(Publicado en Revista Hegemonía del mes de febrero)
El término “subversión” posee en Argentina una connotación espeluznante, pues se trata de uno de los argumentos típicos de la dictadura genocida como pretexto para el exterminio de la disidencia en medio de la sociedad movilizada de la década de 1970. Sin embargo, el proceso de subversión es verificable y se puede rastrear en la práctica, aún en la actualidad y en todas las latitudes. Ya en la década de 1980 el periodista y excolaborador de la KGB Yuri Alexandrovich Bezmenov describió durante su exilio en los Estados Unidos y Canadá el proceso de subversión que la Unión Soviética intentó cristalizar en los Estados Unidos a lo largo de toda la Guerra Fría. De acuerdo con la definición de Bezmenov, el proceso de subversión consiste en la actividad agresiva destructiva que un Estado o nación lleva adelante contra un enemigo con el propósito de desmantelar una nación o área geográfica y establecer allí un sistema político afín o dependiente de la potencia subversiva. En el caso de la Unión Soviética, la ideología exportada que se pretendía implantar en las naciones enemigas y en particular en los Estados Unidos era el marxismo-leninismo. Qué entendían por “subversivos” los genocidas argentinos en la década de 1970 no es tópico de este pequeño artículo, aunque bien puede el lector imaginarse una ensalada entre roja, peronista, china y cubana, tomando en cuenta el contexto de la época.
El caso es que la subversión es un proceso
de ingeniería social muy preciso y muy sutil, cuyo fin último persigue la
construcción de una hegemonía novedosa allí donde una generación atrás imperaba
un sistema de ideas de rasgo opuesto. Se trata entonces de un esquema que se
puede dividir en fases para su análisis, incluso ordenándolas de manera
cronológica. La primera fase o etapa del proceso de subversión es la desmoralización.
Esta consiste en la irrupción al interior de la comunidad enemiga de agentes
exógenos a ella —¿Sería muy alocado pensar, por ejemplo, en una serie de
oenegés “filantrópicas” que vinieren a instalarse en un territorio determinado
con el fin de oficiar por ejemplo de guardianas de los “valores occidentales” o
los “derechos humanos”? —. Sea como fuere, aunque el ejemplo no sea preciso ni
tenga asidero demostrable en la realidad, lo cierto es que en la etapa de la
desmoralización agentes exógenos a la comunidad, que pueden ser intelectuales,
hombres de las artes, estudiantes de intercambio u organizaciones sin fines de
lucro se ocupan de insertar ideas ajenas a la idiosincrasia de la población
original. Así, por ejemplo, aunque no sea posible hacer un enlace con la
realidad fáctica, puede arribar, importada, la noción de alguna práctica tabú
entendida como deseable, esperable o incluso como un derecho humano fundamental.
Los agentes de la subversión operan de ese modo, introduciendo modelos ideales que
no resultan naturales a una sociedad para que esta reaccione e iniciar de ese
modo el lento proceso de la disgregación social que hasta el arribo de la
ideología foránea parecía lejano. Una vez encendida la chispa, los agentes
pasan a un estado de latencia, a la espera de la siguiente etapa en la que
sostendrán un rol activo. Por ahora se mantendrán dormidos, pues bien es sabido
que cuando el enemigo se equivoca lo mejor es dejarlo hacer.
Es necesario, entonces, e indispensable que
una comunidad se encuentre abierta a la penetración de agentes externos a ella
para que tenga lugar el proceso de subversión. Una comunidad cerrada no resulta
pasible de subversión sencillamente porque no permite el ingreso de agentes
subversivos o porque, aún permitido este, una cultura fuerte los expulsa de
hecho, esto es, no permite que las ideas exógenas se arraiguen y tomen cuerpo
al interior de la comunidad. Una sociedad abierta será permeable a la
infiltración al interior de las instituciones que moldean la vida de los seres
humanos (la familia, la escuela, la religión, el sistema de relaciones
laborales, la administración política del Estado y el sistema de justicia) por
parte de agentes de la subversión que introducirán propaganda a favor de la
ideología que estos deseen implantar. Esta propaganda promoverá el reemplazo de
la religión por otras formas de la “espiritualidad” importada o enlatada,
instigará al sistema educativo a priorizar saberes fútiles por sobre la
enseñanza pragmática, instalará en la agenda familiar discusiones laterales que
erosionarán las relaciones sociales promoviendo inquietudes falsas, a menudo
mediadas por cuerpos burocratizados u organizaciones controladas no por la
sociedad civil sino por una élite local preocupada más por sus salarios que por
el bienestar general. O sea que a lo largo de la fase de la desmoralización de
una sociedad el ejercicio de la desmotivación y la arenga del conflicto están
principalmente conducidos por los medios masivos de comunicación a los que en
la actualidad les podemos sumar las redes sociales como agentes de la
subversión cuya labor resulta más evidente cuanto más receptiva sea la
comunidad que las utiliza. A la desmoralización de la sociedad civil
sobrevendrá la paulatina erosión de la estructura de poder por parte de grupos
o cuerpos a quienes nadie eligió y que no poseen la calificación ni la voluntad
popular a su favor, y la consecuente desconfianza de parte de la población
hacia el Estado como institución, la política como instrumento de la
transformación social y los agentes de la “ley y el orden” como auténticos
auxiliares de la justicia. El resultado natural de la desmoralización es
precisamente el relativismo moral y la apatía de la sociedad respecto de todo
esquema de poder institucional.
Así, en unos quince o veinte años, o en el
tiempo que lleva educar a una generación dentro del sistema escolar, será
posible instalar en el esquema de valores de un grupo elementos desconocidos,
con el objeto de provocar conflicto allí donde antiguamente reinaba la paz y en
definitiva facilitar que la comunidad en cuestión comience a trastabillar en
sus contradicciones internas. Se trata, decía Bezmenov, de una operatoria
similar a la del judoca que aprovecha la fuerza del envión del oponente para
desestabilizarlo y conducirlo hacia una caída estrepitosa.
Y precisamente la segunda etapa del proceso
de subversión lo constituye la desestabilización, que se extiende alrededor de
unos cinco años y consiste en el debilitamiento de los vínculos sociales fruto
de las grietas surgidas al interior de la estructura social durante la fase de
desmoralización. A lo largo de esta segunda etapa, las partes que componen a
una comunidad no son capaces de relacionarse bajo ningún concepto a menos que
medie un conflicto. Se trata entonces de un proceso de radicalización de las
relaciones sociales, a menudo rayana en la judicialización de cada una de las
situaciones cotidianas de conflicto social. En este punto, los medios de
comunicación van a radicalizar su postura de antagonistas respecto de las
demandas de la sociedad, alienados y separados de esta, exacerbando el
conflicto social y conduciendo hacia la desazón generalizada. Además, a lo
largo de esta fase van a despertar los “durmientes”, o sea, los agentes de la
subversión que se habían mantenido en reposo a lo largo de todo el desarrollo
de la fase de desmotivación, no bien lograron instalar en agenda las ideas
propias de su ideología foránea. Ahora los subversivos estarán ocupando lugares
clave como figuras prominentes de cualesquiera ámbitos que los hubieran acogido
y desde allí encabezarán la tarea de desestabilizar a la comunidad
movilizándola en sentido opuesto a sus valores y costumbres tradicionales. Los
subversivos pueden ser políticos prestigiosos, artistas de renombre, líderes de
organizaciones de defensa de los derechos de los unicornios, etcétera. Lo
fundamental de su labor es que son capaces de traccionar parte de la voluntad
de la comunidad en sentido opuesto al habitual, de manera de generar colisiones
y precipitar la crisis.
Esta resulta siendo la tercera etapa del
esquema, pues cuando la comunidad ya no puede funcionar de manera productiva y
finalmente colapsa sobreviene la crisis. En el ejemplo del judoca, pues, la
crisis sobrevendría cuando el oponente, embalado en el ímpetu de su embestida,
finalmente se estrella contra el piso impulsado por su propio peso. La crisis
entonces es el momento más bajo del conflicto social, en el sentido no de la
resolución de las diferencias sino precisamente por lo contrario, la grieta se
ha ensanchado tanto que solo existen dos orillas que se miran con recelo y no
se tocan, mientras en el medio la nada —la anomia— impera. Ante ese panorama,
las únicas salidas parecieran ser la guerra civil impulsada desde dentro por
una “izquierda radical” o la resolución del problema “por arriba”, a través de
la invasión directa del territorio por parte de la potencia subversiva, que
había venido frotándose las manos con fruición por años, a la espera de ver a
su enemigo de rodillas y en total indefensión.
Lo trágico del asunto es que, hastiada e
incluso diezmada por las luchas intestinas, en ocasión de la crisis la
comunidad va a pedir a gritos por la venida del salvador mesiánico, ese que
dará pie a la etapa de normalización, la última del esquema, durante la que
tiene lugar la subversión en sí propia, esto es, la cristalización del proceso
que se ha venido gestando a lo largo de por lo menos unos veinte o veinticinco
años. Al final del proceso, la nación que era libre pasa a ser dependiente y
todo ello sin que la metrópoli subversiva haya tenido por qué detonar una sola
bomba, acaso sin siquiera revelar su faz como potencia hegemónica, tal es la
forma más perfecta de la hegemonía.
Pensemos en una potencia nacional —o por
qué no, supranacional— que tenga intenciones de subvertir a las naciones para
que estas se sometan “libremente”. Podríamos afirmar con toda certeza que es el
sueño de la élite global y posiblemente podríamos aventurarnos a realizar
afirmaciones arriesgadas como que precisamente las naciones dependientes,
incluida la nación argentina, están siendo parte de un proceso de subversión
que se propone instalar al globalismo como ideología hegemónica para que los
pueblos entreguen su soberanía, su independencia y su identidad cultural de manera
“voluntaria”. Se trata, claramente, de un suicidio inducido, cuya preparación
tarda en cocerse aunque el botín resulta demasiado apetecible como para no
tener paciencia. Uno de los rasgos más salientes del poder es su capacidad para
esperar, sobre todo si a cambio de la espera el premio se habrá acrecentado.
Pero no todo está perdido, aún el viejo Bezmenov
advertía que la subversión se puede revertir, aunque al igual que en las
enfermedades cancerosas, la detección temprana garantiza una cura. Cuanto antes
una población tome nota de estar siendo víctima de la ingeniería social y obre
activamente para extirpar los elementos contaminantes, más reversible será el
proceso. Pero la tarea es ardua y es activa, una sociedad agrietada cuyas
esferas de poder se encuentren cooptadas por la infiltración subversiva
difícilmente logre salir del atolladero si no se planta en defensa de sus
principios. Pero, ¿cuáles principios? Bezmenov hablaba de una religión fuerte
como único medio para revertir el proceso, podemos pensar en una cultura, una
doctrina fuerte, un elemento aglutinante de la sociedad que oficie de barrera
de contención para las ideologías foráneas. En la etapa de desmoralización la
reversión es tan sencilla como recostarse en los valores supremos de la
cultura, la familia y la tradición religiosa de la comunidad. El Estado debe
mediar las relaciones entre los individuos pero también los vínculos
económicos, las relaciones laborales y la codicia de las empresas. En la etapa
de desestabilización, la sociedad civil pero también el Estado deben
identificar a los agentes de la subversión y expulsarlos de la nación, aún a
costo de restringir algunas libertades individuales. Resulta fundamental que
las minorías desestabilizadoras no obtengan poder político, revertir la
desestabilización implica el rol activo de líderes positivos de la comunidad
que adviertan acerca de la importancia de arribar a acuerdos sociales y
promover el autocontrol.
Pero, una vez más, la etapa más fácil de
retroceder es la primera, evitar la desmoralización es tan simple como
restringir la importación de propaganda. ¿Significa esto promover un
nacionalismo de campanario? No, simplemente significa que cada individuo pueda
interiorizar los valores supremos de una fe aglutinante de manera tal de no
resultar permeable, de no constituir una masa en disponibilidad para ser
cooptada por la ideología foránea. Es preciso entonces, para que la subversión
no cuaje, devolver a un pueblo la fe, una fe que amalgame a la sociedad, la
gobierne y la preserve de la penetración. Resulta imperioso brindar a los
pueblos un elemento inmaterial que movilice su espíritu y los ayude a
sobrevivir a los tiempos de dificultades. En la década de 1970 treinta mil
argentinos murieron perseguidos por su condición de “subversivos”, aunque será
materia de debate quiénes eran los subversivos en ese contexto. Lo innegable es
que a pesar de la persecución, la injusticia, la ignominia y el terror, los
detenidos-desaparecidos morían en la dignidad de la lucha, embanderados detrás
de una causa superior a ellos mismos. Para evitar el proceso de subversión, nos
explicaba Bezmenov, hace falta la fe, no es necesario disparar una sola bala.
Tan solo basta brindarle a un pueblo algo supremo en lo que creer, algo que
defender, por lo que valga la pena luchar hasta dar la vida por ello. “Nadie es
capaz de sacrificar su libertad ni su vida por un hecho tal como que dos más
dos es cuatro” —nos advertía Bezmenov— pero sí, agregamos, por la fe popular
en la justicia social.
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