No quiero un macho deconstruido

 (Publicado el 19 de febrero)



Es un tema sensible, que abre llagas, pero desde nuestro lugar de mujeres no podemos asistir a la ruptura del tejido social y nada menos que a la destrucción de dos siglos de nacionalidad (sí, sé que suena un poco arriesgado, podría parecerle exagerado a algún desprevenido) sin aunque sea manifestarnos en favor de alternativas de abordaje a la cuestión social.

Elijo llamarle así —como se le llamaba a principios del siglo XX— para que se entienda que hay muchas cuestiones que confluyen hacia la epidemia de femicidios. Hace un siglo se hablaba de “cuestión social” para denominar a la problemática latente de violencia y virulencia que derivaba de una urbanización repentina y no planificada en el contexto de la explosión demográfica que sobrevino a la gran inmigración. En ese contexto han surgido monstruos: piensen un poquito en el tristemente célebre “petiso orejudo”, Cayetano Godino, por citar tan solo uno.

En la actualidad, ya sin la inmigración a escala de olas, la precariedad de las condiciones de vida de poblaciones crecientes sigue siendo un problema o lo ha vuelto a ser. La desocupación sigue en ascenso, la crisis de valores está cada vez más a la vista, se nos estimula constantemente con informaciones por un lado y con ideologías extravagantes por el otro, nos hallamos en un estado de virulencia rayano en la anomia o la guerra civil y ¿qué nosh pasha, eshtamosh nervioshosh?

Efectivamente, lo estamos. Hay un pandemonio de voces que nos gritan constantemente y estamos enardecidos. Y una de las principales voces que nos gritan en el oído y nos aturden es la del feminismo. En lo particular, debo hacer una digresión. Desde muy pequeñita he adherido a las ideas del feminismo y no me puedo hacer la sota: siempre me ha tocado encontrarme en situaciones en las que por hache o por be el hecho de ser mujer me condicionaba. Y creía —me habían hecho creer— que era materia del feminismo atacar esas diferencias entre hombres y mujeres y erradicarlas. También se puede hacer otra digresión: uno podría hacer la clasificación entre “feminismo bien entendido” y “femirulismo” o “globalismo de género” o comoquiera que uno desee llamar al asunto, pero el caso es que yo ya superé esa etapa y me declaré incompetente en esa materia del mercado. Que las feministas hagan su vida. Afortunadamente llegué a grande, me puse a leer a Perón y me declaré justicialista. Fin del asunto. No pienso ponerme a discriminar entre un feminismo con el que concuerdo y otro con el que no porque sencillamente todo me parece innecesario, superado ampliamente por el justicialismo y además, como marca, el feminismo ha sido desde tiempos inmemoriales cooptado para los poderes foráneos. Punto. Entonces desde esa postura hablo, por si alguien se topa por accidente con este punteo y no conoce a quien escribe.

Una de las voces que se alzan para hablarnos acerca del problema social, decía, es la del feminismo, que nos explica que está mal que los hombres maten a las mujeres por el solo hecho de ser mujeres. Nos explica que eso está mal y nos dice que hay que luchar en las calles para frenar a los femicidas y hacer que el Estado brinde respuestas. El feminismo convoca a marchas a las que asisten cientos de mujeres con niños y algunos hombres, claro, todos para gritar que por favor los hombres que asesinan mujeres se abstengan de asesinar mujeres y que el Estado se haga cargo de prevenir que hombres maten a mujeres por el mero hecho de ser mujeres. Y no obstante, día por día seguimos asistiendo a un proceso de radicalización de las relaciones sociales y efectivamente se apilan en las comisarías los expedientes, por no decir que se apilan cuerpos en las morgues, sin que ello parezca verse frenado por toda la parafernalia marchista que grita, llora y patalea.

Entonces, la conclusión obvia parecería ser que las respuestas ofrecidas desde esas dos grandes instituciones —el Estado y la corriente feminista— resultan siendo insuficientes y quizá incluso coadyuven a la exacerbación del proceso. Quizás, digo, sean algunos de los factores que contribuyan a eso. Ya he enunciado algunos otros: la degradación del tejido productivo y social que provoca violencia (incluso que contribuye en círculo vicioso a que se demande más presencia policial, lo que a su vez torna a las fuerzas policiales en una salida laboral viable para individuos que no tienen otra ocupación y que en muchos casos no están preparados psicológicamente para portar un arma), la importación de ideas foráneas que provocan una suerte de “choque de civilizaciones” al interior de la comunidad y alimenta así el estado de violencia o irascibilidad latentes, incluso la precarización laboral que obliga a que dos deban trabajar para satisfacer las necesidades básicas de una familia, aún en las familias no monoparentales. Es decir, todo el esquema social actual contribuye a exacerbar los niveles de violencia latentes en la sociedad y todavía peor, nos aleja de nuestros niños para que no podamos criarlos y formarlos activa y concienzudamente en valores. Toda esa ensalada prepara el terreno para que estemos enloquecidos. ¿Y qué hace el feminismo? Apaga el fuego con nafta.

Sí, ya sé que en esta sociedad binaria y radicalizada quienquiera que no esté radicalmente a favor de una postura es visto como si de hecho se encontrara radicalmente a favor de la postura diametralmente opuesta, entonces una persona que no sea ultrafeminista será catalogada como ultramachista. Sé, además, que en este estado de cosas ser ultramachista —entiéndase, en ese esquema binario del que hablé más arriba— se observa como algo deleznable que hay que condenar activamente mediante el escrache, la “cancelación” y en los casos más extremos, la violencia verbal o física de parte de la turba justiciera. Pero déjenme decirles, una vez más, que la del bombero pirómano no está funcionando.

Se nos dice que hay que enseñar a las niñas a luchar y se nos dice que hay que enseñar a los niños a no construir modelos de masculinidad “tóxicos” y a los hombres que tienen que “deconstruirse” entendiendo por esto desandar toda la construcción de su cosmovisión como hombres, para que pasen a ser unos emasculados mentales. Sí, porque el hombre sin su masculinidad es un emasculado, en el sentido etimológico de la palabra. Y yo no quiero un hombre deconstruido —esto es, destruido, desarmado— ni quiero un hombre emasculado —esto es, sin masculinidad—. Quiero un hombre que en la especificidad de su ser-hombre (no en sentido genérico de ser-humano sino en el sentido sexual de ser un macho de la especie) sea capaz de acompañarme en la vida y ser mi respaldo como yo, en tanto que mujer, seré el suyo y su complemento. Quiero un hombre que no sea un asesino, claro, pero que no tenga que dejar de ser hombre para ello, ¿es tan difícil de comprender? Se nos dice que el violento, el “violeta” es un “hijo sano del patriarcado” y, ¿saben qué? Es una obviedad lo que voy a decir, pero es mentira.

Hace unos días recordaba un episodio en el que de niña un tipo abusó de mí, me manoseó y qué sé yo qué planes tendría en mente para mí, aunque logré zafarme y llegué a la casa llorando. Se lo conté a mi padre y él no me retó por tener unos incipientes senos a mis tiernos doce años ni por esa costumbre que yo tenía por entonces de salir a la calle con faldas cortas y shorts. No me dijo que era una putita ni que el otro tenía razón, solo me dijo alguna palabra de consuelo y se fue, llevando consigo un cuchillo grandote, muy en calma, para hablar civilizadamente con mi agresor. Mi padre medía casi un metro noventa y pesaba unos ciento diez kilos, era un hombre encantador cuando estaba de buenas, pero con una mirada penetrante a la que difícilmente alguno se le haría el loco cuando estaba de malas y mucho menos un alfeñique de un metro sesenta. Y ahí está el ejemplo. No es motivo de este texto corto ponerme a discutir la idea de “patriarcado”, solo puedo adelantar que no me cierra del todo, pero por razones de espacio no la voy a discutir aquí. Solo voy a decir que mi padre era el único hijo varón de un matrimonio con seis hijos, padre a su vez de cinco hijas mujeres y un único varón. Podríamos decir, entonces que, si aceptásemos la hipótesis de que toda la sociedad está atravesada por una cultura “patriarcal”, mi padre sería un hijo sano de esa cultura. No, no ese tipo que me manoseó y me besuqueó, al que bastaron un par de advertencias de buena manera para que no se le viera el hocico por el barrio por más de diez años y solo se lo volviera a ver una vez mi padre estuvo bajo tierra. El hijo de puta no es un “hijo sano de la cultura patriarcal”, es un hijo de puta cuya conducta es reprobada por toda la comunidad, o en la cárcel a los violadores no se los agarraría de punto, se los endiosaría. Porque hasta los criminales tienen ciertos códigos que ofenden a su sistema de creencias y que incluyen la falta de respeto por la mujer y los niños. Entonces no me vengan con el hijo sano del patriarcado.

Porque, ¿saben cuál es el efecto de ese aserto? Que se tienda un velo de sospecha sobre todo aquel que haya tenido la mala suerte de nacer hombre en el contexto de esta “sociedad patriarcal”. Si el violador, el abusador y el femicida son “hijos sanos del patriarcado”, entonces cualquiera que haya tenido la mala suerte de nacer hombre es en potencia un violador, un abusador y un asesino. ¿Y cuál es la solución a eso? Se nos dice que debe “caer el patriarcado”, pero este es un concepto, uno que además se nos dice que afecta transversalmente a toda la sociedad pero que principalmente habita en los hombres. Así que digámoslo con todas las letras: muerto el perro se acaba la rabia. Lo que se nos está proponiendo no es sino una guerra simbólica que se traduce en guerra física. Porque, duela a quien duela, la epidemia de femicidios es eso. Es el resultado, la reacción de la violencia “machista” ante la efervescencia de la guerra simbólica que el feminismo encaró contra el hombre. No, no contra el “patriarcado”, sino contra el hombre.

Porque lo que se exige del hombre bajo el eufemismo de “deconstrucción” no es sino la feminización, la renuncia a la naturaleza masculina del hombre —una vez más, la emasculación—. Se le exige al hombre que para que no resulte sospechoso de ser un potencial violador/golpeador/asesino femicida renuncie “a sus privilegios” —eufemismo para la naturaleza masculina—. Y yo no quiero eso. No quiero un hombre que se sienta inseguro de su masculinidad, no quiero un hombre que tenga miedo de ser hombre, no quiero un hombre que se reprima en sus impulsos como hombre para que la mujer no se sienta amenazada o amedrentada por él. No quiero un hombre que no sepa cómo actuar ante una situación de violencia machista, que tenga que apelar a la burocracia del Estado para defender a su mujer o a su familia. No lo quiero, quiero a un hombre hombre, un verdadero “hijo sano” de nuestra cultura. Quiero un macho protector, ¿está mal? Quiero un hombre que no crezca resentido reprimiendo cada una de sus pulsiones por temor al ostracismo, alimentándose de odio y mascullando bronca contra ese colectivo que lo considera una amenaza por el solo hecho de ser varón.

No quiero una guerra de todos contra todos, quiero que todos, hombres y mujeres, nos dejemos de mirar con desconfianza los unos a los otros para empezar a abordar esta problemática tan seria desde la paz y no desde la guerra de los sexos. Que separemos a los elementos enfermos, no que prejuzguemos enfermo a un hombre por el solo hecho de ser hombre. ¿O para evitar la muerte física de más mujeres vamos a condenar a la muerte social al sexo masculino? Ahórrense las acusaciones de machismo y fascismo, ya estoy acostumbrada y preparada. Pero yo no quiero un macho deconstruido, quiero ser la hembra de un macho protector, a quien me una el amor y que nos cuidemos el uno al otro como dos mitades de un único organismo.


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