La polentita

 (Publicado el 13 de mayo)




¿Alguna vez alguno de ustedes probó la polenta hervida con agua y sal? No es sabrosa y probablemente alguno que otro profesional de la salud nos diría que muy nutritiva que digamos no es tampoco.

Yo la he probado y alguna vez la he tenido que tragar, de la misma manera que alguna vez me tocó cenar fideos hervidos en el mejor de los casos, con aceite. No son lo que se dice un platillo gourmet, pero había que intentar sobrevivir.

Recuerdo que a mi papá no le gustaba la polenta. Ni siquiera una buena polenta, con leche, caldo de fondo de carne, buena cantidad de queso del cremoso y rallado y una boloñesa encima. La odiaba, no la podía pasar, le daba náuseas.

En cambio, le encantaban las empanadas, se volvía loco por las empanadas.

Cuando mi padre era un niño de cinco años tuvo que salir a trabajar. El padre se había venido desde Corrientes hasta Buenos Aires a trabajar, dejando allí a la esposa con seis hijos, “olvidando” enviar remesas o en todo caso, enviándolas esporádicamente. Mi papá era el único varón y el segundo mayor, así que cuando tenía cinco añitos le tocó salir a trabajar para ayudar a la madre.

Mi abuela cocinaba muy rico, hacía empanadas que papá y mi tía vendían en determinados puntos de la ciudad. Naturalmente, como eran para vender, los niños tenían prohibido comerse las empanadas, y obedecían. Pero imaginen el olorcito del sofrito de cebollas y carne picada a cuchillo, con pimentón y comino, luego el aroma de la fritura en grasa de pella. Era una tentación demasiado grande para el cuerpito de un nene de apenas cinco años que tenía que salir a entregar esos manjares sin jamás poder probarlos en primera persona. Era intolerable.

La ganancia obtenida de la venta de las empanadas se destinaba por supuesto a los insumos correspondientes a la oferta del día siguiente, naturalmente, pero además, ¿adivinen? Pues claro, a comprar polenta, arroz y fideos, que era lo que se comía en el hogar. Siempre polenta con agua y sal, arroz blanco y fideos hervidos, para a la mañana siguiente recomenzar la eterna faena de las empanadas.

Cuando algunos nos lamentamos, amigos míos, por el hecho de que nuestros nenes y nuestros viejos vivan a polenta, no estamos pensando en un ragú ni en chorizo a la pomarola con pesto ni en una cazuela de mariscos. Hablamos de polenta hervida en agua, como la que mi abuela les daba a las cotorritas verdes.

De eso estamos hablando.

Los pobres que odian la polenta es porque se acuerdan de habérsela tenido que tragar cuando no había otra cosa, para no morirse de hambre.

Jugar con eso, burlarse de esa experiencia de ignominia es una canallada, embadurnar de esa mierda al peronismo es una hijaputez.


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