Con motivo de compilarse para formar parte de una serie
televisiva dedicada a recorrer la historia del rock and roll desde sus orígenes
hasta la actualidad de ese momento, el canal musical de televisión VH1 realizó
allí por 1995 alrededor de doscientas entrevistas a intérpretes, compositores,
productores y otras personalidades asociadas con la industria de la música. En
ese contexto, el legendario guitarrista y miembro fundador de la banda de rock
británica The Who, Pete Townshend, se refirió a la irrupción del punk como
movimiento contracultural a finales de la década de 1970, caracterizando a ese
movimiento como una “revolución de los feos”.
De acuerdo con la percepción del veterano músico, la llegada
del punk con su mensaje contestatario, su estética tétrica y su rebeldía frente
a la industria musical establecida significó una auténtica “toma de la
Bastilla”, según sus propias palabras. “Teníamos miedo de ver guillotinados en
una plaza pública a los Beatles o los Rolling Stones”, afirmó Townshend, un
poco entre risas y un poco genuinamente asustado ante un fenómeno cuya
comprensión parecía escapársele.
De esa manera, sin saberlo, Townshend estaba dando en la
tecla con una definición de los procesos revolucionarios tal y como los
entiende la filosofía política, esto es, por sus efectos concretos o deseados
más que por el contenido de sus postulados. ¿Y eso qué significa? Pues que
existen revoluciones de derecha y de izquierda, nacionalistas o dependientes de
poderes foráneos, oligárquicas o populares, liberales o comunistas, existe a lo
largo de la historia una multiplicidad de periodos revolucionarios cuyas
banderas no responden a una ideología en específico, pero todos ellos poseen
por definición un único denominador común: ponen en cuestión el paradigma
vigente.
Así, decimos que los sucesos de 1789 en Francia fueron una
revolución porque a partir de su ocurrencia se modificó el sistema político y
el paradigma social, económico y cultural de la Francia del siglo XIX, elevando
a la burguesía al estatus de clase dominante y acabando con el orden feudal y
teocrático que había imperado hasta el advenimiento de aquella revuelta. La
revolución de 1917 en Rusia, por su parte, reemplazó un orden autocrático
representado en la figura del zar por un gobierno socialista que habría de
cristalizar en el surgimiento de la Unión Soviética, trastocando de manera
visible no solo la organización política, social y la matriz económica del país
sino también estableciendo estrictas modificaciones culturales, religiosas y
éticas a la vida cotidiana de la sociedad rusa a través de un gobierno con mano
de hierro dispuesto a subvertir por completo el orden vigente.
En el plano local, el peronismo se puede describir como
revolucionario por el mismo motivo, porque en sus efectos prácticos logró
subvertir el paradigma establecido y reemplazarlo por uno novedoso que puso en
cuestión el paradigma anterior. Las consecuencias sociales, políticas,
culturales y económicas del peronismo dejaron en septiembre de 1955, al momento
de producirse el golpe de Estado que derrocó a Juan Domingo Perón, un país
completamente distinto al que el Grupo de Oficiales Unidos (GOU) se había encontrado
luego del golpe patriótico de 1943, entre cuyos impulsores se encontraba el
propio Perón.
La democratización de la participación política con la clase
obrera como actor predominante, la diversificación de la matriz productiva en
favor de una industrialización por sustitución de importaciones y en detrimento
del modelo agroexportador y sobre todo la exaltación de la justicia social como
valor primordial en el ideario social son algunas de las transformaciones que
el peronismo arrojó como efecto de su auténtica práctica revolucionaria.
De manera tal que no existe una definición específica de
revolución desde el punto de vista del contenido programático de la misma. Las
revoluciones pueden poseer innumerables rostros o modalidades y llevar adelante
prácticas incluso opuestas las unas a las otras, pero en todos los casos son
los efectos, en tanto que ponen en cuestión el paradigma actual, los que las
definen y las distinguen.
Y en esa línea se puede entonces caracterizar en la
actualidad a Javier Milei, el líder de la facción “libertaria” del liberalismo,
anarco-capitalista o comoquiera que se le describa, como un revolucionario por
lo menos en sus intenciones expresas. Más allá de las pataletas de los
operadores mediáticos que consideran un elogio del personaje el caracterizarlo
como revolucionario, partiendo del presupuesto erróneo de que toda revolución
es “buena” y todo aquel que se califique de “revolucionario” resulta un auténtico
prohombre destinado a aportar un beneficio a la humanidad, lo estrictamente
cierto es que por primera vez desde el advenimiento del peronismo un dirigente
político puede decir en nuestro país a viva voz y sin despeinarse que la
justicia social es diabólica e injusta. Y eso, amigos, es revolucionario.
El libertarismo nos propone a quienes consideramos a la
justicia social como finalidad última de la praxis política una suerte de
“revolución de los feos” a la manera del punk para el viejo Pete Townshend.
Pero no por el impacto herético que nos supone deja de resultar desde lo
discursivo un auténtico desafío al paradigma actual, aquel que fuera inaugurado
en la década de 1940 precisamente por el peronismo. Como se ve, no todas las
revoluciones son buenas ni bellas ni tampoco tienen por finalidad instalar una
forma de vida más elevada que la que encontraron al emerger. En ese sentido, el
autodenominado Proceso de Reorganización Nacional constituyó, sin animarse a
utilizar el término por las connotaciones negativas que le eran atribuidas en
la época, un primer conato revolucionario (o contrarrevolucionario) posterior a
1955.
Y eso es así en tanto y en cuanto la dictadura genocida tuvo
por excusa la pacificación del país en un contexto de convulsión, pero su
verdadero objetivo fue modificar social, económica y culturalmente a la
sociedad argentina, extirpándole de las entrañas el cáncer peronista que de
acuerdo con el diagnóstico provisto por sus intelectuales orgánicos enfermaba
al país. No hubiera sido posible la instalación del experimento neoliberal
encabezado en su primera etapa por José Alfredo Martínez de Hoz, vigente hasta
el estallido de 2001, de no haber mediado el genocidio impuesto por la fuerza
brutal de las armas a partir de 1976.
En el caso de Milei, en su individualidad es un
revolucionario porque sugiere la creación de una sociedad nueva cuyo valor
rector no sea la búsqueda de la justicia social en el marco de una comunidad
organizada sino la libertad de los individuos solos, arrojados al mundo para
hacer lo que se les dé la regalada gana en pleno ejercicio de la
“meritocracia”. Bien mirada la cosa, no obstante, el “libertarismo” de Milei es
un poco el paroxismo del progresismo que los propios mileístas defenestran sin
observar el asunto en dimensión.
La exaltación de la individualidad y el individualismo
resulta evidentemente siendo el valor fundamental defendido también por la
progresía deconstruida, no existen diferencias de contenido entre el “mi
cuerpo, mi decisión” de las feministas abortistas y la propuesta de vender los
propios órganos o incluso los propios hijos, llegado el caso. La libertad del
libertario es la misma que la del progre, solo varían los modos y la vereda en
la que cada uno se pare en cada momento. El transhumanismo mileísta no dista
demasiado de la eugenesia del aborterismo pañuelero que se vanagloria de
ahorrarse la llegada al mundo de niños “defectuosos” con enfermedades
congénitas o síndrome de Down. La celebración del “perrihijo”, finalmente, no
contribuye sino a revalidar la hipótesis inicial del libertarismo como
paroxismo, como hipérbole del progresismo.
Milei es entonces un revolucionario desde el discurso porque
nos invita a construir una sociedad nueva, distinta, basada en valores
novedosos o que por lo menos se nos venden como tales en un contexto de
descomposición social y relativismo moral. A la manera del bufón que se coloca
a sí mismo en el lugar del sentido común señalándole al Rey Lear sus propias
contradicciones en la tragedia shakesperiana, Milei se muestra a sí mismo como
una alternativa en medio a una tormenta permanente en la que se encuentra
sumida la sociedad como consecuencia de la pérdida de una conducción y un
sistema de valores firmes.
Y sin embargo, la revolución mileísta solo existe en el
discurso de Milei. En la práctica Milei no es más que una pieza secundaria en
un engranaje ajeno, apenas la válvula que contuvo durante el proceso electoral
en curso la represa de votos en contra de un gobierno de catástrofe y
aparentemente en retirada, cuyo candidato es nada menos que el ministro de
Economía con más de ciento veinte por ciento de inflación anual.
Esa es la realidad que los enfervorecidos seguidores del
propio Milei no alcanzan a ver, he ahí el límite de esta revolución de leones
herbívoros. Día tras día los mileístas se multiplican en número, sedientos de
la esperanza en un tiempo mejor. Ajenos al entendimiento de los tejemanejes de
la política, vuelcan todo su ímpetu en la militancia de la nueva identidad
libertaria, deseando quizá el ocaso de la casta política y el advenimiento de
una sociedad justa donde a cada quien le correspondan riquezas y progreso en
virtud de los propios esfuerzos en una verdadera y utópica meritocracia.
Pero no existe tal proyecto. Milei no vino a hacer la
revolución, vino solo a declamarla. No es una revolución lo que nos espera a
los argentinos para los próximos años, es apenas un proceso de subversión
donde, en palabras del actual prescindente Alberto Fernández, será “el que más
se preparó para ser presidente” el auténtico ganador de la pulseada,
erigiéndose en líder y señor indiscutido de una nueva hegemonía que habrá de
arrojar a su paso un verdadero tendal de heridos. Incluidos los propios mileístas
convencidos, por supuesto. ¿Qué pasará con esos argentinos cuando en el tiempo
se verifique la pertenencia de su líder a la “casta” y la ausencia de toda
intención de despegarse de la politiquería y la partidocracia?
He ahí la pregunta que los peronistas hemos de plantearnos. ¿Estaremos a la altura que las circunstancias históricas nos demandan? ¿Seremos capaces de reinventarnos y demostrarnos vigentes y atemporales, tal como lo hicieron Los Beatles y los Rolling Stones cuyos discos se siguen vendiendo décadas después a pesar de la llegada y el ocaso de aquella revolución de los feos llamada cultura punk, que declamaba venir degollando? La respuesta, por supuesto, depende de nosotros.
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