Siempre me ha llamado la atención la interpretación de lo que significa
como fenómeno cultural el peronismo para la clase trabajadora argentina
propuesta por un historiador británico, Daniel James, quien supo ver en el asunto
una dimensión que a muchos historiadores argentinos, a menudo influenciados por
el marxismo, se les escapa.
Recuerdo que cuando ingresé a la universidad para comenzar
mis estudios en Historia, me golpeó particularmente el marote ese discurso de
James, único de los autores estudiados habitualmente en la academia que no
incurre en el vicio caracterizado por el propio James como “instrumentalismo
materialista”. Recuerdo además que ya he escrito en el pasado acerca de ese concepto,
pero vale la pena reflotarlo porque como bien dice una popular diva argentina: “El
público se renueva”.
Pasa que la mayoría de los autores, influenciados por la teoría
de clases, tienden a resumir la adhesión al peronismo a una cuestión meramente
material, reduciéndolo a la suma de las prerrogativas sociales y económicas que
lo han caracterizado. El peronismo sería entonces la sumatoria del aguinaldo y
las vacaciones pagas, la vivienda social y poco más.
De acuerdo con la interpretación canónica en las universidades
nacionales argentinas, entonces, los trabajadores se hicieron peronistas porque
a partir del advenimiento de Juan Perón como secretario de Trabajo y Previsión
le fue más fácil a la clase trabajadora obtener las reivindicaciones sociales y
sobre todo económicas cuya obtención no habían conseguido décadas de conflictividad
sindical. Daniel James, por el contrario, se vale de testimonios, entrevistas,
incluso de otras fuentes como letras de tangos y canciones populares para romper
con esa interpretación incompleta y brindarnos una idea más cabal de por qué
los argentinos somos peronistas incluso décadas después de derrocado primero y
fallecido luego el presidente Perón.
Lo cierto es que parecería insuficiente explicar los lloros en
los funerales de Eva Perón, su elevación a la categoría de santa popular o la
veneración de la figura de Juan Perón tan solo por la obtención de vacaciones pagas
o jornadas laborales de ocho horas, ¿no es cierto? La intelectualidad
argentina, acaso por su gorilismo histórico, se quedó corta en la explicación
del fenómeno y resulta siendo un extranjero el que, por mirar la cosa desde fuera
y desprovisto de todo juicio previo, logra dar en la tecla.
Recuerdo (sin volver al texto, por lo tanto estoy citando de
memoria) una sección de la primera parte de su libro Resistencia e
Integración. El peronismo y la clase trabajadora, 1946-1976 en la que James
recolecta el testimonio de un trabajador, quien le suelta nomás a lo bruto una
definición más que clara de lo que significó en tiempo presente el advenimiento
del peronismo. “Con Perón éramos todos machos”, decía este hombre, dando una
descripción precisa y exquisita no solo de lo que cambió con la llegada de
Perón sino, por contraste, de la experiencia previa, la del preperonismo.
Porque si “con Perón éramos todos machos”, sin Perón todos
habíamos sido un hatajo de castrados. Y esa es la dimensión cultural que hace
del peronismo un hecho revolucionario no solo en sus resultados sino en sus
ideas. El peronismo enseñó a los trabajadores argentinos a ser altivos,
incorformistas, a reclamar y peticionar y a “creerse” (en rigor, a saberse)
dignos de progreso no solo material sino y sobre todo cultural y espiritual. He
ahí la singularidad del hecho, que explica no solo por qué los trabajadores silvestres
de la década de 1940 se hicieron peronistas sino también por qué hoy día ser
peronista es sinónimo de argentino y por qué todos los argentinos somos
peronistas aun cuando no nos demos cuenta de ello.
Es que toda vez que uno le pregunte a un argentino qué desea
como horizonte de posibilidad para su futuro, el argentino va a responder que
desea poseer un trabajo registrado que le reconozca sus derechos y sus
prerrogativas, pero también un progreso verificable en el tiempo. El trabajador
argentino quiere una casa propia e irse de vacaciones pero no le tiene miedo a
desear un autito, un departamento para veranear en la playa o que sus hijos
lleguen a profesionales o sean capaces de montar un negocio propio. El
trabajador argentino ha naturalizado el progreso y también la protesta. Y eso,
amigos míos, no es una cosa “natural”, es algo que nos dio el peronismo, que
nos lo enseñó y nos lo interiorizó, generando en nuestra sociedad un impacto
cultural revolucionario que va mucho más allá de las lealtades político-partidarias.
¿Ustedes creen que un peón rural o un albañil peruano o
paraguayo responderán que existe un futuro o un progreso más allá de la supervivencia
diaria? No, pues, y no se trata de una cuestión racial ni genética ni mucho
menos relativa a la “inteligencia” de cada quien. La diferencia es que por
Perú, por Brasil, por Paraguay o Chile no pasaron Perón y Eva. Lo “natural”
para otros pueblos es que el pobre muera pobre y engendre hijos pobres y que
los ricos sean tan ricos que sus hijos y sus nietos ya sean ricos antes de
nacer. De hecho, siempre que uno se tome el trabajo de preguntar a un inmigrante
de la región por qué ha decidido vivir en Argentina en lugar de juntar dinero y
regresar a su país este le responderá: “Porque aquí solo hace falta tener
trabajo para vivir con dignidad. Mis hijos tienen salud y educación gratuitas, tenemos
una casa y podemos progresar, lo que en mi país es imposible porque nadie que haya
nacido en la miseria logra salir de la miseria jamás”. Lo sé porque me he
tomado el trabajo de preguntar, hagan la prueba y comprueben por sus propios
medios.
Eso es el peronismo, una revolución cultural que nos quedó
inconclusa porque (lamentablemente) no la hemos podido exportar para que
abarcara a los pueblos hermanos de nuestra región.
Y sin embargo, cada vez nos son más frecuentes esas
expresiones del orden de “pagábamos mucho por X producto/servicio”, “no podemos
vivir de arriba” o similares, todas en mayor o menor medida dando a entender
que los argentinos somos perezosos, pretenciosos o que nos creemos mejores de
lo que merecemos. No, no está bien pagar servicios o transportes a la medida de
nuestros salarios, no estaba bien que los trabajadores pudiéramos llegar a fin
de mes y mucho menos que llegásemos a ahorrar, a consumir artículos “de lujo” o
a conocer destinos turísticos. “Eso era una ilusión, no era real”, diría el
amigo Javier González Fraga.
Y ahí está la contrarrevolución, esa es la ingeniería del
lenguaje operando en favor de la extirpación del peronismo del alma del pueblo,
como se extirpa un cáncer de los tejidos sanos. La diferencia es que el peronismo
no daña a la sociedad sino que le genera anticuerpos, he ahí su carácter
molesto para quienes quieren hacer de este un pueblo sin defensas. Se nos habla
de libertad pero no se nos dice en qué consiste esa libertad cuando no somos ni
siquiera libres de llenar un changuito de supermercado. Se nos dice que somos
libres cuando no poseemos más opciones que someternos a permanecer en trabajos
frustrantes y mal remunerados soportando toda clase de abusos o morirnos de
hambre. Vaya “libertad” cuando no somos libres de elegir entre tomar el
colectivo o ir a laburar a pata porque ya no nos alcanza la plata para el bondi.
Somos libres de reventar los pocos ahorros de toda una vida
de trabajo, sacrificio y esfuerzo o perder día a día en calidad de vida. Esa es
la libertad que tenemos, la que está tan de moda enunciar hoy entre gritos y aplausos.
En resumen, somos libres de volver a un estado de preperonismo,
aquel en que no éramos machos porque teníamos que bajar la mirada frente al
patrón para no perder el trabajo. Es eso o morirnos de hambre. Recuerdo una
escena de la novela de Suzanne Collins, Los juegos del hambre, en la que se hace
referencia a la muerte de una persona. Se nos dice que este hombre, Séneca Crane,
ha “decidido” morirse de hambre. Ha sido ese su último acto de rebeldía, se nos
dice, y luego nos enteramos de que tras haber sido apresado el presidente Snow
decidió ofrecerle como único alimento unos frutos venenosos. Sí, eligió morirse
de hambre antes de morir envenenado, pero ¿eligió realmente? ¿Qué clase de
libertad es esa? Es la libertad del pez de nadar en la pecera mientras el
pescador lo mira desde fuera con una red en la mano, listo para pescarlo en cuanto
se le dé la regalada gana.
Pero ese discurso prende, porque vierte sus raíces en un
sentimiento criollo de dignidad que si bien no es incompatible con el peronismo,
puede aprovecharse en su contra. Ese orgullo baqueano del folklore que nos
enseña que la vida del gaucho es y debe ser sinónimo de sufrimiento, como en
las canciones de José Larralde. ¿Vieron que Larralde nunca le canta a la
posibilidad de salir de la miseria? “Tengo a mis hijos que a puro brazo los
estoy criando/ me priendo a cualquier cosa, el hambre es mucha y el pan, escaso”,
“De muy chiquito viví cinchando”, “En esos negros inviernos, cuando la yerba
escaseaba/ tu cuerpito calentaba mis manos con su calor”.
Esta última cita proviene de “Mi viejo mate galleta”, una de
mis canciones favoritas por la ternura con la que el gaucho le agradece los años
de servicio a ese matecito que durante tanto tiempo fue su compañero. Pero,
¿nos hemos detenido a pensar por qué es galleta el mate? Porque el gaucho toma
mate cuando no tiene qué comer, para llenarse la panza aunque sea de agua. Y
sí, es hermosa la poesía presente en ese acto de gratitud del hombre sencillo
ante el mate que lo salvó de morirse de hambre pero, ¿por qué Larralde no le
canta a la posibilidad de progresar?
Porque Larralde se referencia en una Argentina preperonista
en la que el progreso era impensable y el honor del hombre se mostraba no por
su capacidad de producir, crecer, avanzar, sino por su habilidad para sobrevivir
en la adversidad. “Doblando el lomo pa’que otro doble los bienes”, esa era la
premisa. Y entonces prende. Pagábamos muy poco, comíamos demasiado, teníamos
mucho más de lo que merecíamos porque el pobre… El pobre no merece nada, ni
siquiera un salario digno. “Andá a decirle al patrón por qué no te da el
aumento./ La pucha, que lo ha estudiao’ que hasta te larga contento”. Y está
bien, no estoy criticando a Larralde ni mucho menos, como no critico al pueblo paraguayo
o al chileno por no haber aprendido lo que para un argentino es elemental
porque hemos atravesado una revolución cuyas consecuencias aún perduran, incluso
aunque en el tiempo se empiece a diluir como consecuencia de años y años de ingeniería
social.
No critico que alguien no conozca lo que no ha vivido, solo
estoy advirtiendo que quienes sí lo hemos vivido aunque más no sea a través de
las memorias de nuestros padres y nuestros abuelos, por haberlo mamado sin apenas
darnos cuenta, estamos perdiendo eso que nos hace únicos, el peronismo, que nos
hace argentinos, porque hace de nosotros este pueblo único que somos. Nos están
llevando a un estado de preperonismo que nos regresará al tiempo nostálgico de
Larralde, el que alguna vez Jauretche definió como de peones pata al suelo
condenados al infraconsumo. Si con Perón éramos machos estamos volviendo a ser
castrados, porque no somos libres ni siquiera de tener hijos sin condenarlos a
la miseria. Estamos siendo testigos de nuestra propia extinción y poco podemos
hacer porque estamos solos, huérfanos de toda conducción. Hemos regresado a la
década infame.
¿Será solo una década? Dicen que no hay mal que dure cien
años… Ni cuerpo que lo resista.
Y... Fijate que a los libertarios les encanta decir que hace 100 años éramos potencia. Claro, era un país para pocos y eso es a lo que llaman potencia, a tener millones de excluidos y unos pocos privilegiados. Y si con Perón éramos todos machos, eso molestará a quienes militan la "deconstrucción", porque para ellos macho es mala palabra. Nada es casual, tanto los liberales como la progresía tienen como objetivo despojarnos de los beneficios que supo tener la clase trabajadora, unos de manera cruda y directa y otros con el disfraz de lucha por la igualdad.
ResponderEliminar