(Publicado en la Revista Hegemonía de noviembre de 2020)
A lo largo de la última semana, los medios de comunicación argentinos plasmaron un fenómeno pocas veces visto tanto aquí como en el mundo: con una sospechosa homogeneidad, por “derecha” y por “izquierda” todo el espectro ideológico de los medios de comunicación ha coincidido en respirar aliviado ante la posibilidad de una inminente salida de Donald Trump de la Casa Blanca, que todavía no es oficial pero que ha sido ampliamente celebrada por todo el arco político y mediático del país.
Al momento de escribir estas líneas, la
elección aún no se había resuelto, el escrutinio no había terminado y el
presidente Trump amenazaba con dar pelea judicial ante el aluvión de
irregularidades que sus votantes denunciaban, previsiblemente de manera
infructuosa. Algunos de los principales mandatarios del continente y del mundo
rehusaban aún felicitar al candidato demócrata, entre ellos Andrés Manuel López
Obrador, Jair Bolsonaro, Vladímir Putin y el mismo Xi Jinping. Y sin embargo,
muchos de los líderes de la región se apuraron en saludar a Joe Biden y su
flamante vicepresidenta Kamala Harris, la primera mujer negra en alcanzar ese
puesto en su país. Toda una victoria para el progresismo. Entre ellos se
cuentan el propio Alberto Fernández, Cristina Fernández de Kirchner y Nicolás
Maduro, en consonancia con su detractor Juan Guaidó, quien hizo lo propio.
Por el lado del periodismo, por su parte,
el entusiasmo se replica tanto en los medios de la “derecha” como en el arco de
medios “progresistas” y de “izquierda”. Mientras un azorado Nelson Castro se
lamentaba “perdemos, perdemos” cuando todo parecía indicar aún que Trump se
encaminaba sobre rieles hacia una reelección segura, Tato Young comparaba al
presidente estadounidense con la vicepresidenta Cristina Fernández alegando que
eran “parecidos pero diferentes” y Alejandro Borensztein auguraba la “caída del
kirchnerismo norteamericano”. El mismísimo Víctor Hugo Morales, en la misma
línea, afirmó en su editorial de C5N que “nosotros ya estamos mejor” por el
solo hecho de que haya otro inquilino en la Casa Blanca. Pero, ¿quién es “el
tío Joe”? Si hemos de atender al relato de los medios de opinión de la
Argentina, gracias a la victoria de Biden “El mundo se salvó de un futuro
Hitler”, como expresó la exdiputada Elisa Carrió. Pero, ¿se trata de un “veterano
y afable heredero de Obama”, tal como lo describiera allí por agosto la BBC de
Londres, o es posible trazar otro perfil del anciano futuro presidente?
El candidato eterno
Joseph Biden nació en Pensilvania, el 20 de
junio de 1942. De formación en leyes, fue uno de los candidatos más jóvenes en
alcanzar la senaduría en representación del estado de Delaware, allí por 1972.
Reelecto en cinco ocasiones (1978, 1984, 1990, 1996 y 2002), Biden es hoy uno
de los políticos más veteranos de su país, llegando a presentarse como
candidato presidencial en tres ocasiones antes de resultar posiblemente
vencedor en esta cuarta oportunidad.
Como senador y vicepresidente de Barack
Obama, Biden impulsó campañas para investigar una cura para el cáncer —su
propio hijo Beau, un prominente miembro del Partido Demócrata, falleció
inesperadamente por cáncer en 2015— y favorecer el reconocimiento de derechos
civiles y sociales a las minorías de su país. Pero no todo lo que reluce es
oro. Así como sus detractores acusan a Biden de estar demasiado maduro para el
cargo que está a punto de ocupar, otros sostienen que “es un desfasado miembro
del establishment con tendencia a meter la pata”. Algunas de sus declaraciones
memorables incluyen la afirmación de que “no se necesita ser judío para ser
sionista. Yo soy católico y soy un sionista” o “Si tienes problemas para
decidir si me apoyas a mí o a Trump, entonces no eres negro”, que le valió el
disgusto de la comunidad negra de los Estados Unidos.
A lo largo de la carrera presidencial, de
hecho, el tío Joe abusó de su perfil vulnerable de anciano venerable, haciendo
usufructo de la campaña del miedo al coronavirus para distanciarse de un
demonizado Trump, a quien acusa sistemáticamente de no cuidar la salud de los
ciudadanos norteamericanos en medio a la contingencia que los medios argentinos
han dado en llamar “pandemia mundial”. A menudo se ha visto a Biden escondido
tras un barbijo, haciendo las delicias de los comunicadores que predican la
amenaza a la raza humana por parte de un virus cuya efectiva peligrosidad
parece exagerada en comparación con la tremenda crisis mundial que ha
contribuido a generar. Su promesa de confinar por meses a los norteamericanos
en caso de resultar electo o el mensaje que emitió tras su declaración como
ganador por parte de los principales medios de comunicación siguen la línea de
la falsa disyuntiva entre salud y economía que en nuestro país parece haber
conducido al gobierno de Alberto Fernández a una encerrona sin salida. Hacia la
noche del lunes 9 de noviembre, el candidato demócrata escribió en sus redes
sociales: “No seré presidente hasta el 20 de enero. Pero mi mensaje de hoy
hacia todos es: ‘Usen mascarilla’”. Y no mucho más. Por fuera de sus antiguas
declaraciones de corte progresista y su cuidado discurso “pro-salud”, nada se
puede decir respecto de una campaña de Biden que estuvo enteramente atravesada
por la pandemia, situación que el candidato se cuidó de aprovechar a su favor,
brindando la imagen de veterano sobrio y paternal, orador ante pocos oyentes,
guardando el distanciamiento social y siempre atento a las recomendaciones de
la Organización Mundial de la Salud. Imagen contraria a la construcción que se
hizo de un Donald Trump como sinónimo de enfermo de poder y oligofrénico.
Pero un candidato no surge de un repollo.
Un Biden balbuciente que a menudo no parece estar en su elemento es el
correlato necesario de la construcción que de Donald Trump han hecho los
principales medios masivos de comunicación no solo de su país sino del mundo
entero. Pues la campaña no ha estado centrada en la pata propositiva de un
posible gobierno de los “demócratas”, sino precisamente en lo “inviable” de un
mundo gobernado por Donald Trump. Y es que los modelos económicos están más o
menos claros para quien se digne mirar. Históricamente, “republicanos” y
“demócratas” han sabido representar dos caras de un mismo modelo de acumulación
de la riqueza, mientras que la alternancia permite avances y retrocesos en las
cuestiones que atañen a la agenda de las minorías sexuales, raciales o
religiosas. Es decir, que hasta la irrupción de Donald Trump en la escena
política norteamericana, de ninguna manera se le hubiera ocurrido a un
candidato hablar en campaña de lo que sí importa, esto es, de los pesos —los
dólares, más precisamente— y los centavos. Basta con señalar los rasgos
desagradables a la moral progresista del actual presidente para que la
población urbana, los medios de comunicación y la intelectualidad orgánica del
progresismo hagan campaña en favor de quienquiera que sea su oponente. El odio
ideológico a Trump que se construyó en los últimos cuatro años funcionó en
viabilizar la construcción de una alternativa patética. Biden está senil y
simboliza eso, la debilidad. La oposición por parte del establishment logró
viabilizar eso en un escenario donde nadie se fija ya en el proyecto político
de Trump, sino en sus definiciones ideológicas sobre asuntos secundarios como
la “rosca” racial, religiosa, moral, de género, etcétera.
Sin embargo, el viejo Joe dista
históricamente de ser una blanca palomita. Como vicepresidente de Barack Obama
guarda un llamativo récord, si se toma en cuenta la obsesión del periodismo por
la xenofobia de Trump: el gobierno del primer presidente negro de los Estados
Unidos ha sido el encargado del mayor número de deportaciones de la historia de
su país, superando los tres millones de extranjeros deportados. A menudo,
además, ha llamado la atención del público el modo de actuar de Biden ante las
mujeres, siendo el mote de “misógino” uno de los favoritos de la prensa
internacional para caracterizar a Trump. Tampoco pasa desapercibida su excesiva
demostración de afecto para con los niños. Como senador, Biden propició las
invasiones a Afganistán e Irak e hizo lo propio en Libia y Siria, siendo el
vice de un beligerante Obama. Sobre el asunto Venezuela, uno de los más álgidos
entre los seguidores y simpatizantes del kirchnerismo en la Argentina, Biden ha
sido taxativo: “Maduro es un dictador”.
Los dólares y los centavos
Allí por 2016, en los últimos días de su
vicepresidencia, Joe Biden viajó a la cumbre internacional de Davos, donde se
reunió con el entonces presidente de la Argentina Mauricio Macri y con el
flamante “líder de la oposición” Sergio Massa, quienes participaron juntos de
un mítin en el que el norteamericano expresó complacido: “El nuevo presidente
trae consigo al jefe de la oposición. Eso es lo que deberíamos hacer en casa”.
Es que a Biden se le reconocen dos virtudes: la primera es su voluntad
dialoguista, que quedó fehacientemente de manifiesto en su entusiasta defensa
de todo conflicto armado que su país propiciara, fuese el impulsor del color
político que fuera. En segundo lugar, su cualidad de “conocedor de la realidad
argentina”, de acuerdo con precisiones del Diario La Nación. Tan es así
que sus opiniones respecto de la política argentina datan de 1982, cuando en
pleno conflicto por la Guerra de Malvinas, el entonces senador expresó: “Claramente,
Argentina es el agresor. Mi resolución lo único que busca es definir de qué
lado estamos y ese es el lado británico. Los argentinos necesitan deshacerse de
la noción de que los Estados Unidos son verdaderamente neutrales en este asunto”.
Independientemente entre las
contradicciones entre el discurso y la praxis política de un Joe Biden que se
muestra como un líder progresista y pro-derechos aunque su historial demuestra
las inclinaciones belicistas e injerencistas de su política, lo cierto es que
la cuestión de base para los pueblos del mundo —y para la Argentina en
particular— sigue siendo la repartición de la torta. Mientras los medios
“amigables” al gobierno de Alberto Fernández auguran pletóricos un exitoso
futuro acuerdo de nuestro país con el Fondo Monetario Internacional (que a la
sazón incluiría además la toma de más deuda), en los Estados Unidos resuena con
fuerza el nombre de Larry Fink como secretario del Tesoro en un eventual
gabinete presidido por Biden. La noticia no ha repercutido en Argentina con el
volumen que debiera, pues Fink es hoy el gerente de la compañía BlackRock, es
decir, de uno de acreedores privados del país que más se han opuesto a la
reestructuración propuesta por el ministro del “giro ortodoxo del
kirchnerismo”, como calificó a Martín Guzmán el Diario La Nación.
BlackRock es además dueño del laboratorio Pfizer, el que días después de
declarado electo Biden dio a conocer una vacuna contra el coronavirus que promete
un 90% de efectividad… y que la Argentina está muy interesada en adquirir.
Todo parecería indicar, entonces, que la
buena voluntad del progresismo vernáculo de encontrar señales positivas para el
país en un futuro gobierno del partido demócrata, atizada sin dudas por la
prédica defensora de los derechos de las minorías oprimidas, no poseería en la
realidad efectiva —esto es, en los pesos y los centavos— el asidero que todo
argentino desearía por el bien de los pueblos. De hecho, más allá de cuestiones
secundarias de orden moral, de género y de minorías étnicas, todo parecería
indicar que el gobierno de Biden se encamina hacia una ruptura con la política
de rebeldía de Trump hacia el establishment, que priorizó la repatriación del
trabajo antes que la especulación financiera y al pueblo norteamericano por
sobre la élite global. Mientras que Trump pelea en soledad como un estrafalario
Quijote contra los molinos de viento, esperando que se dé vuelta la taba y los
votos le den la razón, Biden se acomoda tranquilamente como una pieza
fundamental del nuevo orden mundial. No disruptiva, no problemática, una pieza
que encaja justo.
Sin embargo, el final está abierto. A pesar
de las celebraciones con bombos y platillos, aún no es posible afirmar con
seguridad quién caminará por la alfombra roja de la Casa Blanca el próximo 20
de enero. El sistema electoral de los Estados Unidos es complejo, bastante más
de lo que los argentinos estamos acostumbrados a comprender, por lo menos desde
que la reforma constitucional de 1994 estableció el sistema de elección
directa. Mientras que en la Argentina quien obtiene más votos gana, ya sea en
una primera vuelta o en un ballotage, en los Estados Unidos los ciudadanos
eligen electores, que a su vez se espera que voten al candidato del partido por
el que estos electores se han postulado.
El final está abierto
Pero puede haber matices. Históricamente el
partido demócrata comienza ganando la elección, pues posee como bastión
electoral a una suerte de “La Matanza” de los demócratas, California, que
caracterizamos así no por su nacionalismo popular sino porque se trata del
estado que aporta más electores al colegio electoral —cincuenta y cinco, en
total— y que por lo tanto siempre resulta aventajando a los demócratas en la
primera etapa del recuento, tal como sucede en Argentina con el municipio más
populoso del conurbano bonaerense, de tradición históricamente peronista.
Además, de manera sintomática los centros urbanos de la costa y principalmente
los centros financieros del país tienden a volcarse de manera sistémica hacia
sus buenos alumnos demócratas.
Pero la elección finalmente la terminan
decidiendo los trabajadores. Por eso, mientras que los estados como Florida son
tan codiciados por su densidad demográfica y el número de electores de posee
(veintinueve) estos distritos también ponen a prueba la política real, la de
los pesos y centavos, pues la comunidad latina de Florida o los negros de
Georgia constituyen muestras que ponen en contraste la cuestión racial con la
política económica. Por eso, el hecho de que Trump haya ganado la península y
sostenga la pelea en distritos como Georgia o Carolina del Norte son argumentos
que matizan el discurso de oposición a Trump que lo construye como un xenófobo
intolerante de las minorías raciales. Otros distritos, tanto urbanos como
rurales, donde Trump es fuerte realzan la hipótesis de que aún en medio a la
crisis del coronavirus, el presidente ha sostenido el trabajo, bajo la premisa
maquiaválica de que uno olvida más rápido la muerte del propio padre que la
pérdida del patrimonio. Al momento de escribir estas palabras, distritos como
Arizona, Wisconsin y Pensilvania, donde abunda la clase trabajadora y que en un
momento parecían ganados por el tío Joe, aún permanecen en suspenso.
Independientemente de los resultados, esta
elección en los Estados Unidos ha desnudado una obviedad a gritos: el mundo
desea, por algún motivo, que Trump pierda y Biden asuma la presidencia. Qué
actores o qué poderes han traccionado esa voluntad uniforme, que engloba a la
totalidad del arco político, es una pregunta válida para que el lector se la
plantee en soledad. Arturo Jauretche, en su lenguaje llano y al alcance de las
personas sencillas, solía decir que cuando el patrón y el peón votan al mismo
candidato, uno de los dos pierden y por lo general no es el patrón.
Lo que está claro es que nos hallamos ante
uno de esos momentos extraordinarios de la historia en los que se han corrido
todos los velos y, a contraluz, es posible vislumbrar apenas el reverso de la
trama. Qué mundo configurará este escenario, aún permanece en el misterio. Por
ahora y solo por ahora, la moneda permanece en el aire.
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