aborta es su conciencia, que no le es indiferente, lo sé. Si se merecen o no que sus conciencias las mortifiquen, no estoy yo para dictaminarlo. Yo no estoy para repartir condenas ni juicios ni mucho menos para negar un abrazo a una hermana que está llorando en el piso. Aunque se haya equivocado, quizás, aunque haya obrado en contra de Dios, tal vez, pero no seré yo quien empiece a arrojar piedras, ni siquiera a sopesar si media un pecado o no. 


Y es por eso, por todo eso y mucho más que más de una vez he desarrollado y que me ha valido enemistades de un lado y del otro de esta grieta que yo no me apresuro a proferir insultos, epítetos, maldiciones o juicios y me declaro incompetente. Al menos desde el punto de vista ético, las implicaciones políticas y geopolíticas de los proyectos de control de la natalidad por fuera. Nunca he estado en los zapatos de la mujer que se encuentra en la situación límite del “embarazo no deseado”, quizás por mera suerte, por la bendición que he tenido de aprender de muy joven el comportamiento de mi cuerpo y jamás haber sido víctima de violaciones o violencia sexual. No sé, por hache o por be, pero nunca estuve ahí y si mi actitud de no juzgar a nadie es pecado, ya se lo pagaré a Dios Todopoderoso cuando sea mi hora.


Pero, ¿esto?


Vean esta imagen: una mujer con un embarazo avanzado, de unos siete meses de gestación, con la leyenda “Aún no es un humano” dibujada en la abultada barriga. Y la verdad, cuando veo estas cosas me dan ganas de hacerme fundamentalista y salir a predicar el Evangelio. Porque cosas como estas asquean. Porque en definitiva: ¿qué define a un ser humano? ¿Tener la constitución física del homo sapiens? ¿Amar a tus semejantes? ¿Ser capaz de pensar? ¿Creer en Dios o a lo menos ser capaces de reflexionar acerca de la posibilidad de alguna entidad metafísica, independientemente de la propia creencia? ¿Qué nos hace humanos? ¿Ser capaces de ternura o de maravilla ante el milagro de la vida? ¿Qué?


Miraba esta foto y pensaba en esas otras madres que he conocido, las que iban a parir y volvían con las tetas dolientes, cargadas, la barriga vacía y su bebé en una caja de madera o de cartón. Habría que preguntarles a esas mujeres si eso que se les movía dentro de la panza hace unos días y hoy yace inerte era un bebé, si era un ser humano o un manojo de células. Habría que preguntarles a esas mujeres si la ropita, los pañales y el moisés que adornaron con primor estaban destinados a un ser humano o a un manojo de células, un “fenómeno” o un “accidente”. 


Nos enfrentamos cada día a tantas provocaciones que nunca terminamos de responder a todas. 


Lo cierto es que para alguien que elige definir a la raza humana por su semejanza con Dios a veces parecería cada vez más difícil encontrar humanidad en el prójimo. Hay veces que parecería que aún no somos humanos o ya no lo somos, y que generación tras generación nos estamos acercando cada vez más a las bestias. 

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