El sueño de la razón produce monstruos



Londres a finales del siglo XIX. El joven estudiante de medicina Max McCandless conoce a Godwin Baxter, maestro de anatomía y científico de renombre de quien no tarda en convertirse en asistente personal. Baxter, a pesar de sus avances en el campo de la anatomía, posee fama de científico loco y genera habladurías entre los propios estudiantes de su cátedra. Es un individuo tosco y deformado cuyas profundas cicatrices mueven a la risa o el miedo y cuya personalidad excéntrica le ha valido el celibato y un encierro próximo a la agorafobia.

Pero McCandless descubrirá pronto que Godwin no está solo: en el laboratorio montado en su hogar lo espera Bella, una criatura de un encanto arrebatador que atrae a todo el que se le acerca, a pesar de que pronto sabremos que se trata de una auténtica aberración. Así comienza Pobres criaturas (Poor things, 2023), la última producción del cineasta griego Giórgos Lánthimos, protagonizada por Emma Stone y Willem Dafoe.

La historia de Bella (Stone) no deja de resultar apasionante a pesar de ser producto de una tragedia. A partir del suicidio de la esposa embarazada de un militar encumbrado, Godwin (Dafoe) recupera para la ciencia un cuerpo que resultará en su mayor experimento científico: Bella es su madre y es su propia hija a la vez, híbrida entre la difunta mujer del general y el propio feto de su vientre, de quien Baxter implanta en el cráneo su cerebro para insuflar vida a una criatura novedosa. Con el cuerpo de una mujer y la materia gris de una niña, Bella oscila entre la inocencia, la intrepidez y la irreverencia propias de la infancia, sumadas a los apetitos naturales de la adultez. Su belleza resaltada por la ausencia de los tabúes propios de la mujer victoriana la vuelven irresistible incluso para el joven McCandless, quien se enamora perdidamente de ella, prometiendo al viejo Baxter hacerla su esposa.

Pero Bella tiene otros planes. Atraída por el mundo exterior que le ha sido negado por Godwin, se emprende en un viaje rayano en lo lisérgico, surrealista, que combinará elementos de la estética onírica e hipersexualizada de Salvador Dalí con el futurismo de la Metrópolis (1927) de Fritz Lang y las temáticas propias de la novela gótica al estilo del Frankenstein de Mary Shelley. Lo paradójico del caso es que a pesar de su inocencia y de su juventud, naturales a una mujer cuya memoria se remonta a la edad de su cerebro y no más allá, Bella es un alma libre, ingeniosa y sensible que no tiene miedo a lo desconocido. El tópico de la monstruosidad como fuente de rechazo, uno de los aspectos más profundos de la crítica propuesta por Mary Shelley, parece esquivar al personaje de Bella para enfocarse en Baxter, el genio de la ciencia equiparable a un moderno Prometeo.

Este es el aspecto más interesante de la historia, aunque sin lugar a duda correrán ríos de tinta en torno al personaje de Bella y su exaltación del empoderamiento de la feminidad entendido como sinónimo de “liberación sexual” (sin que se sepa muy bien cuáles serían las cadenas que supuestamente sujetarían a la mujer en la exploración de su intimidad). Lo verdaderamente novedoso de Pobres criaturas consiste en la confluencia de la figura del monstruo con la del científico, encarnadas en la misma persona.

En ello se diferencia notablemente del ideal propuesto por el Víctor Frankenstein de Mary Shelley. Este era un individuo caprichoso y egoísta, un verdadero pusilánime, pero que sin embargo gozaba en todo momento de la indulgencia de parte del narrador. Su carácter voluble y su moral dudosa no parecen hacer mella en la visión idílica que se nos muestra de él. Víctor Frankenstein se nos presenta en todo momento como un hombre bello y de noble estirpe, un racionalista y gentilhombre, exponente claro del positivismo científico de fines del siglo XIX. En oposición, la fealdad de la criatura pretende movernos al terror y el asco, aunque la lectura de la novela resulta en la inevitable compasión ante esa abominación que demuestra en su desdicha más humanidad que el creador.

Bella Baxter, por su parte, no padece la marginación a la que la criatura de Frankenstein se debe enfrentar, por eso no podemos decir que esta versión actual de la novela de Shelley sea un calco del original en el que simplemente se nos haya cambiado el sexo del monstruo para adecuarse a los cánones de la moral progresista. Porque a pesar de tratarse de la misma clase de abominación, un producto de laboratorio a quien se califica como un experimento, Bella es una mujer libre y es feliz. No la atan las imposiciones sociales de su época ni tampoco la expulsa de la sociedad su condición de creatura. Por el contrario, son precisamente las propiedades resultantes de su carácter de abominación las que la vuelven más atractiva.

Aquí el verdadero monstruo termina siendo Godwin. Mary Shelley tituló su novela Frankenstein o el moderno Prometeo, en alusión al mito griego de la creación de los hombres. Prometeo, según cuenta la historia, era uno de los titanes, célebre por haber formado a los hombres a partir de arcilla e insuflarles la vida a través del fuego que había robado a los dioses. Como castigo por esa creación y por haber obsequiado además el fuego a la raza de los humanos, Prometeo fue condenado a permanecer eternamente encadenado a una roca en una montaña y ser carne de un ave rapaz que se alimentaba de su hígado. En Frankenstein el protagonista da vida a una criatura a partir del uso de una forma moderna del fuego, la electricidad, para resultar finalmente castigado ya no por la divinidad sino directamente por su propia creación, la que no duda, sin embargo, en llamarlo “padre”. En Pobres criaturas, no obstante, la paradoja del creador encuentra un giro original, siendo el Prometeo moderno a su vez creador malogrado y víctima de la creación de otro.

Como afirma el artista español Francisco de Goya en el título de una de sus más célebres aguafuertes, el sueño de la razón produce monstruos. El paroxismo del racionalismo termina siendo, en última instancia, una forma de abominación. El deformado Godwin Baxter no es otra cosa que el resultado de los incesantes experimentos de otro científico sin escrúpulos, su propio padre, quien en nombre de una ciencia endiosada a la que afirma representar no duda en someter a su hijo a toda clase de experimentos desde la más tierna infancia. El aspecto desagradable y plagado de toda clase de cicatrices y deformidades es resultado de las múltiples intervenciones de parte de una eminencia médica, reconocida en el mundo académico de su época como un auténtico genio y aplaudida por sus semejantes.

El monstruo, Godwin, es hijo de un monstruo mayor que ha jugado a ser Dios mucho antes que él y que finalmente lo ha condenado a repetir su sino como Prometeo moderno. Solo leyendo entre líneas a través de su gesto adusto y su lenguaje técnico y aséptico podemos vislumbrar los sentimientos que esa alma atormentada alberga, los mismos que lo impulsaron a desafiar las leyes de la naturaleza y crear a Bella a partir de los restos de un cadáver: es un hombre solo, condenado a la soledad por su condición de experimento, infeliz, una auténtica pobre criatura incapaz de engendrar vida por medios naturales y temeroso de un mundo que le ha resultado siempre hostil y motivo de burlas y desprecio.

Castrado, afeado en nombre de un cientificismo antiético, la única persona que jamás lo ha visto como un monstruo es su propia creación, Bella, quien siempre lo trató con el amor digno de una hija hacia su padre y benefactor. Como el anciano ciego que llegó a amar a la criatura de Frankenstein por ser capaz de admirar más allá de su aspecto exterior, Bella ama a Godwin porque ella, Bella, ha significado para Godwin la única excusa de su vida para manifestar sus sentimientos de ternura, amor y paternidad, olvidando por un momento su condición de monstruosidad. A pesar de presentarla como un mero experimento, entonces, Bella no es otra cosa que la hija que Baxter siempre ha deseado y lo que los une, más que la ciencia, es el amor.

La pregunta necesaria que nos plantea entonces el filme es por los límites del conocimiento racional, hasta dónde podemos tolerar que los prohombres del racionalismo encarnado en las ciencias experimentales y la medicina jueguen a dar y quitar la vida, imponer sus métodos a terceros y someter a los caprichos de sus paradigmas establecidos a toda la humanidad, incluidos a menudo sus propios hijos. ¿Encontrará el lector algún ejemplo contemporáneo de esa clase de fantasías propias de la novela de terror, el gótico o el género fantástico, en las que los dueños de la “verdad” científica se arroguen para sí la facultad de decidir por el destino de toda la especie incluso olvidando los principios del bien común y la ética?

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