“Donde existe una necesidad”: derechos torcidos y el bosque tapando el árbol



“Donde existe una necesidad nace un derecho”, dijo alguna vez Eva Perón, y ello ha sido suficiente para que todo aquel que jamás leyó mucho a Eva Perón ni siguió su trayectoria, siempre y cuando quisiera parecer peronista o aparecer como tal, repitiera esa frase hasta el cansancio. 


Es que sí, queda lindo meter derechos hasta en la sopa, aunque esto signifique torcer el sentido elemental del reconocimiento de un derecho. Porque como todo el mundo sabe, el mejor lugar donde se puede esconder un árbol sin que este llame la atención es propiamente en un bosque. 


Entonces la operación sería más o menos la siguiente: ¿Tengo hambre? Tengo derecho a que me regalen comida. ¿No me considero ni hombre ni mujer? Tengo derecho a que toda la humanidad que sí se identifica con hombre o mujer comprenda esto que a mí, que soy una fracción infinitesimal de la sociedad, me pasa en el bocho y que modifique radicalmente su manera de referirse a mí al igual que la lengua que utilizamos como código para lograr la comunicación en nuestra comunidad; todo eso para que yo no me sienta excluido o invisibilizado. ¿Me vino la menstruación? Tengo derecho a dejar de trabajar en caso de tener trabajo, y tengo derecho a que me regalen tampones y toallitas higiénicas. ¿Hay sol? Tengo derecho a que me rebajen los bloqueadores de FPS +60. ¿Me quedé embarazada y tener el hijo me parece molesto, costoso o indeseable? Tengo derecho a asesinarlo en el vientre. ¿Me va mal en las competencias atléticas con personas de igual sexo biológico que yo? Tengo derecho a cambiarme de sexo social para poder ganarles a personas de constitución más frágil que la mía. ¿No poseo medios de vida? Tengo derecho a que el Estado me regale dinero para vivir (o subsistir) sin hacer nada. 


Y así los ejemplos se reproducen ad infinitum. Como se ve, allí donde surge una “necesidad” real o imaginaria nace un derecho. Y como hay tantos derechos, y tan entremezclados los unos con los otros, de diferentes colores, contenidos y direcciones, nunca llegamos a reconocerlos a todos y a indignarnos por aquellos que están siendo vulnerados sin que nadie los reclame o los reclamen los nadies, los invisibles, de manera tal que podamos actuar como ciudadanos en la exigencia de que esos derechos de los que depende nada menos que la reproducción del derecho humano más elemental e inalienable, la vida, se respeten.


La enumeración de dos párrafos más arriba era un poco caprichosa, antojadiza si se quiere, pero estaba destinada a demostrar lo irracional de esta práctica de reconocer lo que se nos antoje como derechos a reclamar. Pues claramente no tiene la misma importancia para el sostenimiento de la vida (y de la vida digna) el alimentarse cuando uno tiene hambre o poseer medios de vida que imponerles a otros una identidad diferente de la que sugiere la biología para sacar ventaja o solicitar que me den toallas femeninas por el mero hecho de menstruar. 


Pero aquí el mayor engaño está en la solución que estas presuntas necesidades reales o imaginarias presentan como derechos que se deben reconocer. Porque véase bien, aquí lo que necesitamos visualizar es si efectivamente estamos respetando el espíritu de los derechos más importantes para el hombre cuando exigimos unos novedosos o bien estos están enmascarando situaciones de injusticia y en ese mismo sentido, privilegiando cuestiones laterales y opacando los derechos humanos esto es, torciéndolos. 


Pensemos en el caso de aquel que tiene hambre. 


No quiero que aquí parezca que quien tiene hambre no tiene derecho a comer; la trampa está en presuponer que la solución al hambre es reproducir el número de los comedores barriales o escolares con viandas para todos, todas y todis. Y pasa exactamente lo mismo con la menstruación. Uh, qué feo es usar trapos cuando estás menstruando; tenemos que entregar de manera gratuita toallas sanitarias o tampones para que las mujeres indigentes no tengan de dejar de ir a estudiar o trabajar o ponerse trapos sucios en la vagina cada vez que les viene la menstruación. Y sí, amigos míos, es feo usar trapos o usar algodón. Es antihigiénico, irritante y desagradable; lo afirma una persona que lo pasó y sabe lo que se siente.


¿Pero se ve o no se ve el quid acá? Pensemos por un momento que ambos ejemplos de más arriba recaen sobre la misma persona. Soy una niña o una adolescente que no puede comprar toallas femeninas ni tampoco tiene para comer en su casa. ¿La solución? Que el Estado se haga cargo de las dos cuestiones, que en la escuela le entreguen de manera gratuita una bolsa de toallitas femeninas por mes y un plato de comida todos los mediodías. 


No; no importa si esa niña o adolescente va a seguir tan en la indigencia como antes, aunque ahora con una toallita puesta (sin que importe que quizás no tenga ni una bombacha limpia o sana) y con la barriga (medio) llena. Donde hay una necesidad nace un derecho, nos dicen emocionados los paladines de la resolución mágica de los problemas, los reconocedores de derechos. 


Esta niña tiene derecho a que le den toallitas y comida y tendrá derecho a pedir una asignación cuando llegue a adulta, aunque en la casa siga haciendo frío y lloviéndose, y mamá y papá no tengan comedor donde comer. Tiene derecho a ponerse una X en el DNI aunque esté indocumentada. Tiene derecho a que se le hable con la e en la escuela pero no asiste a clases por falta de zapatillas. Tiene derecho a abortar si se queda embarazada pero no tiene derecho a ser mamá de todos los pibes que se le dé la regalada gana porque no tiene dónde caerse muerta. ¿Y cómo puede pasar todo eso?


Bueno, pues, porque quizás estamos enfocando mal la cosa.


Yo no sé mucho sobre nada pero quizás, y solo quizás, (con un enorme margen de error) a esta niña le convendría más que sus padres tuvieran trabajo y un salario digno y pudieran adquirir lo que su hija necesite, se llame comida, ropa, toallitas, o cualesquiera otros insumos. 


Quizás y solo quizás si esta niña al crecer pudiera obtener un trabajo bien remunerado también podría vivir sin tener que recurrir al Estado para que este le proveyere cada uno de los bienes de consumo que hacen falta para vivir. Tal vez, y solo tal vez, con un amplio margen de error no tendríamos que reclamar por toallas femeninas ni asignaciones ni comedores si a cada uno de los hombres y mujeres en edad de trabajar y con la capacidad para hacerlo le fuera dado el don dignificador del trabajo. 


Tal vez y sin que yo sepa mucho sobre nada resulta más beneficioso para el desarrollo y el crecimiento del país que las masas se dediquen a la producción y al trabajo en vez de esperar pasivamente que los contribuyes que aún tienen trabajo les satisfagan cada una de sus necesidades vitales de manera indirecta, a través de la intermediación de un Estado cada vez más elefantiásico, enorme y lento.


Pero como se ve, estamos más ocupados en sacar derechos de la galera y otorgales el estatus de banderas a militar con entusiasmo digno de mejores causas, brindando como solución a presuntas necesidades parches que no le resuelven nada al pueblo llano que día a día ve vulnerados sus derechos más elementales: el derecho a la vida en un sentido acotado y ampliado. Acotado porque cualquier día a un trabajador lo matan por un par de zapatillas sin que esto genere ya más escándalo y ampliado, porque la vida se transforma en apenas sobrevida cuando a esta se le resta en dignidad.


Somos sujetos plenos de tantos derechos que ya ni siquiera nos acordamos de todos ellos, pero mientras tanto nuestras casas siguen con los techos agujereados, nuestros hijos se mueren de frío en las aulas, nuestras calles se anegan, nuestros bebés se mueren en el vientre de sus madres por falta de nutrición y nuestros viejos no pueden jubilarse porque sus haberes no les son suficientes para vivir en la dignidad de quien se ganó el descanso para los años de su retiro. 


Ah, pero si después de horas de estar haciendo una fila en la oficina de ANSES por fin los atienden, seguro les van a preguntar si se autoperciben hombre, mujer u otre. Porque donde hay una necesidad nace un derecho, aunque este implique que el bosque nos termine tapando uno o dos árboles.  


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