(Publicado el 15 de noviembre de 2020)
Me he debatido durante muchos días entre escribir este texto y no escribirlo, porque sé que probablemente no le va a agradar a nadie, ni a unos ni a otros y estoy cansada, de veras, de estar peleando con todo el mundo. Sin embargo, un episodio de hoy me llamó la atención y me instó a escribir, aún a sabiendas de que seguramente va a traer vuelto, pues nos encontramos en una época en la que a todos, sin excepción, nos caracterizan la intransigencia, la intolerancia y la dificultad para asumir que el otro puede sostener divergencias con nosotros y eso no significa que haya que invalidarlo y considerarlo un enemigo, pues el resultado de la intransigencia es necesariamente el aislamiento y la política consiste en construir mayorías, no en aislarse.
El caso es que es muy frecuente esa actitud en esta época que atravesamos, el posmodernismo sin pasado y sin futuro, sin historia y centrado en el yo. En cada una de las áreas de la vida, en toda materia de discusión, tendemos a tomarnos a nosotros mismos como medida de todas las cosas, sin considerar que hay una verdad, que es la realidad, y tantas verdades relativas como seres humanos ejercemos el pensamiento. Pido perdón por el extenso prolegómeno pero no puedo no aclarar, en mi defensa, que lo que aquí expreso es nada más que mi verdad relativa, que seguramente no coincidirá en algún aspecto con la del lector pero que no puedo no expresar, porque por regla general no escribo para agradar a nadie, sino sencillamente por una mera necesidad fisiológica de decir. Aquí voy.
Soy peronista. Y si arranco por aclarar esto es porque sé que los párrafos que siguen enojarán a los compañeros y me valdrán toda clase de epítetos. De “zurda”, “infiltrada”, “entrista” y cosas peores. Pero no puedo no sentir lo que siento, no puedo no pensar lo que pienso. El caso es que hace un rato me tocó ver cómo operan de hecho los progres cuando alguien contradice su pretendida superioridad moral: envían a todos sus aliados a denunciarte para que te den de baja las cuentas de las redes sociales, las que para muchos son nuestra única vía de expresión en un mundo en el que los medios de comunicación están monopolizados por las élites globales.
Y es que es bastante ofensiva esa actitud intolerante de quienes por otra parte se consideran a sí mismos paladines de la tolerancia y el respeto a la “diversidad”. Me revienta profundamente la doble moral progresista. Se trataba de un afiche acerca del aborto. Un grupo de compañeros que recicló un viejo afiche de los tiempos del Segundo Plan Quinquenal, con la efigie del General y una familia tipo, a la que los compañeros le agregaron la leyenda “No sobra nadie”, en referencia a la postura clara de los peronistas en contra del aborto. Porque está claro: tanto Juan Perón como sus esposas Eva y María Estela han sido taxativos al afirmar su postura en contra del aborto. Por razones estrictamente religiosas, pues se trata de una doctrina profundamente cristiana, pero también por motivos políticos: la Argentina es el octavo país del mundo en extensión, pero posee la población equivalente a la de un país promedio de Europa (de España, por ejemplo), cada uno de ellos con una extensión similar a la de una provincia (como Río Negro o Santa Cruz, quizás).
Es decir, que vivimos en un país escasamente poblado, bicontinental y bioceánico, infinito en recursos, poseedor de todos los biomas, acreedor de esos manantiales de alimentos que son la pampa y el Mar Argentino, pero no tenemos los suficientes brazos para que toda esa riqueza, que permanece inexplotada, nos eleve a la condición de potencia mundial que por una cuestión de ubicación estratégica y ventajas comparativas deberíamos poseer inexorablemente.
Y he ahí el quid: el pueblo argentino es peronista y el peronismo es profundamente humanista y profundamente cristiano, lo que redunda en su férrea oposición al aborto, expresada por sus más altos referentes a lo largo de toda su historia. Entonces es natural que los compañeros peronistas manifiesten por peronistas y por cristianos su oposición a una práctica con la que no comulgan bajo ningún aspecto. Tienen tanto derecho a defender su posición como lo tiene el progresismo que milita el derecho al aborto. Entonces cuando una persona pega ese afiche, que otra le saque una foto y escriba “Me gustaría saber los nombres y los apellidos de todos estos tarados” y cuando una de esas personas, que quizás no pegó el afiche pero sí lo aprueba, se defiende, sobreviene la catarata de denuncias, cuentas bajadas y persecución. ¿Qué carajo es eso? ¿Dónde está la famosa “libertad de expresión” que tanto pregonan los progresistas? ¿Dónde está la diversidad de opiniones? Te dicen: “Vos no tenés por qué estar de acuerdo conmigo” pero cuando uno no está de acuerdo con ellos ejercen la censura con una virulencia inusitada. ¿Se ve o no se ve? Eso es doble moral, no es otra cosa. Es persecución. Pareciera que estamos en la granja de Orwell: todos los animales son iguales, pero algunos animales son más iguales que otros.
Y dicho esto, debo hacer autorreferencia, para que se vea desde qué postura estoy planteando lo que planteo. Y es que cualquiera que me conozca sabe muy bien que desde que era una niña siempre he estado a favor de la legalización del aborto. Independientemente de los motivos por los que organismos como el Fondo Monetario Internacional, la Open Society y personas como Henry Kissinger impulsan el aborto en los países dependientes, lo que es un hecho largamente documentado y largamente expresado, no me opongo a que el aborto sea legal, nunca lo hice y no lo voy a hacer, porque conozco bien a mujeres que han abortado y no quisiera estar en sus zapatos. Nunca me animaría a decir por ninguna de ellas que es una hija de puta ni que merece morir en la clandestinidad o ir presa. Yo soy cristiana, soy profundamente creyente y por lo tanto entiendo que el único capaz de juzgar es Dios. La mujer que decide abortar no se puede disuadir y lo hay que hacer es acompañarla. Sí, estoy de acuerdo en que hay muchos motivos por los que debería no aprobarse la ley. En primer lugar, porque su práctica es inviable en el contexto de esta crisis. En segundo lugar, porque nada que impulsen las élites globales puede ser bueno para los pueblos. En tercer lugar (y fundamental) porque va en contra de la idiosincrasia del pueblo argentino, que es mayoritariamente cristiano, y se toma como una provocación de parte del sector progresista en medio de una tremenda crisis y a fines de año que de repente presenten un proyecto que básicamente para el sentido común significa que se legalice la matanza de bebés. Se aprobará el día que las mayorías lo aprueben, no es el caso en la actualidad. Entiéndase: yo estoy en contra de un proyecto que me parece inoportuno y funcional a intereses foráneos, no estoy en contra de que una mujer no vaya presa por abortar o no se tenga que desangrar en un hospital por haber intentado abortar en soledad o en manos de un carnicero.
Yo crecí en un ambiente muy humilde. En ese contexto de pobreza rayana en la marginalidad, también se aborta. Me consta. Entonces si bien es espantoso el uso que el progresismo hace de las mujeres pobres, repitiendo la cantinela de que “son las pobres las que mueren”, cuando un buen número de quienes dicen eso son señoritas bien posicionadas que se cagan en las mujeres pobres, que sienten asco de ellas y que les parecería, muy en su interior, de hecho bien que esas criaturas desagradables que son las mujeres pobres no se reprodujeran, igual hay mujeres pobres que abortan. Y hay mujeres pobres y creyentes que abortan, es un hecho que me consta como testigo presencial. Que les pese a quienes les pese. El que esté libre de pecados, que arroje la primera piedra. Seguramente no serán la mayoría, pero esa minoría no debería de hecho morirse o ir presa. O al menos es, repito, mi verdad relativa. Como peronista aspiro a que en el marco de una comunidad organizada las familias crezcan y puedan vivir bajo la dignidad del trabajo, progresar y educar a sus hijos en principios y valores cristianos y justicialistas. Aspiro a que no haya embarazos no deseados, a que las mujeres deseen criar hijos, a que puedan ejercer la maternidad a tiempo completo y aun así no les falten el pan y el techo, que puedan costearse sus medicamentos y también sus anticonceptivos, a que todos los niños reciban desde edad temprana educación sexual, aprendan a vincularse, a planificar sus familias y a evitar embarazos no deseados. Aspiro a que nadie se vea empujado por las circunstancias a desear abortar. Pero, ¿y mientras tanto, qué? Mucho piripipí de cristianismo y amor, hasta que mandamos a la hoguera a una persona porque cometió un error o porque tuvo otra postura ante la vida diferente de la nuestra. ¿Se ve? Todos podemos pecar de hipocresía.
En lo particular y tras muchos años de trabajar sobre mí misma para no colocarme en ninguno de los polos, para no pecar de intransigente y aprender a ejercitar la tan mentada “empatía” de la que hablan los progres muy sueltos de cuerpo, aunque jamás la practican, he llegado a un justo medio: como cristiana nunca me realizaría un aborto, porque me sobreviene un dilema ético que no soy capaz de manejar. He tenido, a pesar de la infinidad de limitaciones y carencias con las que me crié, la bendición de aprender sobre mi sexualidad desde chiquita. Tengo casi 32 y a mi edad nunca vivencié ningún episodio de esos que conocemos tan bien las mujeres, de la angustia de la que tiene miedo de haberse quedado por accidente. Sin embargo lo he presenciado infinidad de veces, tanto en la adolescencia como en la adultez, tanto en mujeres jóvenes como entradas en años y de diversos estratos sociales. Esa sensación de que no importa lo que te digan, estás inmersa en una nube de oscuridad porque tenés ante tus ojos un panorama que te sobrepasa. Sea porque ya tenés varios y se te hace cuesta arriba entre las cuentas y los pañales, sea porque sos una nena y tus papás te van a matar, porque estás grande y quizás te quedaste sola y no tenés en quién recostarte… Infinidad de realidades que me ha tocado atravesar junto a mujeres, en momentos en los que no podía sino apoyarlas en lo que fuera que decidieran, porque al fin y al cabo, las que ponían el cuerpo eran ellas. Que me perdone Dios (aunque ya lo hemos conversado en privado). Que me perdone Dios, pero nunca voy a tratar de hija de puta a una persona que sufre, me rehúso. Así que estense listos para lapidarme a mí también, de un bando y del otro, porque lamento decir que no me caso con ninguno. Como cristiana y como peronista nunca abortaría. No lo haría porque además de todo, si a pesar de mis eternas reticencias, de mis miedos, de mis resquemores, de mi edad, de toda la larga lista de razones que siempre me han disuadido de decidir ser madre, si a pesar de todo me llegara a quedar embarazada, entendería ese embarazo como un mandato divino, como la confirmación de parte del Altísimo de que no soy la bruja que creo ser, que estoy capacitada para formar un hijo en valores, sin necesidades, con amor. Si me cae del Cielo un hijo lo recibiré porque significará que ser madre es algo que Dios destinó para mí y como siempre, mi deber es aceptar su voluntad y entregarme de lleno a ella, con todo mi ser.
Pero esta soy yo, que no soy la medida de todas las cosas. Solo puedo mirar a través de mi lente y no puedo pretender que todos los demás hagan lo mismo, porque esta lente me pertenece a mí sola. Lo único que deseo es que este parteaguas que de tanto en tanto nos colocan en frente para que nos matemos entre nosotros finalmente nos enseñe a ver que la realidad no se mira en tonos de blanco o negro. Que hay matices, que hay contradicciones, que no podemos ser absolutamente homogéneos, podemos tener alguna percepción que no se adecue exactamente al molde. Lo que no podemos bajo ningún aspecto es colocar esos matices por encima del conjunto. No podemos tomarnos como medida de todas las cosas porque no somos varas de medir. Lo personal no es político, la política es el arte de construir mayorías y las mayorías no son homogéneas. Lo que no podemos permitirnos es la intransigencia, es el olvido de que la discusión siempre es una y una sola: la repartija de la torta. Que nosotros nos matemos entre nosotros mientras la torta sigue en manos de los mismos de siempre es precisamente lo que esos mismos persiguen, el statu quo. Se los digo a los de un lado y a los del otro, porque tengo la fe cristiana en que algún día nos demos cuenta de que la única división es entre los de arriba y los de abajo y en que no nos volvamos a olvidar de que para un argentino no hay nada mejor que otro argentino.
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