Juego de siameses en espejo




En algún momento he descrito en este espacio aquello que me gusta llamar la riverboquización de la militancia, la cual consiste en esa lógica ilógica de trasladar el comportamiento propio de una hinchada de fútbol a la arena de las lealtades políticas. Como se sabe, el fútbol es el canal de sublimación de las frustraciones cotidianas por antonomasia, al menos en una sociedad como la argentina donde el fanatismo por este deporte llega a alcanzar los niveles propios de una verdadera religión pagana. Por lo tanto, no resulta difícil como estrategia de diversión social extrapolar ese modo de reacción de la masa ante el hecho deportivo hacia un fenómeno de mayor trascendencia para la reproducción de la vida, como puede bien constituirlo la realidad del país.

La riverboquización de la política, entonces, se correspondería con el fenómeno de polarización de las lealtades político-partidarias independiente de todo criterio de racionalidad pero dependiente en cambio, de manera exclusiva, del “color de la camiseta” de cada bando militante. Es un enorme problema: decimos que esta lógica es ilógica porque precisamente carece e incluso reniega de todo análisis racional de la cosa. Por el contrario, se limita a la inmediatez de la victoria efímera e irracional frente a quien se nos coloca como rival en un momento dado.

Y eso funciona perfectamente en el fútbol, ámbito de la irracionalidad por excelencia. El hincha de Boca será hincha de Boca en todo momento y todo lugar independientemente del desempeño deportivo de su equipo, del número de aficionados que se sientan representados por los colores del club, de si el clásico rival le gana un partido crucial o de cualesquiera otras variables que analizadas bajo un criterio de racionalidad pudieran considerarse capaces de alterar el sentido de una pasión. El hincha no es un apostador, el apostador debe despojarse de sus sentimientos a la hora de apostar si lo que desea es hacer una diferencia económica, deberá apostar por el equipo o el jugador que objetivamente y análisis racional mediante posean mejores probabilidades de triunfar. El hincha no. El hincha apuesta por su camiseta aun cuando intuye que va a perder, porque no lo mueve la razón, lo mueven la pasión y la fe. Por lo tanto, lo que diferencia al hincha del apostador es la ausencia deliberada de toda racionalidad. 

El hincha no necesita ser racional sino más bien todo lo contrario, necesita “bancar los trapos” sin importar las circunstancias porque el objetivo de la pasión deportiva es un fin en sí mismo, nadie pierde nada ni gana nada porque “su” equipo de fútbol gane o pierda un partido, un torneo o una categoría. En cambio, el apostador puede quedarse en la ruina de un momento a otro si comete la imprudencia de dejarse llevar por las emociones y apostar todo su capital no sobre la base de las estadísticas y las probabilidades sino de acuerdo con sus deseos y su preferencia. He ahí la peligrosidad de la riverboquización de la política: que en lugar de imitar al apostador la militancia tiende a asimilarse con el hincha.

 Pero el militante no puede ser un hincha, o no debería serlo, puesto que la esfera de la realidad política efectivamente repercute y determina las condiciones materiales de reproducción de la vida no solo de ese militante sino de toda la masa de ciudadanos alcanzados por un determinado régimen político, sean militantes politizados o no. El criterio para brindar apoyo a una fuerza política en un determinado momento y lugar no pueden ser el color de su camiseta, el nombre de un dirigente o la mera preferencia irracional, debe estar mediado por la racionalidad y justificarse en hechos y no en símbolos.  

Si está bien que el hincha “banque los trapos” aun cuando su equipo pierda, ese comportamiento no puede extrapolarse a la política porque “perder” en la política puede significar la diferencia entre cenar o irse a la cama sin comer. Ganar unas elecciones o un debate político en redes sociales no pueden constituirse en un fin en sí mismos, sino apenas en un medio para modificar las condiciones materiales de vida de los ciudadanos de un país.

¿Pero qué significa “perder” y cómo se puede “ganar”? En la lógica de la riverboquización, “perder” termina reduciéndose efectivamente a eso, a un sinónimo de no lograr imponer al “propio” candidato en una elección o en un debate, mientras que “ganar” significa lo opuesto, o sea, que el candidato “propio” gane las elecciones y gobierne. Una vez instalado “su” candidato en el gobierno, la hinchada de este justificará todos los actos, discursos, comportamientos y medidas llevadas a cabo por ese candidato independientemente de si estos repercuten favorablemente en la vida no solo de la hinchada sino de todo el país en su conjunto e independientemente de si estos actos eran abucheados en el pasado cuando quien gobernaba era el candidato propio del otro equipo. Veamos algunos ejemplos.

¿El gobierno decide aumentar el número de beneficiarios o el monto de los planes sociales destinados a paliar los efectos de la indigencia en los sectores más desfavorecidos de la sociedad? Si gobierna el equipo A, los hinchas del equipo B deberán oponerse a esa medida arguyendo que los planes sociales fomentan la vagancia y cuestiones por el estilo, mientras que los hinchas del equipo A justificarán la medida defendiéndola a capa y espada como medio para tender una mano a los desposeídos de la patria. Pero el día que A pierda la postura oficialista y B pase a gobernar, los roles se intercambiarán sin que a nadie le interese el contenido de las medidas, porque esa es la lógica del fútbol: que no hay lógica. Cuando B gobierne repartirá planes sociales al igual que en el pasado lo hizo A. Los hinchas de B entonces tendrán el deber de justificar y los hinchas de A deberán criticar. 

Lo mismo puede suceder con fenómenos como la inflación, la emisión monetaria o la persecución judicial: se justifican por el oficialismo y se critican por la oposición sin importar si resultan beneficiosos para el conjunto de la sociedad ya sea en un plano material, ético o jurídico. Lo que significa en la práctica que no importa lo que un gobierno haga, siempre que posea una hinchada lo suficientemente numerosa para que se dedique sistemática e irracionalmente a vivar a ese gobierno, mientras que la hinchada rival perteneciente a la oposición se dedique a criticar rabiosamente. 

A veces sucede que Boca gana y a veces sucede que gana River, lo que jamás sucede es que por ver que Boca esté jugando mejor el partido un hincha de River decida hinchar por Boca o al revés. El hincha de Boca no tiene permitido criticar al plantel de Boca frente al rival y el hincha de River no puede elogiar a Boca, porque ambos comportamientos se consideran traiciones flagrantes a la camiseta. En el fútbol la norma es “cuanto peor mejor”: en los peores momentos de la derrota es cuando se ve el material del que están hechos los hinchas. Es más fácil demostrarse un hincha orgulloso cuando el propio equipo gana todos los certámenes y se destaca sobre todos los rivales, el verdadero desafío es demostrar el amor por la camiseta en tiempos de adversidad.

Y he precisamente ahí el quid, el porqué de la traslación de esa lógica del fútbol hacia la arena política: la épica del hincha implica necesariamente una reivindicación de la derrota que resulta funcional a un proceso de pauperización de la vida. Si en el ejemplo de las hinchadas A y B cambiamos estas letras por una K (de kirchnerismo) y una M (de macrismo hoy fagocitado por el mileísmo) comprenderemos mejor las consecuencias prácticas del proceso. 

¿Por qué decimos que la extrapolación de la lógica de la hinchada resulta funcional a un proceso de pauperización de la vida? Pues, precisamente porque a lo largo de la última década, a partir del giro progresista del kirchnerismo que podemos situar a inicios del año 2014, con la devaluación de la moneda nacional como hito fundante e hilo conductor, todos los gobiernos sin distinción de su autopercibido sesgo ideológico han llevado adelante una política sistemática de reducción del valor de los ingresos populares, desde los salarios hasta las jubilaciones y pensiones. Es el contexto de un proceso de empobrecimiento de la clase trabajadora el escenario ideal para poner a prueba la pasión de la propia tropa: volviendo al ejemplo del fútbol, resulta fácil ser hincha del que gana, el desafío es seguir siendo hincha a pesar de la derrota e incluso de la degradación constante, de ir al descenso categoría tras categoría. En la cancha se ven los pingos y en ese sentido lo importante es saber construir un rival digno de todo sacrificio, que amerite el sufrimiento propio con tal de evitar la victoria del enemigo.

De ahí que los campos K y M se caractericen por ser opuestos exactos en espejo por sesgo ideológico, como River lo es de Boca. Si River son los “millonarios” Boca serán los “bosteros”, si un K es estatista un M será antiestatista, si un K dice sí un M dirá inmediata y sistemáticamente no. De eso se trata la rivalidad: el que se identifica por sesgo ideológico con el campo K jamás lo hará con el campo M, la cosmovisión de ambos militantes se autopercibe diametralmente opuesta y por lo tanto, excluyente.

Pero ahí reside la trampa: la cosmovisión o el discurso ideológico que cada uno de los campos representan no necesariamente se traducen en políticas distintivas cuando uno u otro campo accede circunstancialmente al poder político en el Estado. Como lo hemos visto al comienzo de esta argumentación, el leitmotiv en este proceso es el empobrecimiento, por momentos más paulatino y por momentos más acelerado de la masa asalariada independientemente de quién gobierne. En ese plano no existen fisuras, el modelo económico de corte neoliberal parece no encontrar grietas. La política identitaria vaciada de contenido es el escenario ideal para toda ausencia de cuestionamientos de base a ese modelo, pues a través de la vieja premisa del “Divide y reinarás” el poder real ha logrado separar a la masa en dos sectores ocupados en librar batallas de cabotaje por cuestiones banales, a menudo meramente simbólicas, mientras los elefantes siguen pasando por detrás. 

Se trata de una auténtica maquinaria de ingeniería social, destinada a brindar a una sociedad politizada pero sin cultura política, al decir del General Perón, la falsa sensación de una participación activa en los destinos de la patria. En rigor de verdad, la rosca de la política se encuentra en un plano muy superior al del argentino de a pie y hunde sus raíces en territorios profundos que a menudo el argentino promedio no sospecha y el argentino “politizado” considera como materia de la vieja “conspiranoia”. En un sentido estricto, el acceso al poder político en el Estado no depende de la voluntad popular pero la farsa democrática requiere de una simulación de representación del pueblo. En las mesas chicas de la política, no obstante, no existe esa rosca de camarillas por sesgo ideológico puesto que todos los actores involucrados en esa farsa defienden un mismo modelo de colonia que representa los intereses de una oligarquía local satélite de la élite global.

Por eso decimos que el proceso de riverboquización oculta bajo un manto de pasiones encontradas un juego de siameses en espejo. Si River y Boca se recelan y combaten es porque ambos son hijos del mismo vientre, nacidos en la misma locación ribereña y con similares derroteros deportivos e históricos. Más allá de las diferencias circunstanciales que los definen, River y Boca se parecen más de lo que sus hinchas están dispuestos a admitir. Son clubes siameses que se reafirman mutuamente en la negación del otro y se comportan de manera idéntica pero en sentido inverso, como quien mira su reflejo. 

Los K y los M, por su parte, también son siameses en espejo. Nacidos al calor del Consenso de Washington, neoliberales y progresistas coinciden en su modelo especulativo-rentístico distanciándose en cuestiones identitarias como quien viste una camiseta diferente de la que utiliza su hermano gemelo. A través de la farsa del River-Boca la élite ha logrado convencer al público de que por vestir diferentes casacas dos siameses no son idénticos. 

Pero allí no termina la trampa. Como hemos mencionado, el proceso de riverboquización de la política es funcional a la pauperización de la vida, pero no lo es solo por el hecho de impedir a la masa que esta se una en la exigencia de reivindicaciones propias de sus intereses. Lo es sobre todo porque en el camino uno y otro de los siameses se ocupan de parasitar bien por izquierda, bien por derecha, al único movimiento político capaz de representar de manera estable los intereses permanentes de la patria: el peronismo. En ese sentido, el gran perdedor de la no-lógica del River/Boca es el pueblo argentino, puesto que el juego de siameses en espejo lo divide mientras que el parasitismo ideológico desvirtúa y debilita en el camino al único actor que históricamente ha sabido constituirse en un representante de los intereses populares. 

La pérdida es doble y es irreparable en tanto y en cuanto por peronismo se entienda cualquier cosa menos la realización espiritual del pueblo a través de una comunidad organizada bajo la justicia social como principio ordenador. Peronismo no es pobrismo ni son “derechos” simbólicos como el progresismo ha hecho creer por años de desinformación malintencionada. Peronismo no es lucha de clases ni agenda de minorías. Peronismo no es globalismo, es trabajo y producción, industrialización con armonía entre capital y trabajo, defensa de las fronteras nacionales, visión estratégica de la posición geopolítica del país, nacionalismo con los brazos abiertos a todos los pueblos del mundo.

Es decir, peronismo no es lo que el progresismo entiende de él, pero tampoco es lo que el resabio menemista hoy cercano al mileísmo reivindica, porque el peronismo no es neoliberalismo. No es Malena Galmarini vestida de verde militando el aborto como método anticonceptivo ni Natalia Zaracho haciendo gala de su indigencia como una bandera, pero tampoco es Claudia Rucci abrazándose hoy a María Eugenia Vidal y mañana a la defensora de los genocidas que le hicieron el golpe a Isabel Perón. Peronismo es la voz y el sentimiento profundo del pueblo argentino sistematizado en las tres banderas de la independencia económica, la soberanía política y la justicia social. 

El juego de siameses en espejo es efectivo porque en la dialéctica uno y otro de los siameses se defienden jugando a negarse, pues en la negación del otro se reafirma cada uno, mientras languidece la única esperanza viva y real de independencia de nuestro pueblo, debilitada por la sangría de uno y otro flanco. Si el peronismo no logra purgarse de sus parásitos y volver a alimentarse de la pasión popular que lo robusteció históricamente, las posibilidades de refundación de un proceso revolucionario en un sentido positivo, constructivo y popular se tornan día a día más remotas. Quedará la cáscara, quedarán los símbolos, quedarán sus banderas como significantes vacíos, pero el peronismo habrá muerto.

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