Gracias para siempre, San Judas Tadeo

 



Alguien alguna vez me dijo (y yo le creí sin cuestionar ni investigar al respecto, de eso se trata de fe) que San Judas Tadeo es el santo de las causas imposibles y de urgente resolución, y me contó además una historia que me pareció lo suficientemente bonita como para una vez más creerla sin detenerme a determinar su valor de verdad histórico.


Me dijo esta persona que esa cualidad de milagrero del mentado San Judas Tadeo viene a cuento de su nombre y a una especie de teléfono descompuesto celestial. Judas Tadeo, a quien denominaré con su nombre completo para diferenciarlo de otro, Judas Iscariote, era un primo de Jesús de Nazaret. Y mucho no nos interesa su vida, lo que sí sabemos es que llegó a santo y que allá por la Edad Media comenzó a ser considerado el santo de las causas imposibles. ¿Y eso por qué?


Bueno, pues, porque como bien sabrá el lector, a los santos se los contacta a través de la oración y a San Judas Tadeo no le quería rezar nadie. Pero una vez más, ¿por qué? 


Y ahí viene lo gracioso: a Judas Tadeo nadie le rezaba por temor a estar sin querer invocando al espíritu del otro Judas, Iscariote, aquel que traicionó con un beso a Nuestro Señor Jesucristo a cambio de treinta denarios, el que finalmente descendió a los infiernos tras haber cometido suicidio colgándose de una higuera. 


Imagínense el problema. Vos le rezás al primo de Jesús para que por su intermediación Dios Padre te conceda una gracia y terminás sin querer convocando a su traidor, que quizás te intermedie también pero esta vez con el demonio, condenándote ipso facto a arder en los infiernos por toda la Eternidad nada más que por un error de comunicación. Una cosa espantosa y digna de terror.


Entonces al pobre Tadeo lo discriminaban siempre y solo se atrevían a rezarle los desesperados que ya le estaban debiendo literalmente a cada santo una vela. Y fue así como se fueron dando cuenta de que Judas Tadeo siempre cumplía, acaso por agradecido o quizás por falta de demanda. Cualquiera que haya trabajado en atención al público personalizada sabe a ciencia cierta que la eficiencia del trabajador es inversamente proporcional al número de clientes y por obvias razones: uno tiene más tiempo y más voluntad para gestionar los trámites a pocos clientes que a muchos, eso es de sentido común.


Y entonces San Judas Tadeo cumplía siempre con las demandas de los desahuciados y los desesperados y así se granjeó su modesta fama de santo de las causas desesperadas, imposibles y de urgente resolución. La condición para su éxito venía siendo esa, entonces, no pedir pavadas ni cosas que un santo regular pudiera cumplir de acuerdo con los protocolos habituales. Parece que cuando Dios Padre recibe WhatsApp de Tadeo cumple enseguidita porque sabe que es cosa que no puede esperar. Es que San Judas es el último recurso, como la falta que comete el arquero en la puerta del área para evitar un gol inevitable.


Y debo confesar que en dos oportunidades me tocó apelar a la misericordia de este santo para que me concediera milagros urgentes con cuyo cumplimiento ya hasta San Expedito estaba teniendo dificultades. La primera vez fue en torno a un asunto que me voy a guardar para mí pues es algo familiar, personal e íntimo que involucra a terceros a quienes amo profundamente y cuya intimidad no me interesa ventilar. La segunda vez, en virtud de la efectividad de aquella otra, fue hace ocho días con motivo de la final de la Copa del Mundo que se jugó en el estadio Lusail, en Qatar. Así que como su título indica, el único propósito de este texto es agradecer a San Judas Tadeo un milagro que por un momento estuvo cerca de írsenos de las manos. 


Como ustedes bien saben, Argentina iba ganando cómoda dos a cero al término del primer tiempo. Estaba escrito en las estrellas que debíamos ganar, pero el futuro está en movimiento. 


En lo personal sabía que era inexorable la victoria, pero esa cualidad maleable del futuro me daba un poco de miedo. Estaba escrito en las estrellas pero, ¿y si algo torcía el curso natural de los acontecimientos?


Todo el que conozca aunque sea de soslayo la virtud de la clarividencia sabe que Dios nos otorga este don con la salvedad de que precisamente existe el libre albedrío y por lo tanto el futuro se puede torcer. 


Los antiguos creían en el destino y en eso nos diferenciamos de ellos. El caso arquetípico es el de Edipo, cuya familia lo apartó de sí para evadir ese destino inexorable consistente en cumplir la maldición de asesinar a su padre y casarse con su propia madre, y sin embargo a través del intento de evitar el desastre lo precipitó. En cambio los judeocristianos creemos en el libre albedrío que nos diferencia de los ángeles. Nosotros tenemos la opción de elegir entre el Bien y el Mal y por eso no somos marionetas a quienes Dios maneja sino que podemos alterar el curso de la historia incluso en contra de la voluntad del Creador.


Pero yo sabía que seríamos campeones. 


Sabía que la Voluntad del Eterno iba en esa dirección porque lo escuché en mi interior hace unos dos años, cuando nos dejó Maradona quien sin duda es un santo pagano, popular, mundano, pero santo al fin a estas alturas. Lo sentí, lo oí claro y distinto como sentí en esa voz de otro mundo apenas dos palabras el día que me crucé por primera vez con el hombre a quien amo.


En aquella oportunidad fue “Hay futuro” lo que me dijo esa voz, y se lo dije al hombre aun a riesgo de parecer una loca. Le dije que teníamos que estar juntos, que Dios le hablaba a mi corazón y me decía “Hay futuro”. Un futuro para nosotros, un futuro en común y más digno de vivirse que el presente que por entonces atravesábamos. Lo gracioso es que desde entonces no solo jamás me separé de su lado ni él del mío a pesar de las vicisitudes que no se han hecho de rogar sino que no me creyó loca, o quizás lo estemos los dos, pero lo cierto es que encomendarnos con una fe ciega a la Voluntad de Dios nos ha sido de utilidad para capear más de una tormenta. Y aquí estamos, más fuertes cada vez.


En este caso, siempre supe que seríamos campeones y se lo dije a todo el que quisiera escuchar. Creo que hubo dos personas que me creyeron tan solo y una de ellas fue justamente el hombre a quien amo, pero no me importa. Lo que importa es que todos los demás creyeron en que era posible y así evitaron que se torciera la Voluntad de Dios.


Qué tontería esotérica esta, me agarró un delirio místico, qué tarada.


Y sin embargo sé que la fe mueve montañas. Quien tenga fe como un grano de mostaza debe poder decirle a la montaña “trasládate” y esta habrá de moverse. No tengo dudas porque lo sé, lo sé porque he presenciado milagros y porque la fe es precisamente eso, es creer para ver y no al revés: es la certeza de lo que se espera, la convicción de lo que no se ve. 


El día que oí (sentí) en mi interior que el último acto de poesía del astro hacia su pueblo sería regalarle felicidad en medio de una tristeza infinita empecé a creer y desde entonces esa fe se ha multiplicado, por eso nada ha logrado torcer la Voluntad de Dios. Ese es el valor del “elijo creer” de cada día. 


Elegimos creer en las coincidencias metafísicas y tiradas de los pelos, elegimos creer que todo era posible y lo fue. La convicción de lo que no se ve. Y no importa que quien lee crea en Dios, no, porque Dios existe aunque uno no crea en Él. La diferencia es que quienes creemos estamos más acostumbrados a olfatear las señales en el aire.


Y alguien puede preguntarse por qué algo tan simple como un juego puede significar tanto para un pueblo pero esto no se comprende, se siente. “No te lo puedo explicar porque no vas a entender”, dice la canción. Bueno o malo, nada hace tan feliz tan barato a este pueblo demente como ver rodar una pelota debajo de los tres palos de un rival. Nada. Ni la estabilidad de la moneda de la que se vanaglorian los que no entienden puede ni podría jamás insuflar en estos corazones de niños la alegría y la fe que inyecta ese juego de veintidós cavernícolas corriendo detrás de una pelotita. Y Dios Padre lo sabe. 


Y no está mal pedirle a Dios entonces que nos dé el mimo, este mimo que tanto hemos necesitado los argentinos por tantos años.


No está mal pedir con fe, más luego el Padre determinará si concede o no. 


Ese domingo 18 de diciembre en el desierto de Qatar, luego de haber bailado al rival ochenta minutos el milagro que habíamos hecho posible por la mera fuerza de nuestra fe se nos desvanecía, no sabremos nunca si por una mano negra, por el descuido de los nuestros que se sintieron campeones anticipadamente o porque hubo quienes bajaron la guardia y se relajaron pensando que ya estaba dicha la última palabra.


Error.


Los partidos terminan cuando el juez pide la pelota y pita. Ni un segundo antes. Ese momento de relajación pudo costarnos muy caro, porque el futuro está en movimiento.


Pasaban los minutos y estábamos 2 a 2, ya entrábamos al alargue y la victoria se desvanecía de nuestro horizonte.


Los cuadros de San Maradona, los rosarios con la imagen de la Virgen de Luján, las estampitas de San Expedito ya no estaban bastando cuando de repente se me prendió la lamparita y grité: “San Judas Tadeo, te pido en el nombre de Dios que Argentina haga un gol”.


Y ahí está el resultado, ustedes ya lo conocen: el Toro Martínez apunta, el francés Lloris la saca como puede pero queda viva en el área y entonces entra el Messías, el heredero de nuestro embajador en el Cielo, y la mete. 


Unos segundos de zozobra, el reclamo de un posible off-side, el árbitro que cobra gol.


Gracias San Judas Tadeo, gracias. 


Los rezos siguen, continúan, todos los santos del Cielo, la Virgen, Pugliese que dicen que da suerte, todos mis muertos (papá, el abuelo, el tío Néstor)… Todos en mis oraciones y esa mano que hasta el día de hoy no logro distinguir, de Montiel, cuya redención hoy sabemos que no se haría esperar.


Penal.


Y otra vez la diatriba, otra vez la oración.


Papá, abuelo, Néstor, Pugliese, Virgencita de mi corazón.


San Dibu, San Dibu, Diosito, San Diego de Fiorito, te lo pedimos, Señor.


Gol. 3 a 3. 


En ese momento debo admitir que se me cayó el alma al piso. Estábamos en penales.


Pero en un último acto de fe, con las manos juntas y en un hilo de voz, con la garganta seca, atiné a decir: “San Judas Tadeo, te pedimos en nombre de Dios Padre Todopoderoso que Argentina gane hoy este partido. Te pedimos que Argentina sea campeón”.


En eso, zapatazo de Randal Kolo Muani. No quiero ver.


San Dibu, San Dibu. Gracias, Dios. 


En ese momento fuimos campeones. Esa era la señal que necesitaba: si esa no entró era que no tenía que ser. Los penales son nuestros. Gracias para siempre, San Judas Tadeo.


Gracias por obrar el milagrito de que nada ni nadie torciera nuestro merecido destino de campeones. Merecido, ganado partido a partido con sangre, sudor y lágrimas. 


Gracias Diego por hacer los trámites burocráticos en el Cielo y gracias Dios mío por oír las plegarias de tus hijos. 


Nos lo hemos merecido más que nadie, a fuerza de trabajo, garra, virtuosismo, paciencia y fe.


El principal mensaje de esta Copa del Mundo para quien quiera ver es que no hay nada bueno que un pueblo unido no pueda lograr si se lo cree con todas las fuerzas. Esa es la única diferencia entre esta final y la que se perdió. 


Sí, porque Messi es un tocado por la divinidad, el tipo no puede jugar mejor ni con más entrega, pero este Messi maduro logró contagiar a sus compañeros la fe en que era posible y esa fe se extendió a todos los corazones de este país. 


Nunca nos faltó pierna, no nos faltaban ganas, deseos genuinos de ganar, solo necesitábamos la convicción de lo que se espera, la certeza de lo que no se ve. Nos faltaba creer para ver. Y cuando nos creímos capaces lo hicimos. 


Con la Voluntad de Dios, con la intermediación de Diego pero sobre todo con la fe de todos los argentinos que después de treinta y seis años volvimos a creer en nosotros mismos con una fe inquebrantable que solo creció fecha a fecha.


La victoria es de ellos porque se la ganaron con años de esfuerzo, de trabajo y de disciplina pero también es de nosotros porque hicimos nuestra parte creyendo en ellos que ponían las piernas para obrar esa gesta que hasta el día de hoy nos emociona tanto. 


Tanta alegría y tan barato era posible, solo viendo rodar una pelota por debajo de tres postes.


Por mi parte, no me voy a olvidar de ese día mientras viva. Cumplo en agradecer al santo de las causas imposibles y de urgente resolución, esperando que esta fe que algunos llaman magia o coincidencia y que pocos se animan a nombrar se siga multiplicando y nos permita realizar grandes cosas. Este pueblo se las merece.

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