Apenas siete meses después de haber asumido la presidencia de
la Nación en diciembre de 2019, el 26 de julio de 2020 Alberto Fernández
conmemoraba el fallecimiento de Eva Perón en un acto que por entonces resultó
llamativo a la militancia peronista, aunque más tarde se demostraría “una
mancha más al tigre” es decir, uno de tantos actos de claudicación de las
banderas peronistas que tendrían lugar a lo largo de ese mandato. Rodeado por
miembros de la agrupación Movimiento Evita, todos convenientemente enguantados,
resguardando el distanciamiento social y con las bocas tapadas, el presidente
Fernández celebraba la realización de diez mil ollas populares, afirmando que “Como
peronistas, nuestro compromiso es con los que menos tienen”.
La conmemoración ―que constituyó la última si no
la única manifestación de virtual “peronismo” al menos discursivo por parte de
un gobierno que había hecho campaña con retórica peronista y que ganó las
elecciones con votos peronistas― tenía lugar en el contexto del tristemente
célebre ASPO (aislamiento social preventivo y obligatorio) consecuencia de la
contingencia sanitaria por coronavirus. Pero no dejaba de resultar
completamente llamativo que el presidente hiciera elección justamente de la
olla popular como símbolo para conmemorar la vida y obra de Eva Perón,
ferviente militante de la justicia social bien entendida, en contraposición con
el pobrismo que reinó durante del mandato de Fernández.
Ese acto, sumado a un sinfín de otros que tuvieron lugar a lo
largo de cuatro años de desgobierno, desidia y atrocidades contra las mayorías
populares darían paso a posteriori a dos fenómenos cuyos alcances siguen
reverberando hasta el presente en la política de cabotaje: el ascenso meteórico
de la prédica antiestatista del mileísmo y del propio Javier Milei y la
demonización de la asistencia social asociada a los llamados “gerentes de la
pobreza”.
En las últimas semanas y meses se ha repetido hasta el
hartazgo esa frase, “gerentes de la pobreza”, para referirse a los organismos
sociales de la mal llamada “economía popular” que se han dedicado
sistemáticamente a militar en favor del pobrismo, por lo menos desde el
advenimiento de la crisis de 2001 y el consiguiente florecimiento de los planes
de asistencia social en la forma de entrega de dinero o de bolsones de comida.
Tanto por parte de los funcionarios asociados al ministerio de “Capital Humano”
―así se llama a partir de la asunción de Javier Milei al área de Desarrollo
Social― como en los editoriales de diversos operadores mediáticos pagos, con la
revelación del “periodismo” Mariana Brey a la cabeza, varias son las tribunas
desde las que el sistema se defiende de su propia ineficiencia y mala intención
a través del señalamiento con el dedo de ese chivo expiatorio, los “gerentes de
la pobreza”, quienes un poco son padres de este antiestatismo exagerado
promovido por el libertarismo gobernante y por el gorilismo en general.
Por “pobrismo” entendemos la romantización de la pobreza como
un “valor” en sí misma, tal como la entendía el gobierno frentetodista,
ensalzando la olla popular, la adjudicación de planes sociales y la “economía
popular” en detrimento de la reivindicación del trabajo como ordenador social y
fuente de la dignidad humana. Es decir, el pobrismo como ideología es
exactamente lo contrario a la tercera posición nacional justicialista, pues
esta última reconoce como única clase social a la clase trabajadora y al trabajo
como único medio legítimo para garantizar la justicia social.
¿Significa esto último que la doctrina de la justicia social
no reconozca valor alguno al asistencialismo? Claramente no, pues de acuerdo
con los principios ordenadores presentes en las veinte verdades del peronismo
lo mejor que tenemos en esta tierra es nuestro pueblo. Toda vez que el pueblo
se encuentre en dificultades es menester que el Estado nacional intervenga de
manera directa para brindar asistencia social. De hecho, es ciertamente verdad
que a la titánica tarea de brindar asistencia a los desposeídos dedicó su vida
la extinta Eva Perón.
Lo que diferencia al asistencialismo del pobrismo es su
concepción de la asistencia social, como un medio o como un fin en sí misma.
Mientras que el peronismo entiende que la ayuda social debe ser una instancia
necesaria cada vez que un proceso de recuperación y crecimiento económico se
esté gestando y comience apenas a demostrar sus frutos, el pobrismo piensa en
la asistencia como una instancia permanente y en ese sentido, brega nada menos
que por la perpetuación de la pobreza, sin ponerla en cuestión. Mientras que
para el peronismo la ayuda social es un medio para paliar los efectos de las
políticas de destrucción del trabajo, el pobrismo piensa en los planes de
asistencia social como un fin en sí mismo, con propuestas como la de la renta
básica universal o su desmesurado interés por la entrega de alimentos.
Es por esto que personajes como Juan Grabois o Eduardo
Belliboni, quienes en los últimos tiempos han sido blanco de toda clase de
acusaciones por parte del área de “Capital Humano”, resultan tan odiosos al
sentido común de las mayorías y en cierta medida resultan perfectamente
funcionales a los intereses del gobierno gorila de Javier Milei. Lo que subyace
al pobrismo es la idea de la pobreza como una realidad inmodificable y por lo
tanto, incuestionable, que se puede asociar entonces a determinados “valores” o
a una “cultura” de la marginalidad. Nada más lejos de la justicia social.
O sea que a pesar del buenismo de su prédica, lo que desagrada
al sentido común de las mayorías es que los “gerentes de la pobreza” no
cuestionen el hecho sino que busquen monopolizar la administración del mismo,
por qué no, a cambio de réditos que bien pueden ser políticos, bien económicos.
El entendimiento de la miseria como una realidad inexorable y más aun, la reivindicación
de la “cultura popular” entendida como sinónimo de ensalzar la marginalidad
repugnan a un pueblo por naturaleza profundamente cristiano, que siente como
natural la necesidad de ganarse el pan por el sudor de la propia frente y que
cree en el progreso como un horizonte tangible de posibilidad.
Pero ese es precisamente el mensaje de las organizaciones
sociales interesadas en institucionalizar la ayuda social de manera permanente:
que la pobreza es aceptable hasta cierta medida y que por ello resulta
necesario establecer mecanismos permanentes de administración de las contradicciones
sociales con la finalidad de evitarse las consecuencias del malestar reinante
en la comunidad. Es decir, ojos que no ven, corazón que no siente; panza llena,
corazón contento. Pobrismo puro y duro.
El mileísmo genérico ―o el equipo M en la lógica de la
riverboquización de la política, antes macrista, hoy mileísta pero siempre
gorila por derecha― hace usufructo de esa prédica alienígena a la moral popular
para permanecer en la confrontación permanente, acaparando para sí el sentido
común de las mayorías véase bien, no desde la praxis pero sí desde el discurso.
El fervoroso antiestatismo M es hijo del estatismo asfixiante de los K en
sentido genérico ―antes kirchnerista, hoy kicillofista pero desde una buena
parte hasta aquí siempre gorila por izquierda― pero no persigue solamente la
destrucción de los planes de asistencia social sino abiertamente todo atisbo de
intervención en las relaciones entre el capital y el trabajo. Mientras por un
lado el mileísmo critica al pobrismo K por su inmoralidad, por otra parte está
sentando las bases para que la propia sociedad acepte, hartazgo frente al
pobrismo mediante, la destrucción de sus prerrogativas como clase trabajadora.
Es una maquinaria de lo más aceitada, la demonización de los
intermediarios entre capital y trabajo ―se llamen organizaciones sociales,
sindicatos, o incluso el Estado nacional operando a través de la legislación
laboral y un ministerio de Trabajo― resulta enteramente funcional a la disolución
de la comunidad, pues implica arrojar a los hombres solos y en total indefensión
a la arena de la lucha por la supervivencia. De acuerdo con la cosmovisión
liberal, el hombre es libre de elegir morirse de hambre sin que el Estado intervenga
de ninguna manera en regular el mercado de trabajo.
Esto queda de manifiesto en la exaltación por parte de los
llamados libertarios del cuentapropismo al modelo de las aplicaciones móviles
de entrega de productos (Rappi, Pedidos Ya), cuya actividad no está
reglamentada y cuyos trabajadores tienden a creer en la lógica de la “meritocracia”
entendida como la autosobreexplotación motivada por el afán de un progreso a
futuro. Lo estrictamente cierto es que la destrucción del empleo formal ha sido
el leitmotiv silencioso en el mercado laboral a lo largo de la última década
sin que a la política parezca preocuparle demasiado la cosa. Mientras se habla
de la pobreza, una pobreza institucionalizada, nadie se detiene a cuestionar el
reparto de la riqueza.
De hecho, ha sido el propio gobierno de Alberto Fernández, el
que ganó con votos peronistas y con prédica peronista, el mismo que avaló una
reforma laboral y previsional de facto bajo la excusa de la contingencia
sanitaria. La reducción de las jornadas laborales con el consiguiente recorte
de los salarios o la entrega de aumentos discrecionales en las jubilaciones y
pensiones, asignados por decreto de necesidad y urgencia, hacen parte de ese proceso.
En ese contexto se multiplicaron las limosnas estatales hacia la población
impedida de ejercer el trabajo y se asfixió a la población con la idea de un “Estado
presente” que siempre resultó insuficiente para lo útil y exasperante para todo
lo demás.
La pregunta que se impone resulta siendo entonces la
siguiente: ¿cómo no habrían de florecer las “ideas de la libertad” en un
ambiente de opresión, con un Estado que se presentaba a sí mismo como
elefantiásico, cuasi-totalitario? Mientras se reproducían en el tiempo las
prohibiciones a la circulación y se castigaba a los díscolos que pretendían
respirar por fuera de la mascarilla (pero también por fuera del relato oficial y
del ojo persecutor del Estado-panóptico) los “gerentes de la pobreza” bregaban
por más Estado, más represión… Y una renta básica universal.
Las consecuencias están a la vista: el gobierno hambreador de
Javier Milei se sostiene en el tiempo por la confrontación discursiva con
aquellos “gerentes de la pobreza” que ya han repugnado al pueblo, mientras en rigor
de verdad desmantela el mercado de trabajo y sienta las bases para la total
destrucción del empleo industrial, aquel que resulta siendo el único capaz de
reflotar en el tiempo la economía del país. Por el hastío que provocan los
Grabois y los Bellibonis genéricos es que pueden operar a cielo abierto los
Milei y los Caputo, siempre y cuando las Sandras Petovellos genéricas sigan en
su lugar de guardianas, véase bien, de “los que menos tienen”.
Porque ni unos ni otros cuestionan la necesidad de la
asistencia social, ninguno sugiere que esta deba de ser transitoria y
desaparecer en el mediano plazo, cayendo por su propio peso a consecuencia del
imperio del pleno empleo. La pobreza estructural, ese engendro de liberales, no
es cuestionada por ninguna de las hinchadas en la lógica del Boca-River, se
acepta como “natural” que miles y hasta millones de argentinos no tengan qué
comer, estén “caídos del sistema” y deban necesariamente recurrir al Estado
para no perecer.
En ese sentido, como siempre, los liberales por derecha y por
izquierda también son siameses opuestos en un espejo. Se pelean por el color de
la camiseta mientras parasitan al peronismo tergiversando unos la noción de
justicia social y acaparando otros el sentido común de las mayorías, sin que el
proceso de destrucción del trabajo resulte jamás siendo puesto en cuestión. El
proceso de preperonización sigue en curso, más o menos lento, pero inexorable. Mientras
no podemos sino exigir la repartija de litros de leche o kilos de yerba que
pueden significar la diferencia entre la vida o la muerte de miles de
compatriotas, todos los días se pierden puestos de trabajo, acaso rubricando el
certificado de defunción de la propia patria.
Y la politiquería, peleando por las achuras.
Lo que nos costó haber dejado de lado la doctrina, que tengamos por presidente a un verdadero gerente de la pobreza.
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