Uno de los momentos más felices de mi infancia ha sido cuando allí por el año 2000 vi a Boca salir campeón de la Copa Libertadores.
Sobre todo recuerdo la felicidad de mi papá, quien estaba desencajado.
Yo tenía once años, papá lo estaba escuchando por la radio y recuerdo cómo lloraba. Me abrazó fuerte y yo lloré también, un poco porque he sido bostera desde chiquita, pero además porque el Gordo Meza no era lo que se dice el tipo más demostrativo del mundo y aquel llanto desde lo hondo del pecho era todo un acontecimiento en sí mismo.
Por aquel entonces mi papá tenía 49 años y hacía más de un lustro que no tenía trabajo. Vivía deprimido y bebía mucho, pero ese 21 de junio estaba feliz.
Y punto.
Pero no, estúpido no, apasionado. O en todo caso, quizá sí estúpido pero, ¿acaso los que son estúpidos no tienen derecho a la felicidad? El que esté libre de estupidez que arroje la primera piedra.
No sé si será por mis dotes celestiales de la clarividencia, pero en lo particular desde muy niña he aprendido a no tomarme a mí misma como medida de todas las cosas y a no juzgar los sentimientos de los demás a través del filtro de mi propia razón, sino sencillamente limitarme a consolar al que necesita consuelo y ser feliz por quien es feliz, no importa por qué ni por quién, pero siempre midiendo el sentimiento a través del filtro del otro. Eso que la progresía llama “empatía” y yo por cristiana prefiero llamar amor al prójimo.
Recuerdo en la adolescencia a una amiga preciosa, una de las chicas más bonitas que había en la escuela, que en un accidente doméstico se le había prendido fuego el pelo. Y recuerdo que se lo cortaron rescatando lo más que se pudo, pero le había quedado corto. ¿Y saben qué? Ella estaba más linda que nunca. Gracias a Dios había sido todo muy rápido y las llamas no le rozaron la piel, había salido ilesa aunque con el pelo corto.
Y recuerdo que mi amiga lloraba por su pelo y yo la veía y no lo podía creer. De verdad, era una de esas bellezas impresionantes, además alta, con un cuerpazo, unos ojazos verdes. Nadie nunca le miraba el largo del pelo, pero ella sufría por su pelo, lo que dada la circunstancia había sido un daño menor. Pero yo la entendía y me daba mucha pena. No porque realmente creyera que tuviera razones para estar tan apenada cuando en realidad había salido ganando, sino porque ella estaba sufriendo y eso era motivo suficiente para que yo sufriera también. Todos le decían que había tenido suerte, pues no se había quemado la cara ni el cuerpo y porque además podría haberse quedado calva y aún hubiera seguido siendo hermosa, pues era hermosa. Pero ella sufría y eso me bastaba a mí para sentir piedad y consolarla sin cuestionar sus sentimientos.
Así que cuando vi a mi papá feliz porque Boca había salido campeón de la Copa Libertadores lo abracé fuerte y lloré con él, lloré de felicidad porque él era feliz. Es verdad, después de esa noche no fuimos menos pobres, él no consiguió trabajo después de eso y años después se moriría como un perro en un hospital público, afectado de una gripe común. Se murió por pobre, como fue pobre toda la vida, pero esa noche no le importó que Riquelme fuese millonario y él no, no le importó que Palermo jugase en el club no por otra cosa que dinero, pues era su trabajo. Esa noche fue feliz.
Y de seguro muchos no son capaces de entender lo que para el pobre significa la felicidad, aunque de una felicidad banal y efímera se trate, como la que te da tu club de fútbol o te da la selección nacional. Pero lo que es ruin del asunto no es no comprenderlo en su magnitud, lo ruin es no respetarlo, no ser capaces de ponernos felices cuando el pueblo es feliz.
Recuerdo cuando meses antes de que el hombre viajara a España tuvo lugar la famosa final de Copa Libertadores en Madrid. Recuerdo cómo me dolió cada uno de los goles de River pero, ¿saben qué? También recuerdo lo inmensamente feliz que fui cuando vi a mi compañero tan feliz. No tenía sentido, habíamos perdido la final del siglo contra el equipo de él y sin embargo, verlo tan feliz me desvaneció todo sabor amargo por mi propia derrota. Se me caen las lágrimas mientras escribo, solo él y yo sabemos las de San Quintín que pasamos ese año, luchando contra la mishiadura, viendo licuarse los ahorros de una vida, viendo cómo se tornaba insostenible la situación y se avizoraba en el horizonte esa opción de la que ninguno quería hablar, la opción del exilio. Recuerdo cómo cada noche le rezaba a Dios por mi hombre porque sabía que la angustia estaba minando su salud y tenía temor de que cualquier día se me muriera de un infarto o un accidente cerebro-vascular.
Y sin embargo, ese domingo lo vi llegar afónico y con su camiseta de gallina y lo amé. Fuimos felices los dos, porque eso es el fútbol. El fútbol no es el opio de los pueblos como quieren hacernos creer los intelectualoides sin alma que ya se encargaron antes de colocar ese mote burlesco a la fe en Dios. El fútbol es amor. Es pasión, es arraigo, es comunidad, es barrio, pueblo, barro y expectativas de un futuro mejor para los cabecitas negras de la patria.
El General Perón supo el valor del deporte como constructor de comunidad, como creador de identidad nacional y por eso durante su gobierno los deportistas se multiplicaron, muchos de ellos siendo laureados y sus disciplinas enaltecidas por las políticas de Estado. Gatica, Fangio, Reutemann, la Generación Dorada de básquet 1950. Todas luminarias que conocieron a Perón.
Porque no hay mejor manera de construir patria que siendo felices y el deporte antes que nada hace eso: nos aleja del vicio, nos aleja de la tristeza y nos regala felicidad. ¿Cuántos chicos hay que dejaron la droga porque alguien los invitó a un club a boxear o a jugar a la pelota? ¿Cuántos hay que sin tener familia o un entorno encontraron su lugar en el mundo en un club de barrio?
Jamás me voy a olvidar de ese hombre que en el velorio del Diego lloraba desconsoladamente y decía: “Nosotros no teníamos para comer, pero lo veíamos a él y éramos felices”. Eso no es alienación, eso no es opio, eso es amor. Es amor por el elegido de Dios que entre todos los que somos llegó a lo más alto, a la cima, y nos representó a todos, con nuestra picardía, nuestros errores y nuestra rebeldía. Para colocar a la patria en lo más alto. Porque Diego jugó por la patria, jugó por los héroes de Malvinas, jugó para vengar a los caídos en la guerra contra los piratas ingleses y se trajo como trofeo la copa no para Maradona sino para todos los argentinos.
Qué me van a hablar de amor.
Así que independientemente de los resultados, solo espero que aprendamos a ser felices cuando el otro lo es, que nos bajemos de la torre de marfil y que empecemos a entender que no importa por qué ni por quién, lo único que importa es ser felices. Aunque sea por noventa minutos. Cuarenta y cuatro millones con el corazón en la mano y vos, hermano, creyéndote que sos mejor y que sos superior porque mirás a los cuarenta y cuatro millones por encima del hombro con tu impostura de superioridad intelectual y moral. Pero no sos superior, porque como el padre Carlos Mugica enseñó a la intelectualidad, a la altura del pueblo no se desciende, a ser pueblo se asciende. Hay que ascender a pueblo para llamarse uno mismo capaz de hablar acerca del pueblo. Si uno no entiende, lo sano no es boquear sino callar. Callar y aprender. Ascender a pueblo es condición necesaria para hablar del pueblo.
Noventa minutos de paz o de pasión entre tantas horas de guerra, de pelea, de malasangre, ¿somos tan idiotas por disfrutar de eso? Se trata de la felicidad del pueblo, respetemos que el pueblo se dé el lujo por una vez de ser feliz. Lo necesita mucho.
Viva Argentina, ojalá me toque verte campeón por primera vez en la vida.
Y si no, de todas maneras gracias a Dios por esta final que inyecta ánimos de esperanza a todo un pueblo que lo necesita, que viene castigado y que merece ser feliz. Y a vos, D10s, un último milagro, Dieguito. Lo necesitamos.
Conmovedor y profundo relato. Gracias por escribir con el aroma y con el pulso de las personas hechas pueblo.
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