La primera vez que me encontró un texto de Jorge Luis Borges yo tenía nueve años. Y digo “me encontró” porque así fue, él vino a mí.
En casa no había tele por aquel entonces, se había roto y claramente mis padres no podían comprar otra, así que estuvimos varios años sin televisor, hasta que para el mundial de Alemania 2006 ya no mis padres sino mi hermano compró uno. Pero yo creo que habremos estado unos virtuales diez años sin tele, o de manera intermitente, con una en blanco y negro de las más chiquitas, donada por un excuñado, que apenas agarraba Telefé y Canal Trece. Así que escuchábamos la radio todo el día.
Nunca supe en qué programa fue, pero sí que era en Radio Continental, cuando Dolina estaba en esa radio. Yo siempre hacía fuerza para escuchar a Dolina pero siempre me quedaba dormida como es natural para cualquier nena de nueve años, a veces llegaba despierta a la reflexión y palmaba, otras me despertaba para el bailongo del “Sordo” Gancé.
Esa vuelta me desperté más de madrugada, justo cuando una voz femenina leía algo que me cautivó en el primer instante. Decía algo así como: “Quería soñar un hombre, soñarlo íntegro e imponerlo a la realidad”. No voy a ir por el volumen para hacer la cita textual, pero algo así decía. Recuerdo que la fuerza de las palabras me sobrecogió tanto que lloré, lloré de una emoción que no entendía, pero que ahora sé que era admiración por la belleza.
La mujer leyó solo un fragmento, y cuando terminó dijo: “Jorge Luis Borges”, así, a secas, privándome del nombre de esa maravilla, y dejándome frustrada, esperando conocer el final de aquella historia del amor de un padre por su hijo.
A la noche siguiente, cuando se suponía que la mujer leería el final del cuento, obviamente me quedé dormida. Hice toda la fuerza del mundo por mantenerme despierta, pero fracasé flagrantemente. Al fin y al cabo, era tan solo una niña.
Recuerdo haber contado a los adultos de mi entorno acerca de aquella hermosa experiencia extrasensorial, sin recibir interés de parte de ellos ni tampoco dato alguno acerca del título de aquel cuento sobre un mago soñador.
No fue sino hasta la secundaria que se dio la epifanía. Un día mi profesor de lengua —de quien yo además estaba perdidamente enamorada— me preguntó a qué me gustaría dedicarme en mi adultez. Yo le dije que no sabía pues lo que yo deseaba era imposible. Insistió, le dije que yo quería ser escritora.
Él me dijo que no era imposible y que no me diera por vencida, que si sentía la inquietud de escribir que lo hiciera aunque fuera para mí, y que si tenía que llegar el día en que ese don me diera de comer, pues, sería bienvenido.
Supongo que le dio pena mi frustración previa al intento, pues al parecer habló con la vicedirectora acerca del asunto. María Teresa.
Que Dios me perdone, pero nunca me fumé del todo a esa mujer, aunque supongo que era un pan de Dios. Solo que era en exceso invasiva, tenía por costumbre inmiscuirse en los asuntos de cada uno, y yo era muy reservada con mi intimidad. Además era muy pobre y eso me valía determinados privilegios que no deseaba pues me daban pudor, como que me invitara a la cocina a tomar la merienda.
El caso es que días después de mi intercambio con el profesor N., María Teresa me llamó aparte, me dijo que tenía algo para mí. Era una bolsa con un paquete dentro, que contenía dos libros: El Aleph y Ficciones, ambos de Borges. Eran un regalo para mí.
Recuerdo que se los agradecí sin entender a qué se debía el asunto, y ella me abrazó y luego se burló cariñosamente de la rigidez con la que yo le había recibido el abrazo.
Cuando llegué a casa abrí el volumen más gordo y cuando lo estaba examinando el corazón me dio un vuelco. En la contratapa aparecía una cita: “quería soñar un hombre, quería soñarlo íntegro e imponerlo a la realidad” (de nuevo, cito de memoria, ya es demasiado tarde para ir a la biblioteca, perdón si la cita no es fiel).
“Las ruinas circulares”, se llamaba el cuento. Esa tarde lo leí completo, hasta el final, con el corazón agitado y las mejillas ardiendo, y otra vez lloré. Lloré los años de espera para conocer ese final, lloré la belleza de esas palabras que ese día me supe incapaz de emular jamás.
Dentro de ese libro había un señalador con la firma de María Teresa: “Espero que algún día tu nombre esté en las bibliotecas, impreso en el lomo de algún libro”, decía la dedicatoria, o algo así, creo que la estoy mejorando un cacho.
“Si yo cantara así no tendría que trabajar”, solía decir mi padre, guitarrero y cantor, cuando algún artista le gustaba mucho. Yo pensé cuando leí esa tarjeta “si yo escribiera así no tendría que trabajar”.
Mi padre era un hombre sencillo, un hombre casi analfabeto, sacrificado, que solo les mostraba sus sentimientos a mi madre en privado, a Boca a los gritos y a las mascotas, aunque siempre decía: “acá hay más bichos que gente”. Papá tenía una personalidad extremadamente compleja y hoy sé que era uno de los hombres más sabios que he conocido. Tenía esa sabiduría del que ha vivido y ha aprendido por llenarse de callos, por andar en patas por la vida siempre laburando como un asno. Era un buen hombre, desde los veintidós cuando se enamoró de mi madre no se abocó más que a esa mujer con la que formaría una familia con apenas veinticinco años.
Pero tenía sus días, sus bemoles, sus aristas. Era un hombre muy sencillo pero extremadamente complejo y no era fácil convivir con él ni manejarlo.
Y todo este prolegómeno tiene por finalidad llegar a este punto: a la explicación de que ser un ser humano complejo, interesante, con matices, no es sinónimo de ser un intelectual cagatintas. Mi viejo no sabía escribir dos líneas sin faltas de ortografía pero era complejo en su capacidad de razonar, con ese condimento de haberse probado a sí mismo en batalla. Era un hombre sencillo de una hermosa complejidad.
En la escuela yo era la que nunca tenía los libros ni las fotocopias pero los profesores me perdonaban porque todo el mundo sabía que yo no los podía pagar. Y odiaba ese privilegio. Odiaba que nunca me pusieran un uno por no llevar el afiche o los apuntes, que me saltearan de la lista a la hora de preguntar quién había cumplido con esa clase de tareas. Era humillante, yo quería mi merecido uno, pero no me lo ponían y todos hacían un pacto de silencio condescendiente. Rosario no era que se hubiera olvidado, ella era pobre y no podía pagar por un par de fotocopias.
Mi padre tenía sus días.
Una vez, cuando mi hermana menor era poco más que una bebé y yo tenía unos seis años, papá me mandó a jugar con ella. Yo no quería jugar, estaba obsesionada con una enciclopedia Larousse desvencijada y sin tapas que años atrás mi abuela les había regalado a mis hermanos mayores y ellos no le habían prestado nunca atención. Papá estaba borracho y entonces se ponía desagradable, decía cosas hirientes que seguro después olvidaría. Recuerdo que me retó porque le puse los ojos en blanco por el fastidio de tener que jugar sin querer hacerlo, todo porque él quería ver la tele —por ese entonces aún vivía la vieja Nokia— sin que la bebé lo molestara con sus ruidos.
Entonces yo llevaba a mi hermana al patio del fondo, tomada de la mano, probablemente a una velocidad más brusca de la que sus pies le permitían, cuando la pobre tropezó y se cayó, comenzando a llorar. Yo, sabiéndome culpable la levanté tan rápido como pude, pero papá había oído el sollozo y miraba la escena furioso. Entonces me dijo algo que me marcó a fuego para siempre y que hoy ya no duele, pero sé que me dejó una cicatriz:
—¿Vos no sos normal, no? Tenés el coeficiente de inteligencia más bajo de lo normal.
Yo tenía seis años pero, obsesionada como estaba con aquella vieja enciclopedia, entendía lo que me estaba diciendo. Y de hecho aún hoy, casi treinta años después, me sigue sorprendiendo que haya utilizado esas palabras textuales que nunca le volví a oír ni antes ni después.
Pero nunca lo olvidé, y estoy ciento por ciento segura de que aquel hito fue fundante de mi personalidad anancástica. Ese día me juré dos cosas: que le enrostraría en la jeta a ese hombre mi inteligencia para que se tuviera que tragar sus palabras y que nunca más me vería llorar.
Lo segundo lo cumplí, la siguiente vez que lloré frente a él estaba metido en una caja de madera y cubierto por una mortaja.
Lo primero no soy yo quien lo debe juzgar, pero cuando me egresé de la escuela, para mi sorpresa se apareció en la ceremonia y cuando me entregaron mi medalla de honor por ser la “mejor alumna” de la escuela se lo vio contento.
Hoy sé que la inteligencia no se mide en números ni en calificaciones, pero entonces yo era tan solo una niña que buscaba un lugar en el mundo y sobre todo, la aprobación de su padre. Quería que él viera que de existir relación alguna entre ese famoso coeficiente y la inteligencia, que yo no estaba por debajo de la media. Y quería que todos vieran que si había llegado hasta allí había sido por mis méritos y no por los privilegios de ser la única pobre en una escuela privada para familias de “clase media”.
Es feo ser pobre, uno no le agarra el gusto, no se acostumbra aún cuando jamás haya conocido otra realidad.
Y sin embargo yo soy una privilegiada. Regalos como esas horribles palabras que me obligaron a superarme cada día, o aquellos libros que María Teresa me obsequió de corazón, la Larousse desconchada, la costumbre del tío Néstor de enseñarme a oír música, papá cantando y haciéndome cantar las de Mercedes Sosa o Cafrune, el gusto de mi madre por las novelas policiales, las anécdotas del abuelo Nino, mis hermanas pintando o dibujando, las historias tan duras de la niñez de mi amor… todo me ha enriquecido la vida.
Soy una enorme privilegiada por la cultura universal. Ojalá hubiera tenido en vida el coraje de agradecer a mi padre todo lo que hizo por mí con las escasas herramientas de las que disponía, aunque ello implicara abrir el corazón y rompiendo una promesa autoimpuesta, derramar algunas lágrimas frente a él.
Ojalá le hubiera dicho que lo amaba, porque lo amaba y jamás se lo dije, por orgullo y para impostar una fortaleza que nunca poseí.
Si estás por ahí, papá, siempre te quise. Gracias por impulsarme a crecer y a curtirme en la vida tan hostil que nos fue dada. Hoy me reconozco cada vez más en vos, te comprendo y te perdono, solo tengo palabras de gratitud. Ojalá algún día llegues a estar orgulloso de la mujer que trato de ser, una mujer compleja en su sencillez, que a pesar de las vicisitudes siempre ganó lo poco que tiene por mérito propio y sin asco al trabajo. Y como vos le decías a mamá, más difícil que cagar en un frasquito.
PD.: Rasgo de personalidad anancástica. Tuve que buscar el volumen (la foto es ilustrativa, la saqué de MercadoLibre) y verificar la cita.
Es: “Quería soñar un hombre: soñarlo con integridad minuciosa e imponerlo a la realidad. Ese proyecto mágico había agotado el espacio entero de su alma”.
Por error se te copió parte del texto donde dice "Lloré los años de espera..."
ResponderEliminarGracias, Facu. Edité el texto antes de ver tu comentario. No tengo idea de cómo pudo pasar, pero de todos modos gracias por la observación.
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