(Publicado en la Revista Hegemonía)
La teoría de la ventana de Joseph P. Overton es una teoría política que describe a través de una escala de valores o de etapas la tolerabilidad que determinados conceptos o ideas suscitan al interior de una comunidad. Así, la ventana estaría cerrada ante conceptos considerados inaceptables, intolerables o prohibidos moral e incluso legalmente al interior de esa comunidad y abierta de par en par cuando el concepto, habiendo atravesado los cinco estadios de cerrazón —o apertura, como lo prefiera el lector— alcanza un grado de popularidad tal que tiende a resultar intolerable o reprochable ética e incluso legalmente el rechazo de ese concepto por parte de la mayoría constitutiva de la comunidad.
Esta teoría fue retomada por el periodista
ruso Evgueni Gorzhaltsan, quien en 2014 recuperó el esquema de la ventana de
Overton para advertir a la sociedad acerca de la capacidad material de las
élites para instalar en la agenda mediática a través de la ingeniería social
temas tabúes y promover la legalización de toda clase de conductas consideradas
como aberrantes en el pasado. De allí su célebre artículo ¿Cómo legalizar
cualquier fenómeno, desde la eutanasia hasta el canibalismo?, en el que
sistematiza en pasos, a modo de manual de instrucciones, la operatoria
necesaria para abrir la ventana de Overton o acaso, la caja de Pandora.
El primer estadio de la operatoria consiste
en plantarse frente a una ventana cerrada y con los goznes repletos de
herrumbre y mugre con la determinación final de lograr abrirla. Pareciera que
está cerrada a cal y canto, empujamos y no cede. Pensemos en el viejo
Lévi-Strauss estudiando las estructuras de parentesco de las sociedades y
descubriendo que el más extendido tabú de la humanidad tiende a ser el incesto.
O pensemos en el canibalismo, uno de los temas más aberrantes a nuestros ojos.
A ninguno de nosotros se nos ocurriría manifestar abiertamente unas ganas
irrefrenables de fornicar con nuestra parentela o comernos a nuestros
congéneres. Ante el caso de sentir algo como eso, sin duda recurriríamos a
algún especialista y nos someteríamos a toda clase de terapias.
Entonces la primera etapa de la ingeniería
de apertura de la ventana deberá consistir necesariamente en trasladar el
problema a esa ínfima porción de la sociedad que se jacta de no admitir tabúes
y de moverse plenamente por la curiosidad y la búsqueda de la verdad, la
comprensión del universo y los mecanismos de funcionamiento de este: la
comunidad científica.
Si deseáramos que, por ejemplo, el
canibalismo pasase a ser una práctica naturalizada y ensalzada en los más
encumbrados círculos sociales, lo primero que deberíamos hacer sería financiar
a través de alguna oenegé “filantrópica” una serie de congresos y simposios de
antropólogos o sociólogos que instalasen la cuestión en la comunidad
científica, considerándola como una práctica ancestral reconocida en culturas
de la antigüedad, por ejemplo. A la vez, financiaríamos a grupos interesados en
el tema para que la llevaran la práctica de manera radical y estruendosa, de
forma tal de llamar la atención de los medios masivos de comunicación, que
siempre están atentos a la caza de toda clase de curiosidades.
De esta manera, una vez traspasado el
límite de lo meramente “académico”, la cultura de la repetición haría lo
propio. En la era de las comunicaciones, las posibilidades de replicar una
acción se multiplican por millones. Los medios masivos de comunicación y las
redes sociales contribuyen a reproducir de manera exponencial los presuntos
delirios de un grupo de radicales.
Por otra parte, la divulgación de las
conclusiones de los “científicos” sobre la práctica que se desea instalar como
aceptable contribuirá a retroalimentar la agenda mediática, esas conclusiones
serán objeto de acalorados debates académicos, televisivos, en las redes
sociales, incluso en el nivel micro de los bares de la esquina o la mesa
familiar. Así, la ventana, cerrada en un comienzo, comenzará a abrirse y
quedará partida, aunque no aún en mitades exactas, pues no habremos llegado al
nivel de aprobación del tabú que implicaría la situación de empate.
En este punto comenzarán a dejarse oír
esporádicamente epítetos del orden de “intransigente” o “fanático” dirigidos
hacia aquellos miembros de la comunidad que aún se mostrasen abiertamente en
contra no solo de practicar el canibalismo, por ejemplo, sino también
reticentes a aceptar que otros sí lo practicasen de manera “natural” o a modo
de “experimento”.
La maquinaria de pensamiento compuesta por
los medios de comunicación y las organizaciones no gubernamentales de la élite
tenderá a divulgar un discurso pretendidamente aséptico de subjetivemas, limpio
y en un registro lingüístico científico que justificará que parte de la
comunidad comience a considerar como aceptable la práctica, por ejemplo, del
canibalismo. Una parte fundamental de ese discurso normalizador estará
destinada a trastocar el lenguaje de manera tal de borrar de los conceptos la
carga peyorativa que solían acarrear. Así, por ejemplo, se instalarán
eufemismos o eslóganes destinados a publicitar la cuestión. En vez de
“canibalismo” diremos “antropofagia”, en vez de “perversión”, “parafilia”, en
vez de “aborto”, “interrupción del embarazo”.
Otra parte constitutiva del discurso
normalizador consistirá en la apelación a una tradición histórica o mitológica,
real o inventada, que contribuirá a legitimar la práctica en el imaginario social.
De este modo, habremos sentado las bases para la instalación de un verdadero
parteaguas social.
En este estadio de la situación, la ventana
está abierta a la mitad. Si deseamos abrirla del todo, hemos de lograr que no
solo la práctica sea aceptable y sus detractores sean vistos como individuos
intransigentes y anticuados, sino que aspiraremos a que las máximas cúpulas del
Estado y los individuos más reputados de la comunidad aboguen abiertamente por
la práctica deseada.
Para ello, deberemos apelar al sentido de
la “justicia” de las sociedades posmodernas y progresistas y en particular, de
sus juventudes. Por eso es necesario proponer la práctica como un derecho
humano inescindible. Cuando logremos instalar la idea común de que comer carne
humana, por ejemplo, es un derecho, será natural que los sectores más
progresistas de la sociedad adhieran a ese derecho e incluso promuevan su
práctica.
“Nadie te obliga a comer carne humana”
—dirán los vehementes militantes de la causa antropófaga — “pero eso no te da
autoridad para impedirme ejercer mi derecho a comer lo que yo desee”. Y así,
todo aquel que se opusiera al derecho a la antropofagia —o la “antropofilia”,
llegado el caso de tal deformación del lenguaje— ya no será visto como un
“fanático” o “intransigente” sino abiertamente como un retrógrado, conservador
o reaccionario.
Paralelamente comenzarán a emerger desde
las entrañas de la comunidad exponentes pioneros de la antropofilia surgidos de
las capas más respetables de la sociedad. “Expertos” e influencers darán
a conocer los beneficios y las propiedades de la antropofilia en sendos sitios
de internet y programas televisivos de segundo orden. De este modo, el
canibalismo se consolidará como una práctica razonable, aunque restringida al
ámbito de lo privado o a círculos de culto.
En este estadio cobran importancia los
intelectuales orgánicos de la causa. Desde la ciencia y las artes prestigiosos
miembros de la sociedad harán asequible al pueblo llano la costumbre de
practicar la antropolifia, la industria del entretenimiento la tomará como un
tema predilecto, se crearán asociaciones, clubes, agrupaciones de difusión del
manifiesto ideológico de la antropofilia y los adolescentes en los recreos
conversarán el tema, fantaseando con sus primeras incursiones en ese mundo
novedoso y excitante del consumo gourmet de la carne humana.
Asimismo, surgirá un culto a la figura de
personajes relevantes de la historia que habrían practicado la antropofilia,
incluso colocándolos en el lugar adelantados a su época y víctimas de una
sociedad retrógrada y represora de sus impulsos naturales de comerse a sus
iguales.
Por extensión y como resultado de la
esperable reacción de buena parte de la sociedad ante el avance de una
costumbre no mucho tiempo atrás prohibida, los militantes de la causa se
colocarán a sí mismos en el lugar de víctimas e incomprendidos y se granjearán
la simpatía y solidaridad de otros miembros de la sociedad, no antropofílicos
pero sí abiertos a respetar cualesquiera derechos que cualquier minoría se
arrogare.
Finalmente, para que la ventana termine de
abrirse de par en par será necesario legalizar por completo la práctica y
legitimarla a punto tal de considerarla esperable, deseable y a sus opositores,
promotores del odio o intolerantes de las minorías.
Para legalizar la antropofilia, o la
interrupción del embarazo, la unión parental entre personas del mismo sexo, el
consumo de sustancias estimulantes, la muerte asistida, el aislamiento social
preventivo y obligatorio o cualesquiera otros eufemismos que se desee instalar
habrá que formar una masa crítica “de abajo hacia arriba”, es decir, que
volviendo a la vieja máxima baudeleriana de que el mejor truco que inventó el
diablo ha sido el de convencer al mundo de su propia inexistencia, la última
etapa de la legitimación consiste precisamente en hacer creer a la comunidad
que ha sido ella la que demandó la legalización de la antropofilia, y no al
revés, que de manera pasiva y artificial se le ha implantado esa idea. En este
juego de mímesis radica la magia de la ingeniería social, por ello es tan
difícil desactivarla.
La proliferación de encuestas que midan la
aprobación social del asunto, las marchas y contramarchas callejeras, la
creación de una simbología identificativa de la minoría antropofílica, las
discusiones entre militantes de la causa y sus detractores serán moneda
corriente de la última etapa.
La bandera antropofílica cobrará entonces una
notoriedad masiva, lo que ocasionará la proliferación de repudios, que a su vez
serán repudiados por indignados periodistas en los canales de noticias y
escrachados en las redes sociales. “No toleramos las expresiones de
antropofobia”, escribirán los diputados en sus cuentas de Twitter. “Las
expresiones de violencia y de odio no tienen cabida en un estado de derecho”.
De ese estado de candencia a la
legalización de la práctica y la prohibición de manifestarse públicamente en
contra de ella hay solo un paso. Más temprano que tarde, dependiendo de las
coyunturas, se habrá logrado el objetivo. La ventana estará abierta. Quién sabe
qué tempestades o monstruosidades serán capaces de colarse a través de ella.

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