La vida de Evita Perón

 



Como todos ustedes sabrán, un poco porque quienes me leen por lo general suelen ser abiertamente peronistas y otro poco porque hoy en día debido a una monumental movida publicitaria se está hablando mucho de eso, dentro de algunas horas se cumplen setenta años del fallecimiento de Eva Perón. Y claro, en estos tiempos de evitización del peronismo, peronización del gorilismo y desperonización de la realidad efectiva, la industria del entretenimiento ha aprovechado para hacerse la América lucrando con la efeméride, no es esa una cosa ilegítima ni mucho menos. 


El caso es que para una persona que se reconoce peronista la muerte es un asunto menor y tratándose de la muerte de Eva Perón, además es un asunto doloroso. Los peronistas preferimos pensar en una Eva viva y a todo color, a todo volumen, en el esplendor de su belleza, su juventud, su locuacidad y sobre todo, su laboriosidad.  


Es por eso que en pleno bloqueo de mi capacidad de escribir estoy realizando este esfuerzo por hacer una pequeña alusión a la vida de Eva Perón, un poquito porque como dice la célebre Mirtha, el público se renueva y quizás alguno no conozca de Eva más que esa imagen larvada de contenido que los medios de comunicación hegemónicos, la cultura pop, el progresismo y la industria del entretenimiento nos han venido proponiendo de ella, como la de la estampita de quien nadie conoce más que la cara.


Lo cierto es que Eva Perón no era un ícono pop ni el ídolo, como ahora, de las chicas palermitanas o recoletenses hastiadas de que los varones les dijeran lo que hacer. Ese papel les cupo más a las Alicias Moreau de Justo o a las Victorias Ocampo, jamás a Eva Perón. Eva fue un problema, uno muy serio, un verdadero grano en el culo de la oligarquía más rancia de su época.


“Hija natural”, se sabe que era, y también que aquello le causó algún grado de resentimiento en su vida adulta. Pobre también fue y seguramente haber estado en la miseria le enseñó a comprender a los descamisados, a los que mucho laboran y poco tienen. 


En su autobiografía políticamente correcta, La razón de mi vida, nos revela:  “En el lugar donde pasé mi infancia los pobres eran muchos más que los ricos. Yo sabía que había pobres y que había ricos y sabía que los pobres eran más que los ricos y estaban en todas partes. Me faltaba conocer todavía la tercera dimensión en la injusticia. Hasta los once años creí que había pobres como había pasto y que había ricos como había árboles. Un día oí por primera vez de labios de un hombre de trabajo que había pobres porque los ricos eran demasiado ricos y aquella revelación me produjo una impresión muy fuerte. Alguna vez, en una de esas reacciones mías, recuerdo haber dicho: ‘Algún día todo esto cambiará’. Y no sé si eso era ruego o maldición o las dos cosas juntas. Aunque la frase es común en toda rebeldía, yo me reconfortaba en ella como si creyese firmemente en lo que decía. Tal vez ya entonces creía de verdad que algún día todo sería distinto, pero lógicamente no sabía cómo ni cuándo”.


En su otra biografía, o en ese grito de guerra final, Mi mensaje, agrega: “Más abominables aún que los imperialistas son los hombres de las oligarquías nacionales que se entregan vendiendo y a veces regalando por monedas o por sonrisas la felicidad de sus pueblos. Yo los he conocido también de cerca. Frente a los imperialismos no sentí otra cosa que la indignación del odio, pero frente a los entregadores de sus pueblos, a ella sumé la infinita indignación de mi desprecio. Muchas veces los he oído disculparse ante mi agresividad irónica y mordaz. ‘No podemos hacer nada’, decían. Los he oído muchas veces en todos los tonos de la mentira. ¡Mentira, sí! ¡Mil veces mentira! Hay una sola cosa invencible en la tierra: la voluntad de los pueblos. No hay ningún pueblo de la tierra que no pueda ser justo, libre y soberano. ‘No podemos hacer nada’ es lo que dicen todos los gobiernos cobardes de las naciones sometidas. No lo dicen por convencimiento sino por conveniencias”.


Eva Perón era, estoy segura, una fuerza de la naturaleza. Hace un año la caractericé como una generala del ejército de Dios, y no me cabe duda alguna de que eso era. Heroica, terrible como una tempestad, bella como una flor y tierna como nuestra madre.


No pretendo hacer un recorrido biográfico de su historia. Tampoco me interesa hacer un recuento de la inmensa obra que realizó a lo largo —a lo corto— de su carrera política. Simplemente quería hacer esto, recordarla, y recordarla viva, en su palabra, en el latir de su corazón, en el fuego de esos ovarios que finalmente la traicionaron. Quiero invitarte, lector, a que en este día, a setenta años de su partida física, recuerdes a Eva Perón en su vida, en la tuya y en la de tus mayores. 


Quiero pedirte que tomes diez, quince minutos, para reflexionar acerca de lo que la vida de Eva Perón impactó en la tuya. Que por favor dejes de lado por hoy la crónica policial, la novela negra, el reporte médico o el best seller del tanatólogo extranjero. Te pido que hoy  celebres la vida de quien fue santa en vida y en muerte ha sido por setenta años el motivo del llanto dolido de las matronas, de las abuelas y de los trabajadores de manos callosas. 


No hay mucho que yo pueda decir sobre Eva Perón. Solo que, parafraseando a José Larralde, me siento pequeña ante tanta grandeza.


No hay mucho que una Rosario Meza cualquiera pueda decir sobre la Eva Perón que fue la mejor de las hembras paridas por esta tierra. Solo ella puede describirse, todos los otros somos de palo. 


“La causa del pueblo exige nada más que hombres del pueblo que trabajen para el pueblo, no para ellos. En esto se distinguen los ambiciosos: en que trabajan para ellos, nada más que para ellos. Nunca buscan la felicidad del pueblo, siempre buscan más bien su propia vanidad y enriquecerse pronto. El dinero, el poder y los honores son las tres grandes ‘causas’, los tres ‘ideales’ de todos los ambiciosos. No he conocido ningún ambicioso que no buscase alguna de estas tres cosas o las tres al mismo tiempo. Los pueblos deben cuidar a los hombres que elige para regir sus destinos. Y deben rechazarlos y destruirlos cuando los vean sedientos de riqueza, de poder o de honores. 


La sed de riquezas es fácil de ver. Es lo primero que aparece a la vista de todos. No hay que olvidar que cuando un político se deja dominar por la ambición es nada más que un ambicioso. El poder y los honores seducen también intensamente a los hombres y los hacen ambiciosos. Empiezan a trabajar para ellos y se olvidan del pueblo. Esta es la única manera de identificarlos. El pueblo tiene que conocerlos y destruirlos. Solamente así los pueblos serán libres. Porque todo ambicioso es un prepotente capaz de convertirse en un tirano. ¡Hay que cuidarse de ellos como del diablo!


No quisiera morirme, por Perón y por mis descamisados. No por mí, que he vivido todo lo que tenía que vivir. Perón y los pobres me necesitan.


¿Sabrán mis ‘grasitas’ todo lo que yo los quiero?


Si alguien me preguntase, en estos momentos difíciles y amargos de mi vida, cuál es mi deseo más ferviente y cuál mi voluntad más absoluta, yo les diría: vivir eternamente con Perón y con mi pueblo. Muchas veces en las horas largas y duras de mi enfermedad he deseado vivir no por mí, que ya he recibido de la vida todo cuanto podía pedir y más todavía, sino por Perón y por mis ‘grasitas’, por mis descamisados. 


La enfermedad y el dolor me han acercado a Dios y he aprendido que no es injusto todo esto que me está sucediendo y que me hace sufrir. Yo tenía todas las posibilidades de tomar, cuando me casé con Perón, el camino equivocado que conduce al mareo de las altas cumbres. En cambio Dios me llevó por los caminos de mi pueblo y por haberlo seguido he llegado a recibir como nadie el cariño de los hombres, de las mujeres, de los niños y de los ancianos. Pero le pido a Dios que me dé algunas vacaciones en mi sufrimiento.


(…) Quiero vivir eternamente con Perón y con mi pueblo. Esta es mi voluntad absoluta y permanente y será también por lo tanto cuando llegue mi hora, la última voluntad de mi corazón. Donde esté Perón y donde estén mis descamisados allí estará siempre mi corazón para quererlos con todas las fuerzas de mi vida y con todo el fanatismo de mi alma. 


Si Dios llevase del mundo a Perón antes que a mí, yo me iría con él porque no sería capaz de sobrevivir sin él, pero mi corazón se quedaría con mis descamisados, con mis mujeres, con mis obreros, con mis ancianos, con mis niños para ayudarlos a vivir con el cariño de mi amor; para ayudarlos a luchar con el fuego de mi fanatismo y para ayudarlos a sufrir con un poco de mis propios dolores. 


He sufrido mucho, pero mi dolor valía la felicidad de mi pueblo y yo no quise negarme —no quiero negarme—, acepto sufrir hasta el último día de mi vida si eso sirve para restañar alguna herida o enjugar alguna lágrima.


Pero si Dios me llevase del mundo antes que a Perón, yo quiero quedarme con él y con mi pueblo, y mi corazón y mi cariño y mi alma y mi fanatismo seguirán en ellos, seguirán viviendo en ellos, haciendo todo el bien que falta, dándoles todo el amor que no les pude dar en los años de mi vida, y encendiendo en sus almas todos los días el fuego de mi fanatismo que me quema y me consume como una sed amarga e infinita. 


Yo estaré con ellos para que sigan adelante por el camino abierto de la justicia y de la libertad hasta que llegue el día maravilloso de los pueblos. Yo estaré con ellos peleando en contra de todo lo que no sea pueblo puro, en contra de todo lo que no sea la ‘ignominiosa’ raza de los pueblos. 


Yo estaré con ellos, con Perón y con mi pueblo, para pelear contra la oligarquía vendepatria y farsante, contra la raza maldita de los explotadores y de los mercaderes de los pueblos. Dios es testigo de mi sinceridad. Él sabe que me consume el amor de mi raza, que es el pueblo. 


Todo lo que se opone al pueblo me indigna hasta los límites extremos de mi rebeldía y de mis odios, pero Dios sabe también que nunca he odiado a nadie por sí mismo, ni he combatido a nadie con maldad, sino por defender a mi pueblo, a mis obreros, a mis mujeres, a mis pobres grasitas a quienes nadie defendió jamás con más sinceridad que Perón y con más ardor que Evita”. 

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