El papa peruca



Como siempre, dirán que exageramos. Que somos engreídos y que nos atribuimos unos superpoderes que no tenemos ni de cerca. Porque los argentinos somos así: ególatras, creídos, exagerados, ampulosos, chicaneros, vanidosos y sobre todo, peronistas.


Dirán que nos levantamos las medias aunque sea foto carné, que nos peinamos y ni siquiera salimos en la foto, que nos remontamos aunque no seamos barriletes. Pero hay una cosa obvia que no estamos diciendo por mero pudor, porque a todos nos guía ese temorcito reverencial frente a la inmensidad de la figura.

Que Dios nos perdone la autorreferencia, pero solo un pueblo como este, mestizo, cristiano desde sus inicios, hispano y sobre todo justicialista y creyente en la comunidad organizada como forma ideal de la sociedad pudo haber obsequiado al mundo de hoy, confundido, ideologizado y plagado de mezquindades, un líder espiritual como ese. Un pastor con olor a ovejas, un hombre de la paz, comprensivo de las identidades y la idiosincrasia de todos los pueblos e impulsor de la hermandad entre los distintos, respetando la diversidad y la unicidad de cada uno.

Como Bergoglio fue sobre todo argentino, cuervo y peruca. Como Francisco llegó a ser el papa que recordó a la feligresía que en el reino de los Cielos los últimos serán los primeros y mejor que decir es hacer y mejor que prometer es realizar.

Sé que suena todo muy yoísta, pero no soy hipócrita y qué vamos a hacer, en nuestro sistema de percepción el mundo no es el mundo “en sí”, sino apenas lo que nosotros llegamos a sentir y percibir del mundo. No tengo la intención de ser objetiva cuando tantos sentimientos permanecen a flor de piel. Días atrás yo misma escribía, en mis reflexiones alrededor de la Pascua, que no esperaba la segunda venida del Señor Jesucristo ni tampoco esperaba entrar al reino de Dios, me conformaba con el mero hecho de haber conocido al nazareno (y a Jesús todos los cristianos lo conocemos en profundidad, porque sentimos que habita en nuestros corazones y desde allí nos guía, nos habla y más de una vez nos caga a pedos) y saberme dichosa por compartir su mensaje de amor infinito.

Con Francisco me pasa lo mismo. Y no tengo miedo de decirlo, como vicario de Cristo Francisco estaba aquí como hubiera estado Pedro: como el representante de Jesús en la tierra. En ese sentido, no es paradójico que justamente le haya costado tanto respirar. Desde la más floreciente juventud se las apañó con medio pulmón de menos y siempre con esa condena al ahogo permanente. Se nos dice en los Evangelios que, en tanto que crucificados, Jesús y Pedro perecieron así, por asfixia. Y Francisco se ahogaba de a poquito, años y años cargó con su cruz. Aunque Dios le otorgó el último don en la comodidad y la paz de su lecho y sin dolor, tal como él le había pedido al Padre. Le tenía miedo al dolor, aunque no a la muerte.

Seguramente no faltará el que se ría de estas comparaciones, pero si los primeros cristianos no dudaron en someterse al martirio, a la tortura y a la muerte por defender la veracidad de los Evangelios y de la Palabra, ¿por qué vamos a tener nosotros miedo de que nos llamen fanáticos o supersticiosos por creer que fuimos contemporáneos de un hombre santo? Claro, estamos tan acostumbrados a la caca y la rosca que no nos damos permiso para creer en la santidad y en la magia.

Y tampoco es para que nos flagelemos por eso, hasta Tomás, quien había visto al Cristo resucitado en persona, tuvo la necesidad de meter la mano en las heridas para terminar de convencerse de la existencia de semejante prodigio. ¿Por qué no podemos dudar nosotros? Nos parece imposible pensar en la santidad en este mundo gobernado por ese dios dinero a quien Francisco tanto despreció y denunció en vida. Pero a las pruebas hemos de remitirnos.

Hoy leía a más de un joven decir que gracias al mensaje de Francisco se dieron el permiso de volver a creer en Dios y en la Iglesia, que se sentían representados por él no solo por ser argentino sino por su labor como pontífice. Me pasa lo mismo, pero como ya estoy un poco más vieja no tengo vergüenza en reconocer que esa tarea ya constituye de por sí un milagro. Yo crecí en un tiempo en que los jóvenes se alejaban de la Iglesia porque cuando quisieron acercarse vieron cosas que los asquearon. ¿Cómo no voy a reconocer un milagro en este renacimiento de la fe que estamos viviendo en nuestros días?

Hoy conversando con mi hermana dos años mayor recordé que cuando nosotras éramos chiquitas lo hemos visto varias veces a Bergoglio presentarse en nuestra escuela en calidad de no sé qué, ¿inspector? Por aquellas épocas él era el rector del Colegio Máximo San José, que está a unos trescientos metros de la escuela donde nosotras estudiamos, el colegio parroquial Patriarca San José. Y ese señor con carita de bonachón llegó a ser el argentino más importante de la historia. Parece un poco loco, a uno le resulta inverosímil la posibilidad de haber sido, aunque más no sea de manera lateral y contingente, parte de la vida de un tipo de cuya vida se escribirán libros de historia.

Pero así es, efectivamente. De la vida de Francisco habrá miles y cientos de miles de testimonios así de personas que aunque más no sea por obra del azar formaron parte de su vida, lo conocieron o aunque sea lo vieron desde mucho antes de que llegase a ser el heredero de Pedro. Es lo que pasa con los curitas, ellos siempre están en el barrio y siempre son accesibles. Uno sabe que son santos y sin embargo no llega a imaginar que esa santidad se llegará a reconocer alguna vez a un nivel institucional. Pero puede pasar.

Quienes salimos del barro somos más que conscientes de la tarea titánica que los curas hacen en los peores barrios con el propósito de llevar a los desposeídos el pan que les falta pero más que nada el amor que a veces, en la tosquedad de la vida cotidiana, resulta difícil de manifestar. Francisco lo grande que hizo fue llevar esa misión de amor a lo más alto de la organización eclesial. Bajando las escalinatas infinitas del Vaticano hizo ascender a este a pueblo, como diría el padre Mugica.

“Yo no me dejé arrancar el alma que traje de la calle, por eso no me deslumbró jamás la grandeza del poder y pude ver sus miserias. Por eso nunca me olvidé de las miserias de mi pueblo y pude ver sus grandezas”, mandó escribir Eva Perón en su lecho de muerte, cuando el cáncer la devoraba por dentro pero ella solo pensaba en el prójimo antes que en sí misma. Francisco llevó ese mensaje al paroxismo, porque su reinado fue sobre la cristiandad toda y no solo sobre el pueblo argentino. En sus últimos tiempos y ya con un hilo de voz, no obstante, agradeció al país que lo vio nacer por haberlo formado y aclaró que ser peronista era como la lepra, pero lo hizo entre risas.

Es que sí, a veces nos toca presenciar que nos miren de costalete. Somos los guarangos, los sucios, los malditos, el aluvión zoológico. Somos todo eso a pesar de que, incluso a quienes nos odian o creen odiarnos, los representamos. Porque somos la representación viva de la argentinidad. De esa argentinidad contradictoria, nacionalista, cristiana y solidaria. O sea, justicialista.

Hoy se nos fue “Francisquito”, como le llamó el Diego, y nos deja esta orfandad y esta desazón, un aturdimiento ontológico que solo nos golpeó de esta misma manera cuando se murieron los grandes de nuestra vida: el propio Diego, el General, Eva, Néstor, papá, mamá o el abuelo. Nuestra estúpida racionalidad va a tardar unos cuantos años en terminar de dimensionar en magnitud la enormidad de la figura que acabamos de perder. Pero nuestros corazones ya se dieron cuenta. Por eso estamos tan tristes y tan huérfanos, a pesar de la alegría de saber que él ya descansa en paz en el reino de Dios.

Quizás sea tiempo de volver a escuchar al corazón y asumir de una buena vez y para siempre que los milagros suceden todos los días, hay santos que pueden recorrer nuestra escuela cualquier día de la semana y sobre todo, que somos un pueblo maravilloso que a pesar de todo siempre se las ingenia para hacer grandes cosas, ver nacer a grandes hombres y enseñar al mundo entero que es posible una comunidad organizada donde reinen el amor y la igualdad.

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