En un país cuya clase dirigente ya decidió que su destino es
ser colonia, la política es un teatro donde los actores se pelean por el papel
principal, mientras que el guion viene escrito y ensayado desde fuera. Tal
parecería ser el caso de nuestro país, donde las figuras relevantes de la rosca
se han puesto de acuerdo en interpretar sus roles sin salirse de la trama, sin
improvisar y sin jugársela por amor a un público que cada día se encuentra más
aislado del teatro, inmerso en sus propias preocupaciones cotidianas y en la
mera supervivencia.
Recuerdo haber visto en alguna oportunidad una entrevista a
una actriz de telenovelas, quien contaba graciosamente cómo el público la había
repudiado por años en la calle cada vez que se la encontraba caminando por ahí.
La insultaban, incluso llegaron a tirarle el cabello o a empujarla en
reprimenda por su presunta crueldad pasada.
Se trataba de Lorna Cepeda, intérprete colombiana que integró
el elenco de una de las telenovelas más famosas en la historia de la
televisión, ‘Betty, la fea’, fenómeno mundial que llegó incluso a inspirar
sendas versiones norteamericanas en Estados Unidos y en México. Allí Cepeda
encarnaba a “la peliteñida” Patricia Fernández, la despampanante secretaria de
Armando Mendoza, caprichoso heredero de una empresa de diseño de indumentaria,
mujeriego y malo para los negocios. Aupada a su cargo no por mérito propio sino
a petición de la prometida de Armando, Marcela Valencia, cómplice y espía de
esta última en la empresa familiar, Patricia le hará la vida imposible a la
otra secretaria del presidente, Betty, quien a pesar de su fealdad y falta de
gracia cautivará a Armando tanto por su habilidad para los negocios como por la
calidez de su persona, propiciando un romance clandestino que terminará en
desastre, tal como suele suceder en las telenovelas.
El caso es que en virtud de la masividad de aquel producto
televisivo que se ganó la atención de todo un país, a Cepeda la fama se le vino
encima como un torbellino del que le costó salirse, llegando a manifestarse en
ocasiones en situaciones desagradables e inesperadas. La población no paraba de
reconocerla, pero en la mayoría de los casos no como Lorna Cepeda sino como
Patricia Fernández. Era tan fuerte la asociación entre la una y el otro que el
público llegaba a olvidar la cualidad ficticia de la ficción y vertía en la
actriz todo el encono del que hubiera sido merecedor el personaje.
Por otra parte, mientras se tejía un consenso en torno a la
maldad de Patricia como personaje secundario, las verdaderas protagonistas se
dividían el público, siendo ambas merecedoras del cariño y del repudio en
partes iguales. ¿Con quién debía quedarse Armando al final? ¿Con Marcela, su
novia de tantos años que le había perdonado infinidad de deslices,
infidelidades y estupideces o con Betty, la que lo elevó a la cima de los
negocios y se aguantó la clandestinidad, la burla por su apariencia y el desdén
de su familia? No faltaba entonces quien defendiera a una o a la otra, a ojos
del público ambas podían considerarse como “la buena” o “la mala” de la
historia según esta fuera contada.
Y como si de una telenovela de enredos se tratase, en la
política de cabotaje los roles parecen estar divididos de la misma manera,
dejando al personaje secundario llevarse la peor parte de los repudios mientras
los protagonistas se corren a sí mismos del centro de la exposición en la
escena y se dividen el público a su favor y en contra. Porque no resulta un
secreto que Javier Milei no es el protagonista de la historia sino un personaje
secundario, es la peliteñida a quien todos le tiraremos el cabello toda vez que
lo veamos salir a la calle cuando esta ficción se haya terminado. O bueno,
quizá no nos lo encontremos muy seguido por aquí, es más que seguro que Milei
ya debe de tener un lugarcito preparado donde huir una vez concluida la novela.
Lo cierto también es que el presidente Milei no es más que el
chivo expiatorio de una trama en la que los protagonistas de la política
argentina (no existen elementos para llamarle “nacional”) han decidido
declararse prescindentes, negándose a pagar los costos políticos de la
implementación de los puntos señalados en el guion por los poderes
internacionales. Ese guion, el Estatuto Legal del Coloniaje 2.0, resulta tan
oprobioso que ninguno de los políticos profesionales de la llamada “casta” se
animan a ponerle la firma simplemente porque saben muy bien que quien lo haga
deberá despedirse para siempre de esa misma casta política para jubilarse por
el resto de su vida en algún paraje perdido de Gran Bretaña o Israel.
Esa es la tarea asignada al paracaidista Milei, ese personaje
secundario que por lo excéntrico a veces se gana la simpatía de los parias de
la sociedad, mientras que las mayorías tejerán un consenso en su contra. En las
páginas de esta ‘Revista Hegemonía’ ha sido trabajada durante más de un año
previo a las pasadas elecciones nacionales de agosto a noviembre de 2023 la
hipótesis del pacto hegemónico, pero los hechos no hacen más que corroborar esa
hipótesis a medida que el tiempo corre.
Un ejemplo claro de esa corroboración es el papel otorgado en
la trama a la expresidenta Cristina Fernández de Kirchner, el verdadero “cuco”
a quien más odian y temen los libertarios. La pregunta es por qué en el peor
momento de Milei Cristina sale a practicar resucitación cardiopulmonar (RCP) al
gobierno, atizando las brasas para que broten las columnas de humo. Estas
tuvieron durante el primer fin de semana del mes de septiembre la forma de un
griterío en redes sociales entre el presidente de la Nación y la exmandataria,
en un ida y vuelta tuitero que no se ahorró chicanas, insultos y hasta la
dedicatoria por parte del actual mandatario de una cadena nacional que tuvo la
intención de resultar en “clase particular” para CFK.
Pero la maniobra de la RCP no es novedosa, funcionó con el
kirchnerismo y el macrismo entre 2015 y 2019 y con el macrismo y el
kirchnerismo devenido en albertismo primero y en massismo después entre 2019 y
2023. Como resultado, unos y otros se han obturado mutuamente la iniciativa
política implicando en la práctica una degradación constante pero relativamente
lenta en la calidad de vida de los argentinos, lo que en esta columna hemos
descrito como una lógica de Boca-River, o la riverboquización de las lealtades
políticas.
La novedad del gobierno mileísta es la inusitada velocidad
con la que se llevaron a cabo cambios estructurales cuyas consecuencias podrían
resultar irreversibles en el mediano y largo plazo. No solo el despojo de la
población en general pero sobre todo de las capas medias de la clase
trabajadora a través de la brutal devaluación de la moneda, la modificación de
las tasas de interés y el incremento de los precios de bienes y servicios, sino
sobre todo la modificación de la totalidad del andamiaje jurídico destinado a
garantizar la soberanía nacional en cuestiones clave como la explotación de los
recursos naturales del país o la compra de tierras fiscales en manos de
extranjeros.
Discusiones como la del Régimen de Incentivo a las Grandes
Inversiones (RIGI), por ejemplo, hacen parte de esta batería de medidas tan
caras al país que ninguna fuerza política con proyección a futuro se anima a
encabezarlas por temor a su costo político ante la sociedad. Pero también la
brutal pauperización de la población, sobre todo de las capas medias que aún
habían sostenido un cierto acceso al ahorro a través del “canuto” en moneda
dura y que coinciden históricamente con el núcleo duro ideológico tanto del
kirchnerismo como del macrismo. Es previsible suponer que cuando se hayan
encendido las luces y se baje el telón en esta puesta en escena, esas capas
medias se encuentren con que el canuto desapareció y su estilo de vida se
equiparó con el de los pobres de quienes siempre se jactaron de diferenciarse.
En ese sentido resulta llamativo cómo tanto Mauricio Macri
como Cristina Fernández han comenzado a dejarse ver públicamente para criticar
la política económica del mileísmo sin que por ello dejen de escudarse en el
“respeto por las instituciones” para favorecer el sostenimiento del gobierno.
El ejemplo más claro de esta actitud de doble faz lo ha representado una vez
más Cristina Fernández, a través de la oposición directa a la propuesta
deslizada por ciertos sectores del peronismo residual de presentar un pedido de
juicio político contra el presidente Milei basado en su presunta insania
mental.
Haciendo uso de su habitual estilo compadrito, la
expresidenta mandó a callar a uno de sus más leales soldados, el senador
formoseño José Mayans, alegando que “Pericia psiquiátrica les vamos a pedir a
los que dicen que Villarruel es peronista”, en referencia a la insinuación por
parte del senador de Unión por la Patria de una necesidad de pactar acuerdos
con la actual vicepresidenta Victoria Villarruel en el contexto de un posible
‘impeachment’ contra Javier Milei. De esa manera, CFK alineaba a su tropa detrás
de la idea de la inconveniencia de un juicio político, más allá de sus
diatribas constantes contra el modelo de saqueo mileísta. El kirchnerismo, como
se ve, termina siendo como el tero que grita en una esquina pero pone los
huevos en otra.
La pregunta es por qué, por qué Cristina y el kirchnerismo
gritan en contra de Milei pero al mismo tiempo consienten la brutal
transferencia de recursos desde los trabajadores argentinos hacia el sistema
financiero y la especulación bursátil. La respuesta no es ni puede ser el
respeto de las instituciones democráticas en tanto y en cuanto no es
democrático un modelo cuya política está propiciando un virtual genocidio
social por goteo. Por qué no recoger los avales necesarios para la puesta en
marcha de un proceso de destitución que bien mirada la cosa resultaría
perfectamente respetuoso de las instituciones democráticas dado que forma parte
de las opciones contempladas en la Constitución nacional. ¿No se suponía que el
kirchnerismo era la representación del interés nacional-popular en la política
actual?
La única conclusión posible es que el kirchnerismo forma
parte de la puesta en escena, interpretando su papel sin salirse del libreto.
Las hipótesis en torno a por qué la conductora de ese espacio firmó con la
sangre de los argentinos este contrato luctuoso se multiplican y pueden ir
desde una extorsión judicial contra su familia hasta la mezquindad política de
quien no quiere largar la manija, lo cierto es que sea como fuere, resulta
innegable a la luz de los acontecimientos no solo que Cristina y el
kirchnerismo consintieron que Milei haya llegado al poder, sino que además son
los encargados de sostenerlo en ese lugar. ¿Hasta cuándo? Bueno, probablemente
hasta que la tarea asignada a Milei haya sido concluida, el decálogo del
Estatuto Legal del Coloniaje tiene que cristalizarse antes de que el presidente
resulte eyectado del sillón, en un proceso que será más o menos violento, más o
menos pactado, pero entonces sí avalado por las fuerzas Boca y River en la
lógica de los siameses en espejo.
En la misma línea no deja de cobrar relevancia el silencio de
personajes como el líder del Frente Renovador y exministro de Economía Sergio
Massa, quien se ha mantenido al margen de las veleidades del gobierno
libertario desde su derrota en las pasadas elecciones presidenciales de 2023.
No parecería descabellado suponer que ese silencio responde a un interés por
preservar su propia imagen a fines de colocarse a sí mismo en la primera línea
de sucesión a Javier Milei. Al fin y al cabo, Massa resultó perdedor en unas
elecciones en las que dijo que Milei venía a hacer lo que finalmente hizo. La
memoria del pueblo es de corto plazo y el papel desempeñado por Massa como
actor principal en la llegada de Milei al poder es fácilmente disimulable en el
tiempo.
Así, ni el macrismo ni el kirchnerismo fagocitado por Massa
deberán pagar los costos políticos del interregno mileísta y podrán fingir
demencia ante sus militantes, los que cada vez coinciden en número con un
núcleo duro politizado y sobreideologizado. Porque un efecto principal de esta
trama es precisamente el desinterés del público, nunca las telenovelas
sostienen el mismo nivel de audiencia a lo largo de interminables temporadas.
La rúbrica del Estatuto Legal del Coloniaje 2.0 trae aparejada necesariamente
la muerte de la política como tal, como genuina herramienta de transformación
de la realidad y su reemplazo por un puro teatro abundante en humo y espejos.
De esta manera, la
farsa democrática termina de convalidar un modelo de administración de la
dependencia donde los actores que pelean por el protagonismo se llevan una vez
el papel principal, otra vez el papel de antagonistas, pero siempre se ciñen
firmemente al guion que les han alcanzado los directores. En ese esquema, la
revolución parece cada día más propia de una ficción que una realidad posible
cuyo advenimiento tienda a detener el proceso inexorable de preperonización de
la Argentina.
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