Exjugador en ejercicio

 (Publicado el 15 de febrero)



Siendo director técnico de los Dorados de Sinaloa y molesto ante el mal estado del campo de juego del estadio local, Diego Armando Maradona le recriminaba al presidente del club, allí por enero de 2019: “Querer hacer las cosas bien no es hacer las cosas bien. Querer es querer, hacer es otra cosa”. Independientemente de la magistral reformulación de la máxima del General Perón, lo cierto es que en la vida nunca bastan las buenas intenciones para desempeñarse con rigurosidad en la tarea que a uno le haya tocado. Hacen falta para ello el conocimiento de la técnica, por supuesto, pero sobre todo la irreverencia y el hambre, tanto en el fútbol como en la vida y también en el periodismo. Hambre de verdad, curiosidad por conocer los resortes que mueven a los engranajes del poder y los piolines que manejan a las marionetas que actúan en la escena pública. Cuando el periodismo pierde la curiosidad, los medios de comunicación tienden a morir. Porque los medios también cumplen ciclos vitales y mueren, algunos de manera repentina, otros tras largos años de decrepitud primero y agonía después. Y también están los que se mueren porque ya no le encuentran la vuelta a la vida y pierden paulatinamente la voluntad de vivir. Ese es el caso de Página 12, un diario que, siendo aún joven y acaso teniendo mucho para ofrecer, no encuentra la vuelta y se está hundiendo solo en su propia depresión.

En el abanico de los medios de comunicación como en el fútbol, los ídolos ascienden y descienden, pero solo unos pocos le ganan a la muerte. Un ejemplo de una decadencia prolongada y la agonía eterna lo constituye el viejo diario La Prensa, fundado en 1869 por José C. Paz, tribuna liberal a ultranza y rabiosa detractora de los gobiernos de corte popular, como el yrigoyenismo y el peronismo. La Prensa llegó a ser el diario más importante del país y uno de los principales diez diarios del mundo, logrando salir airoso aunque algo maltrecho de la expropiación gracias a su estrecha amistad con los miembros de la Revolución Fusiladora. Pero tras décadas de sostenerse gracias a la férrea defensa de los intereses de las sucesivas dictaduras militares liberales que se alternaron entre 1955 y 1976, no logró sobrevivir a la connivencia escandalosa con el autodenominado Proceso de Reorganización Nacional y los treinta mil muertos que este dejaba tras de sí. Luego de entrar en convocatoria de acreedores en 1991, cuatro años después regresó en formato tabloide, siendo apenas una sombra de su antiguo esplendor, como los jugadores veteranos que ya no tienen mucha pierna pero no quieren dar el brazo a torcer y juegan a que juegan, siempre a medio retirarse sin retirarse del todo.

Otro tanto sucede con Clarín, aunque la agonía aún no se muestra con tanta evidencia, pues parecería que “El Gran Diario Argentino” manejase la opinión a su antojo, aunque los números muestren otra cosa. De acuerdo con datos provistos por el IVC (el Instituto de Verificación de Circulaciones), Clarín fue el diario que más lectores perdió en el quinceno 2003-2018, sin lugar a dudas como consecuencia del desprestigio que le significó la guerra contra el kirchnerismo. Es que Clarín, que a diferencia de La Prensa logró guardar un cierto halo de “objetividad” durante la dictadura genocida y por lo tanto la sobrevivió indemne, mostró de más la hilacha en sus intentos por debilitar a Cristina Kirchner, pagando en venta de ejemplares el precio por su pérdida de credibilidad. Ni la complicidad con la Fusiladora de 1955 ni el pacto con el Proceso dañaron tanto a Clarín como el “periodismo de guerra” que el finado Julio Blanck afirmó sin despeinarse haberle dedicado a la década ganada del peronismo “K”. Hasta el conflicto de la 125 en 2008, cuando se desató el enfrentamiento entre el kirchnerismo y la totalidad de los medios hegemónicos, Clarín parecía intocable. Poseía el monopolio mal habido del papel de impresión, había logrado la fusión entre Cablevisión y Multicanal otorgada por el propio Néstor Kirchner a cambio de blindaje durante su gobierno y era una estrella en ascenso, con un organigrama imposible de memorizar. Pero hoy en día se cae en picada. Las ventas en papel disminuyen día a día en el mundo y son reemplazadas por medios electrónicos y redes sociales, pero ese fenómeno no enmascara del todo el innegable deterioro de la imagen social del que fuera el más respetado diario de tirada nacional, resumido en la sentencia popular “Clarín miente”, que hoy en día es de sentido común. En la actualidad basta leer los comentarios de las redes sociales tanto del propio diario como de cualquiera de sus medios audiovisuales para verificar que los lectores leales a Clarín son un puñado de sobreideologizados irracionales que buscan una tribuna en la que saciar su sesgo de verificación gorila, antikirchnerista y de mediopelo. El resto son detractores, igualmente sobreideologizados e irracionales.

El caso de Página 12 es interesante. Fundado en 1987 por un joven Jorge Lanata a quien aún no había comprado ninguna chequera, Página nació al calor de la democracia, en el contexto de un alfonsinismo que todavía se mantenía en pie aunque trastabillaba cada dos por tres. De gráfica irónica, mirada irreverente y con el debido toque de humor, el diario creció hasta convertirse en el material de consulta obligatorio de cualquier joven con inquietudes políticas y actitud crítica de la política neoliberal entrista de los años del “menemato”, como bautizó su editorialista David Viñas a la década que va desde 1989 hasta 1999. Desde sus comienzos, Página se jactó de ser un diario de análisis, investigación y opinión más que de información, con un formato más similar al de una revista de análisis político que al de un periódico de publicación diaria. Un rasgo que ha sabido ser rescatado de Página era su honestidad intelectual, la no impostura de la neutralidad o la “objetividad”, sino el compromiso con los hechos y con la propia línea editorial.

Plumas como las de José María Pasquini Durán, Miguel Bonasso, o el ubicuo Horacio Verbitsky, las contratapas de Osvaldo Soriano, Tomás Eloy Martínez, Juan Gelman, o Antonio Dal Masseto hicieron de Página el producto de calidad que supo ser allá lejos y hace tiempo, capaz de granjearse un prestigio que hoy es el único capital que conserva para sostenerse a duras penas. Pesadilla para los amantes de la palabra escrita, hoy Página abunda en errores de redacción, coherencia, cohesión y hasta en faltas de ortografía y de sintaxis. Las fes de erratas, las omisiones, incluso la eliminación lisa y llana de notas que suscitan reacciones adversas del público son frecuentes tanto en la edición electrónica como en las redes sociales. Los artículos salen a medio cocinar, desprolijos, sin respeto de la superestructura de la crónica, sin literatura, con datos sueltos dispersos que no siempre son precisos y algunas veces son abiertamente mendaces o tergiversan la verdad.

Pero la marca registrada de Página 12 era la independencia de los poderes de turno, rasgo que se perdió con la llegada del “empresario sindicalista” Víctor Santa María, presidente del PJ Capital y secretario general del sindicato de los porteros. Desde entonces Página, como Clarín, dejó de ser un producto periodístico para convertirse en un instrumento de poder político y de los negocios derivados de este, reflejando en el camino las internas entre el peronismo y el progresismo y la rosca entre el PJ capitalino y el “larretismo” de CABA. En medio de problemas gremiales, números rojos e incapaz de sortear el natural desgaste que los medios de comunicación tradicionales sufren ante el imparable avance de la internet y las redes sociales, Página está dando sus últimos estertores, aferrándose patéticamente a una vida que se le escurre como agua entre los dedos.

Hoy sobrevive como un fantasma de sí mismo, una burda copia de su suplemento feminista, debatiéndose entre la “deconstrucción” y las nuevas “tendencias” en veganismo y diversidad sexual. Sus antiguos editorialistas también parecen aburridos, dispersos, acaso sin inspiración. Mario Wainfeld parece estarse guardando, temeroso de enunciar en alta voz críticas que puedan molestar a ciertos oídos. Luis Bruchstein pasó a integrar el ejército de comentaristas de la realidad, con un estilo digno de una charla de café. Martín Granosvky parece haber perdido el hambre, como si el escribir hubiese dejado de ser una pasión para pasar a ser un trabajo. Eduardo Aliverti se enreda en interminables jerigonzas discursivas, copiándose y satirizándose a sí mismo, mientras Mempo Giardinelli permanece en perpetuo estado de indignación, incapaz sin embargo de adelantarse a los hechos.

Algunos de los nuevos redactores, como Romina Calderaro o Werner Pertot resultan ofensivos a los ojos, no solo por la pésima calidad de su escritura sino a menudo por la escasa rigurosidad de las informaciones que publican. El buen nombre del diario parece depender exclusivamente de algunos trabajos puntuales de la tropa de economistas, Alfredo Zaiat, Raúl Dellatorre y David Cufré, aunque la calidad de sus análisis decae conforme avanza un gobierno del Frente de Todos que parece no encontrar el rumbo o no querer encontrarlo, lo que da cuenta de la intimidad rayana en la promiscuidad que la redacción sostiene con el poder de turno.

El resto de los suplementos está cada vez más acaparado por la agenda progresista liberal de izquierda, entre pañuelos de colores, lenguaje exclusivo para sobreideologizados y discusiones endogámicas propias de la progresía capitalina, completamente aislada de la realidad de los argentinos. El diario que supo reflejar en algún momento el sentir de un pueblo argentino sumido en la ignominia y la miseria hoy es una publicación digna del centro de estudiantes de alguna facultad de Filosofía o Letras o Ciencias Humanas.

Las contratapas aburren, discurriendo entre los divagues de un José Pablo Feinmann que ha visto mejores épocas, las glosas enrevesadas de Noé Jitrik y los chistes que no causan risa de Rudy y el inefable Miguel Rep. El pirulo de tapa, que solía ser un detalle interesante de actualidad, es hoy un comentario somero de alguna de las notas centrales o una apostilla de alguna curiosidad “viral” de las redes sociales.

Atrapado sin salida entre la rosca política, el desplome de las ventas, los problemas financieros y la estruendosa pérdida de calidad del producto, Página 12 se muere, envejecido prematuramente como esos jugadores cuya vida licenciosa e intensa les determina una decrepitud anticipada. Más allá de las buenas intenciones de algunos de sus redactores que de seguro harán su trabajo con honestidad y pericia, en términos generales la enfermedad del “aburguesamiento” y la corrupción han debilitado su organismo minando su espíritu otrora jovial y pizpireto. El final de los medios tal y como los conocemos se avecina, no lo podemos detener. Las nuevas tecnologías y las formas novedosas de comunicar, siempre dinámicas y cada vez más efímeras inexorablemente van a rubricar el acta de defunción o como mínimo el retiro del diario como instrumento de construcción de sentido. Pero la muerte del oficio del periodista, la pérdida de la curiosidad, la falta de hambre de los panzallenas, eso sí que no tiene excusa. Una cosa es querer hacer las cosas bien, hacerlas bien es una cuestión muy distinta.


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