Se repite tanto el leitmotiv de campaña que incluso conversando en la calle con los ciudadanos de a pie resulta posible encontrarse con ese argumento, el de la defensa de la democracia como desiderátum, sin que se entienda muy bien a qué se le llama democracia, tal que nos resulte indispensable defenderla. Por otra parte, tanto los medios de comunicación como la clase política contribuyen a la actual confusión, pues resumen el asunto a la denuncia de las presuntas maneras antidemocráticas demostradas por parte de la oposición partidaria representada en la alianza entre los autopercibidos “libertarios” y los cambiemitas devenidos en mileístas de la última hora.
La violencia verbal con la que se expresan el candidato Milei y su vice Victoria Villarruel, la defensa velada o explícita de la dictadura genocida de la década de 1970 por parte de aquella y de sus militantes y un largo etcétera, todo parecería que está poniendo en peligro la democracia momento a momento, pero nadie se detiene a explicarnos qué cosa entendemos o deberíamos entender por democracia.
Y he ahí precisamente la trampa de todo este meollo. No se nos explica qué cosa es la democracia porque no resulta conveniente al poder que el pueblo conozca los detalles de su aplicación para la vida cotidiana. Tan es así que no resulta infrecuente encontrarnos hoy en día y especialmente entre la minoría politizada y sobreideologizada expresiones del orden de la “trampa democrática”, que la democracia ha demostrado resultar un fracaso o que constituye un atraso para el país. De hecho, cada vez más individuos se atreven a cuestionar a la democracia como tal y acuerdan que un gobierno ideal debería acercarse más bien a alguna forma de totalitarismo o a una dictadura personalista que no permitiera la burocratización de la actividad política, sino más bien que la limitara por completo.
Existen varias corrientes en esa ala “antidemocrática”, desde una más cercana al nacionalismo que se mira en el espejo del fascismo italiano o el franquismo español hasta el gorilismo puro y duro que sugiere la eliminación de las elecciones o de mínima la modificación de la ley electoral en favor de un voto censitario, limitado por criterios de propiedad o de instrucción. El argumento detrás de una reforma constitucional que redujera el número de electores viene de la mano de una oposición al “populismo” y sugiere implícita o explícitamente que las masas no son capaces de elegir a sus propios representantes, ya sea por ignorancia o por tendencia a resultar manipulables.
De acuerdo con los detractores de la democracia, entonces, se entiende por esta última el ejercicio del sufragio a través del que se eligen gobiernos mediante la organización de elecciones libres. El llamado vicio o farsa democrática aludiría a la inutilidad de las elecciones como herramienta de transformación de la realidad, bajo el argumento de que “si las elecciones sirvieran para algo estarían prohibidas”. Y entonces estos sujetos se oponen a aquello que o bien consideran inútil o bien como un medio para otorgar poder a sujetos dedicados profesionalmente a la política con la única finalidad de satisfacer sus intereses corporativos o sus ambiciones personales, la llamada “casta política” que tanto denuncia el autopercibido “libertarismo” y que se ha encumbrado a partir de la manipulación de un electorado bobo y sin capacidad de raciocinio.
El problema es que del lado opuesto de la grieta la definición de democracia que se nos ofrece no difiere en mucho de aquella por lo menos en los fundamentos básicos. Cuando el aún autodenominado “campo nacional y popular” nos propone la defensa de la democracia se está refiriendo exclusivamente a la continuidad del sistema republicano representativo, esto es, a la sucesión ininterrumpida de gobiernos elegidos periódicamente en comicios organizados por los partidos políticos y monitoreados por el sistema de administración de la justicia con competencia electoral. Los largamente mentados “cuarenta años de democracia” aluden exclusivamente a las cuatro décadas transcurridas desde la elección del radical hiperinflacionario Raúl Alfonsín hasta la actualidad, pasando por la década menemista, la debacle aliancista, el interregno duhaldista y las virtuales dos décadas de hegemonía del kirchnerismo en su fase afirmativa (con Néstor Kirchner y Cristina Fernández) y su fase negativa con Mauricio Macri como la manifestación del “anti” y Alberto Fernández como una suerte de híbrido funcional a la implosión de aquella hegemonía.
Eso es lo que se nos vende por democracia: una continuidad por cuatro décadas sucesivas de la institucionalidad que a lo largo de nuestra historia se ha visto interrumpida por golpes de Estado de diversos tintes políticos, unas veces para eliminar a gobiernos populares (como en 1930 y 1955) otras veces para sanear el sistema ante la existencia de gobiernos fraudulentos y de corte antipopular (como el golpe revolucionario de 1943, fundamental para el ascenso al poder del peronismo). Aplicando un reduccionismo malintencionado se nos sugiere entonces que si hay elecciones hay democracia y que si no hay elecciones no la hay, independientemente del contenido ideológico y de las políticas concretas implementadas proceso tras proceso por los diversos gobiernos, tanto los gobiernos elegidos a través del sufragio como aquellos instalados por la fuerza a partir de la intervención militar.
Y entonces resulta a menudo medianamente entendible por qué a esta altura de la historia el concepto está siendo puesto en cuestión. Que se nos diga que un gobierno de corte popular como el de Néstor Kirchner ha sido tan democrático como el de Mauricio Macri cuyo sesgo antipopular resulta evidente confunde un poco y nos plantea la pregunta acerca de para qué querríamos defender un sistema que nos ha arrojado como resultado cosas tan disímiles y opuestas. En ese sentido, la democracia entendida como se nos explica no parecería ser una cosa buena y deseable por sí misma. Pensando por la negativa deberíamos considerar al gobierno revolucionario del GOU, con Edelmiro Farrell y Juan Perón a la cabeza, tan demoníaco por sí mismo como el de Videla, Massera y Agosti, lo que ciertamente nos plantea más de un interrogante y hasta serias objeciones. Eso sin mencionar que en la actualidad la burocratización de los procesos electorales ha resultado en un estado de situación tal que se puede describir como de campaña eterna.
A lo largo de los dos años que transcurren entre las elecciones presidenciales y las de medio término los oficialismos tienen poco tiempo para dedicarse a gobernar, mientras que las campañas políticas parecieran extenderse al infinito, sobre todo las campañas presidenciales. Elecciones primarias, a menudo escalonadas para las jurisdicciones provinciales, que se reparten entre la elección a gobernador, intendentes y legisladores y presidente de la Nación, con primera vuelta y un eventual ballotage. Los procesos electorales se extienden interminablemente y nos dan la sensación de una campaña eterna que mueve al hartazgo y la desazón. Mientras, la política se paraliza y se aísla respecto de las necesidades del pueblo, colocadas en un segundo plano a la vez que se privilegia en la arena pública la rosca ideológica por sobre las preocupaciones genuinas de los de a pie.
Y entonces nos vienen a reclamar que cuidemos la democracia cuando tenemos en mente como modelo de democracia eso, la rosca eterna, la discusión fútil y las filas interminables varios domingos al año para ejercer el derecho (y el deber) a un sufragio de cuya prohibición o proscripción pocos tenemos memoria a esta altura. Pensar en defender un sistema que vemos defectuoso y a menudo tedioso no parecería ser una prioridad cuando nos hallamos ante la dura realidad de que día a día la subsistencia nos resulta más difícil, el progreso nos es esquivo y las ganas de luchar por una patria que parecería darnos la espalda flaquean a medida que el cuerpo se agota, las esperanzas se pierden y el futuro nos resulta borroso desdibujándose en el horizonte, anclados como estamos en las dificultades del día a día.
Lo que se nos oculta es que democracia no es eso, ya los antiguos la definieron como una forma de gobierno desde el pueblo para el pueblo, pero el peronismo nos ha enseñado mejor que nadie que la verdadera democracia es aquella donde el gobierno hace lo que el pueblo quiere y defiende un solo interés: el del pueblo. No podemos confundir entonces la simulación electoral, con opciones que no son tales sino que responden a las mismas terminales de poder y a los mismos intereses, con una democracia verdadera.
Sí, debemos defender la democracia, pero atendiendo a la realidad evidente de que no estaremos en democracia toda vez que la política resulte en un arma de los poderosos para administrar nuestra dependencia. Si no existen la dignidad del trabajo para el pueblo, un horizonte de progreso material y espiritual posible y tangible, la garantía de la movilidad social ascendente, la justicia social y en definitiva la independencia económica y la soberanía política que constituyen la garantía de aquella, entonces no hay una democracia que defender, pero entonces habrá una democracia que reclamar.
Debemos defender la democracia no como un conjunto de reglas que cada dos años seguimos parsimoniosamente por la obligatoriedad del sufragio universal, sino como el fundamento y la garantía de una vida digna y segura para nosotros, para nuestros niños y para nuestros ancianos. Hace cuarenta años se nos ha dicho que con la democracia se come, se cura y se educa y caímos en esa trampa retórica. Lo que se nos hubiera debido decir es que siempre que accedan a la comida, la salud y la educación tan solo unos pocos privilegiados la democracia no existe y se convierte sí entonces en una farsa y en un significante vacío.
El desafío es entonces recordar qué defendemos cuando defendemos la democracia. No estamos defendiendo la institucionalidad republicana sino a nosotros mismos, nuestro estilo de vida o la necesidad de poner a este en valor, volviendo a ser artífices de nuestro propio destino. Ya lo hemos hecho en el pasado defendiendo nuestra industria incipiente en Obligado, lo hicimos durante la década peronista llegando a ser una potencia regional con proyección de desarrollo y el cincuenta por ciento del producto bruto nacional en manos de los trabajadores. Volvimos a intentarlo durante la década ganada del kirchnerismo poniendo en valor un entramado productivo que había sido desmantelado durante las décadas de la rapiña neoliberal. Y podemos volver a hacerlo, tenemos el capital humano, la resiliencia y la inventiva que un pueblo sufrido pero altivo como el nuestro posee como capital inalienable. Esa es la democracia que debemos defender en esta coyuntura y siempre, independientemente de quién gobierne o de si nos encontramos en época electoral.
La pregunta que debemos realizarnos es si alguna de las supuestas opciones en pugna este 19 de noviembre responde efectivamente a ese modelo de democracia verdadera entendida como un gobierno del pueblo y para el pueblo. Si la respuesta a ese interrogante el lector la cree afirmativa entonces podrá dirigirse a las urnas con la esperanza de un nuevo amanecer para los pueblos, depositar el sobre con alegría y retirarse al hogar con la satisfacción del deber cumplido. Pero si por el contrario la respuesta es negativa, entonces no nos quedará más alternativa que mantenernos atentos y vigilantes, en actitud de lucha y con fe en que la organización vence al tiempo.
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