(Publicado el 24 de febrero)
La sabiduría popular nos ha enseñado que el infierno está pavimentado de buenas intenciones. Tiene, pues, un pavimento dorado, pero sigue siendo un infierno. Una de las interpretaciones posibles de ese refrán nos invitaría a no olvidar que lo que se muestra no siempre es lo que es y que a menudo a las empresas en apariencia justas y nobles les subyacen intereses non sanctos, inconfesables y de naturaleza infernal.
El último miércoles del año 2020 la Argentina amaneció con la confirmación de aquello que de antemano se presuponía: la Cámara de Senadores había dado sanción a la Ley de Interrupción Voluntaria del Embarazo, que estipula la legalidad de la práctica del aborto hasta la semana catorce de gestación, mediando apenas el consentimiento de la mujer. Y la exagerada demostración de algarabía de parte de algunos sectores, rayana a menudo en el paroxismo, podría tentar al incauto a plegarse irreflexivamente a la comparsa de esa alegría lúgubre so pretexto de la ampliación de derechos presuntamente obtenidos en pos del derribamiento de la sociedad patriarcal y opresora de la mujer. Sin embargo, la pregunta que vale plantearse ante ese desfile de mujeres sumidas en la histeria colectiva es, efectivamente, si tras un cúmulo de voluntades bienintencionadas que se congregaban en las calles plenamente convencidas de que había tenido lugar un acto de justicia social no se vislumbraría quizás la cola del Diablo, cuya habilidad consiste precisamente en trastocar nuestra percepción de la verdad y la mentira, del bien y del mal, para que le entreguemos nuestras almas de manera voluntaria. Y es que es un asunto espinoso el del aborto, pero alguien tiene que abordarlo desde una perspectiva que muy pocos se atreven a encarar.
Feminismo y peronismo
Días antes de la sanción de la ley, la historiadora y periodista Claudia Peiró publicó una nota titulada Aborto: la insólita militancia de la izquierda y del progresismo por la eugenesia social, en la que repasaba la postura del peronismo y de los movimientos de izquierda en torno al aborto a lo largo de todo el siglo pasado y la contradicción entre su posición histórica y la actual militancia abortista del progresismo socialdemócrata autopercibido peronista. Allí, Peiró afirmaba: “Sorprende que [los militantes del trotskismo vernáculo y el kirchnerismo, que es más de izquierda que de tercera posición] no recuerden que Marx llamó proletarios a los obreros porque la única riqueza del que nada posee son los hijos y por eso los pobres tienen una numerosa prole”. A la vez, la autora desmenuzaba la intrínseca relación histórica entre la militancia peronista, el propio Perón y la oposición a la práctica del aborto, tanto por razones geopolíticas como por razones humanitarias.
Lo realmente llamativo fue que apenas dos días después de publicado el texto de Peiró, la militante de la izquierda trotskista Vanina Biasi le respondió con otra nota titulada Claudia Peiró, el peronismo y su nada insólita militancia contra el aborto legal, en la que también daba cuenta de la postura histórica del peronismo en contra de la interrupción del embarazo, citando a la propia Eva Perón: “La estafa de la ‘Evita abortera’ es una construcción reciente tendiente a emblocar al ascendente movimiento de mujeres con esta corriente. El peronismo es un movimiento político que resistió a la segunda ola del feminismo y antes al feminismo en general con ferocidad. Eva Duarte reflexionó al respecto y decidió no integrar ‘el núcleo de mujeres resentidas con la mujer y con el hombre, como ha ocurrido con innumerables líderes feministas’”, planteaba Viasi. Es decir, que la militancia de izquierda de nuestro país también reconoce que la posición tradicional del peronismo ha sido de rechazo absoluto hacia el feminismo en general y el aborto en particular. La pregunta es por qué. ¿Por qué el peronismo se ha opuesto al feminismo y al aborto? ¿Acaso ese rechazo es pasible de “aggiornamiento”, tal que en la actualidad sea válido echar por tierra lo que Perón y Eva plantearon acerca de la trampa de disfrazar de derechos la práctica del exterminio de los nonatos no deseados de la sociedad?
La primera pregunta se responde más fácilmente. El peronismo como doctrina política, social y filosófica propende hacia la justicia social. Es, por lo tanto, una doctrina superadora de todos los “ismos”, pues establece que nadie se realiza en una comunidad que no se realiza y que la sumatoria de las individualidades que componen al organismo social deben ser sujetos plenos de su propio destino, un destino de dignidad en el trabajo, los valores cristianos y la justicia social entendida como la supresión de las diferencias entre los hombres. Hombres, claro está, en sentido genérico, como especímenes humanos.
El feminismo, entonces, no se opone al peronismo sino que sería ampliamente superado por este. Una comunidad en la que el hombre ejerciera la supremacía por sobre la mujer —una sociedad “patriarcal”, como se la denomina en la jerga feminista— no sería una comunidad organizada sino un cúmulo de individualidades sin función social y sin armonía. Pero del mismo modo una sociedad matriarcal en la que el hombre estuviese sometido a la castración cultural —que es el modelo que se pretende instalar desde los “feminismos”— tampoco sería una comunidad organizada en función de la justicia social, pues una virtual mitad de la misma se encontraría sometida a la voluntad de la otra mitad. Es un problema. El feminismo bien entendido, como supresión de las diferencias ante el derecho entre hombres y mujeres es ampliamente superado por el justicialismo, como igualador no solo de los sexos sino de todas las personas ante el derecho y ante el capital, pero el feminismo entendido como hembrismo, el modelo de supremacía de lo femenino por sobre lo masculino (incluido dentro de lo “femenino” el inabarcable espectro de las “diversidades” sexuales) es directamente opuesto al ideal social del peronismo.
En la teoría, el feminismo siempre se vende a sí mismo como doctrina de la igualdad ante el derecho pero en la praxis política, invariablemente el modelo hegemónico del feminismo ha sido hembrista y por eso se ha identificado y aún se identifica con consignas tales como “Muerte al macho” o “Fuera varones”, ampliamente replicados en las manifestaciones callejeras de “los feminismos”. Contra ese modelo de exacebación de la discordia expresada en una suerte de “guerra de los sexos” es que se rebelaba Eva Perón, pues el ideario del peronismo tiende hacia la formación de una comunidad organizada en la que reinen la concordia y a cada sexo se le atribuya una función social superadora del individualismo inmediatista y hedonista de la sociedad posmoderna que nos atraviesa en estos días. Según el modelo ideal de lo que el feminismo vende de sí mismo, Eva Perón hubiera podido ser encajonada dentro de esa categoría, en tanto que mujer empoderada y reconocedora de derechos políticos, sociales y económicos de la mujer en un contexto de sociedad paternalista en el que la mujer era considerada como objeto de cuidado y protección de parte de la figura masculina y no como sujeto pleno de derecho y agente de su propio destino. En la práctica, ayer y hoy el feminismo se ha comportado como caballo de Troya de los poderes concentrados, en tanto que doctrina de la sexualización de las diferencias para correr el eje de la discusión política desde lo nodal —la puja distributiva— hacia lo lateral —la “guerra de los sexos”.
Pero la discusión no termina allí, la cuestión del aborto no está únicamente emparentada con la función social de la familia de reproducir la idiosincrasia nacional y la doctrina peronista, sino que tiene fundamentos puramente geopolíticos que lo hacen aborrecible ante los ojos de un estadista de la talla de Juan Perón. En una región escasamente poblada y con riquezas inconmensurables en materia de recursos naturales, en vías de desarrollarse pero con un enorme potencial para hacerlo, lo que Perón llamaba la sinarquía ha diseñado toda clase de ideologías de la dominación cuyo propósito no es otro que el de cortar de cuajo el desarrollo de las naciones. Perón lo vio ya en la década de 1950, aunque lo reafirmó firmemente en la década de 1970, en ese compendio de su doctrina filosófica que se llamó el Modelo Argentino para el Proyecto Nacional, pero también a través de las directivas que guiaron su tercera presidencia y la de su sucesora política, la presidenta María Estela Martínez.
Allí por 1974, apenas meses después de fallecido Perón y bajo una política de Estado comandada por este, el gobierno argentino expresó su férrea oposición al aborto en la Conferencia de Bucarest, Tercera Conferencia Mundial de la Población organizada por las Naciones Unidas, la que tuvo lugar en Rumanía entre los días 19 al 30 de agosto de 1974. En ese cónclave, los representantes del gobierno encabezado por la presidenta Martínez de Perón ratificaron que la política de población es un atributo soberano de cada país, no sujeto bajo ningún aspecto a imposiciones directas o indirectas de parte de organismos o naciones extranjeras. Asimismo, destacaron la situación de escasa densidad demográfica de la América Hispana, separándola de la de otras regiones del mundo cuya densidad poblacional raya la superpoblación. El gobierno peronista fue taxativo: la cuestión poblacional se resuelve siempre a través de la aplicación de medidas de producción y distribución de bienes y servicios, no con planes de control de la natalidad, mientras que en las naciones iberoamericanas el desarrollo debe estar de la mano de un aumento de la tasa de natalidad. A más brazos que trabajen, mayor capacidad de desarrollo, esa era la ecuación.
Las ideas de Perón, ampliamente aceptadas en aquel entonces por naciones como Brasil o Cuba, cayeron particularmente mal a los Estados Unidos, cuyo secretario de Estado Henry Kissinger había manifestado a ciertos círculos selectos sus intenciones de valerse de los organismos internacionales como la Organización Mundial de la Salud (OMS) para impulsar una agenda global destinada a establecer de facto un modelo de control poblacional en las naciones semicoloniales del sur del Río Bravo. El Plan Kissinger incluía, además del lobby farmacéutico para la promoción de prácticas anticonceptivas, introducir la cuestión del aborto dentro de la agenda feminista y apelar al legítimo derecho de las mujeres a la “planificación familiar”, para reducir el tamaño de los núcleos familiares en las sociedades dependientes, so pretexto de que la mujer debía independizarse de la maternidad “esclavizante”, argumento sumado a las presuntas ventajas económicas de la participación masiva de las mujeres en el mercado de trabajo. Y entonces ahí asoma ligeramente: la cola del Diablo. A cambio de un discurso de supuesta liberación individual las naciones semicoloniales resignamos sin siquiera saberlo la liberación de nuestra patria, el desarrollo de los países de la región, que en parte hubiera dependido de nuestra capacidad para desoír cantos de sirena y continuar con el plan de población que ya Juan Perón había trazado para nosotras.
Claro que Kissinger no se quedó de brazos cruzados, el Plan Cóndor diseñado por él a posteriori de seguro tendría en la mira al peronismo y su plan de población, industrialización y desarrollo económico soberano para los pueblos de la América Hispana. Argumento contrafactual o no, lo indubitable es que el Plan Kissinger triunfó y el Plan Perón fue derrotado porque hoy efectivamente los organismos internacionales —la OMS, Anmesty International, IPPF— disfrazan la eugenesia de justicia social y al capricho individual lo justifican escudándose en una presunta ampliación de derechos para vendernos que “mi cuerpa” es mi decisión, aunque el modelo justicialista de comunidad organizada atribuía a cada una de las individualidades que conforman el organismo social una función específica que se retroalimentaba con la comunidad.
¿Mi “cuerpa”, mi decisión?
Pero ahí no termina la cosa. Cuando una mujer apela a la decisión sobre el propio cuerpo como argumento para justificar el aborto está desconociendo la condición humana de la corporalidad que se comenzó a gestar en su vientre pero también está justificando por un error humano —una falla en el uso de un anticonceptivo durante el acto sexual— la comisión de un atentado contra la vida de otro —llamémosle “feto” para no herir susceptibilidades. Se trata de una traslación de la responsabilidad desde mi lugar de persona deseante que ejerce su sexualidad hacia un tercero que debe pagar por mi descuido con su propia vida. Ese argumento no es sino una manifestación cabal del individualismo y el egocentrismo que caracterizan al sujeto posmoderno, la expresión a ultranza de la aplicación a la vida cotidiana de la máxima de que el fin justifica los medios. Como yo no planeaba esto, como yo no lo deseaba, debo eliminar de mi camino ese escollo, es legítimo que lo elimine, pues lo primero en mi escala de valores soy yo.
Se trata de una escala de prioridades opuesta a la propia de la doctrina peronista, pues esta coloca a la comunidad por encima del sujeto y en armonía a ambos. Pero además, bien mirada la cosa, se trata de la imposición de un modelo artificial que es obligación cumplimentar como otrora lo fue el mandato social de casarse y ser madre y esposa por el resto de la vida. Pues como veíamos antes, el modelo de sociedad que nos atraviesa en la actualidad obedece a un plan. Ya Kissinger lo afirmaba abiertamente ante sus circuitos de confianza: “El Estado y la utilización de las mujeres en las sociedades de los países menos desarrollados son particularmente importantes para reducir el tamaño de la familia”. O sea, que esta sociedad en la que la mujer se dedica exclusivamente a su desarrollo individual, a su trabajo, a su carrera, renegando de la maternidad y de lo que esta implica también es una sociedad artificial, creada a imagen y semejanza de un modelo que beneficia a algún interesado. La pregunta es a quién interesa, si a una élite mundial que no ceja en sus intentos por satisfacer su avaricia infinita a costas de los recursos naturales y humanos de las naciones pobres o a un pueblo en busca de su desarrollo, de la consecución de su estatus predestinado de potencia mundial. La farsa de “empoderamiento” de la mujer también es política y también obedece a un plan.
Pero, ¿y qué pasa en esos casos en los que la mujer ni siquiera es libre de decidir ya no su destino, sino directamente cuándo y cómo ejercer su sexualidad? A menudo se cita el caso de las mujeres pobres y sometidas por el hombre para fundamentar a favor del aborto. Se dice: “las violan o las violentan sus propios esposos, las embarazan y las obligan a parir o a morir en abortos inseguros”. Será verdad en algunos casos, excepto que estadísticamente las mujeres pobres en su mayoría no se “ven obligadas a parir”, sino que aborrecen el aborto pues como lo planteaba más arriba Peiró en torno a la definición marxista de proletariado, la mujer pobre no reniega de sus hijos porque estos son lo único que ella puede poseer que le pertenezca plenamente y que puede aportar a la sociedad. El hecho de que el aborto sea legal en la práctica no les cambia demasiado la vida a la mayoría de las mujeres pobres, sí lo haría un modelo de desarrollo económico sostenido y sustentable que garantizara una distribución progresiva de la renta. La mujer pobre no necesita abortar, necesita salir de la pobreza.
El que sí gana con la legalización del aborto es el macho que embaraza a mansalva, que no tiene ya necesidad de hacerse cargo del fruto de sus irresponsabilidades. Gana no la mujer pobre, sino el hombre a quien ahora se le abre la posibilidad de mandarla a abortar luego de satisfacer su lujuria, gana el esposo infiel que no quiere hacer frente a los problemas conyugales derivados del hecho de que la amante se haya quedado embarazada. Gana el pedófilo que luego de meses o años de ir preparando, ablandando a la prima, a la sobrina, a la nieta o a la hija, finalmente logra penetrarla sin que la experiencia termine en desgarro y hospitalización. Consumado el hecho, con un aborto legal se garantiza la impunidad, pues la ley establece que en virtud de su “derecho a decidir sobre su propio cuerpo” una niña de entre 13 y 16 años puede abortar apenas habiendo prestado consentimiento y que solo debe notificársele a un adulto responsable en caso de que la vida de la menor esté en riesgo. ¿Por qué no habría de acompañarla a abortar ese mismo primo, tío, abuelo o padre? ¿Quién va a denunciar una violación intrafamiliar si la víctima no la denuncia y el sistema médico no la registra y no da aviso a las autoridades policiales? Detrás de la bienintencionada privacidad de la práctica del aborto legal y gratuito se esconde un pandemónium de situaciones en las que ganan los violadores, los violentos, los pedófilos… Los machos, gana el “macho patriarcal”. Al parecer no en todos los casos es nuestro “nuestro” cuerpo y en muchos casos no es nuestra “nuestra” decisión.
En la década de 1970 el filósofo francés Michel Foucault introdujo a la jerga política la noción de “biopoder”, que consiste precisamente en la construcción de cada una de las formas de poder que regulen no solo la vida de las personas, sus comportamientos, sino sobre todo el modo como cada uno de los individuos interactúa en la interrelación con su propio cuerpo. Si la sociedad patriarcal supone la propiedad de la corporalidad femenina en manos de una corporalidad masculina, es decir, si la sociedad patriarcal es un modelo de biopoder que establece la sujeción del cuerpo femenino por parte de un poder masculino, el proyecto de Kissinger heredado por las élites globales es otro modelo de sujeción. Este último establece la idealización de la infertilidad y la supremacía teórica de la mujer y las “diversidades” por sobre el hombre, en una relación de tensión permanente entre los sexos. Pero paradójicamente, el modelo biopolítico de la élite global presupone y garantiza la supremacía de esa misma élite conformada en su amplia mayoría por varones. Mientras a nivel de las bases los ciudadanos de a pie nos arrancamos los ojos en torno a la discusión sobre el aborto, a nivel de las cúpulas no sucede otra cosa que la reproducción del statu quo. Mientras que hombres y mujeres de la clase trabajadora de los países dependientes invertimos energías dignas de mejor causa en la guerra de los sexos, el proyecto de los poderes concentrados del mundo se cristaliza sin que en la práctica gane nadie más que un puñado de privilegiados. ¿No será el momento de elegir una tercera alternativa, deshacernos de la sociedad patriarcal que somete a la mujer al dominio del hombre, pero también del influjo de los agentes de la antipatria que han operado en favor de la victoria del proyecto biopolítico de la élite global, destinado a garantizar el despoblamiento de la región como condición previa a la sujeción definitiva por parte de los poderosos? ¿Qué tal si optamos por la tercera posición, aquella que se caracteriza por superar los demás “ismos” y garantizar la libertad, la justicia social y la soberanía de los pueblos sobre aquellos bienes que por derecho les pertenecen? Es nuestro cuerpo social, debería ser nuestra decisión.
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