Hace varios días que no escribo en el blog,
he estado bastante asqueada de la vida y con tanto para decir que no he
querido. Prefería detenerme en futilidades porque a veces la realidad es tan
abrumadora que siento que me aplasta, me agobia. Siento que es demasiado este
mundo para una sola mujer, me siento sola y desprotegida en este tiempo de
maldad, rosca y especulación a espaldas del pueblo.
Por eso también se impone que escriba en
este día, porque a menudo me siento tan pequeña que no sé cómo han hecho otros
para demostrarse tan inmensos, como tocados por la mano de Dios.
Estoy pensando en ella.
La muerte prematura siempre acarrea ese
dolor extra de la injusticia, pero la muerte prematura de los santos sí que
descorazona al más fuerte.
Y sin embargo, a medida que estudio el caso
de Eva Perón estoy más y más plenamente convencida de que era una elegida. Era
una santa de Dios, una generala del ejército divino. No me cabe la menor duda.
A menudo se demuestra la santidad de las
personas elegidas del Altísimo por las estigmas que carcomen su carne, réplicas
sagradas de las heridas de Cristo. Pero ella no las necesitó, pues a Eva le
dolían en el cuerpo las llagas purulentas de los enfermos, el frío de los desabrigados,
el hambre de los abandonados. Eva Perón era una bendita de Dios, por eso ese
cuerpo tan pequeño, tan frágil y bello de mujercita preciosa debió atravesar
tantas afrentas, pero también fue por eso que aquellas manos bondadosas obraron
tantos milagros, esos milagros expeditivos que brindaron salud, amor y sobre
todo trascendencia a cada uno de aquellos olvidados de la patria. Porque eso es
lo que los olvidados de la patria nos llevamos para siempre en el corazón:
jamás los pobres nos olvidamos del gesto de bondad de aquel que nos hace
sentir, acaso por primera vez en nuestras vidas, que somos importantes,
trascendentes, que lo que nos suceda no es contingente a la historia.
Eva nos hizo saber a los pobres que
existíamos, esa fue su obra mayor, ese fue su principal milagro como generala
del Ejército de Dios.
Es una figura que uso a menudo, aquella del
Soldado de Dios. He tenido el privilegio de conocer a alguno en persona, he tenido
el inmerecido privilegio de amar a uno y ser amada por él. No es algo que se
encuentre a la vuelta de la esquina y es algo que muchos pasan por este mundo
sin haber experimentado en persona. Eva Perón era una de ellos, era una Soldado
de Dios.
Por eso jamás descansó en su labor, cuando
el Señor le encomendó una tarea trabajó sin descanso en frenesí místico, contra
todo y contra todos como una fuerza de la naturaleza.
Por eso tuvo la suavidad de una princesa al
presentarse ante los pobres de la patria, con la humildad de una sierva
y el trato amable de una madre. Y por eso escupió su furia hacia los traidores,
los ruines, con la terrible determinación de un rayo o un huracán.
Cuando pienso en mí misma frente a Eva me
siento más pequeña. Pienso que a mi edad ella ya había salvado la vida de
millones, había cambiado la historia y se encontraba luchando contra su propio
cuerpo terrenal para poder culminar la obra que Dios le encomendó. Me siento
inútil, no puedo dimensionar tanta fuerza, tanta vehemencia, tanta belleza,
tanta bondad y tanta ira santa concentradas en una criatura tan pequeñita y delicada,
tan enorme, tan colosal.
La imagino como una de las generalas a la
vanguardia de las huestes del Arcángel Miguel, dotada de la palabra y la mirada,
alada, eterna. Y también la imagino como la chica de pueblo, la que se quería
demostrar a sí misma su valía y quería enrostrarle al mundo entero que ella no
era de segunda por ser mujer ni por ser “hija natural”. La imagino con
inseguridades y con miedos, adolescente, ignorante de que estaba destinada a
ser la más valiosa entre nosotras, las mujeres de esta tierra.
Me identifico con ella en el amor, en la
veneración y la admiración del hombre que a una le cambió la vida para bien. Me
identifico en esa expresión de amor tan pura e inocente, cuando habla de su “Día
maravilloso”, el día en que conoció a Perón. Me identifico en esa historia de
amor apasionado, repentino, de dos almas que a pesar de las aparentes incompatibilidades
primigenias congeniaron desde el primer momento porque ese vínculo lo había
sellado Dios. Gusto de hacer propio ese amor que siento por extensión, porque
se parece en lo intenso al mío.
Pero todavía me falta terminar de entender
cómo esa mujer pudo tanto en tan poco tiempo. Sé que mucho tiempo no tenía.
Elijo creer que fue el propio Padre quien la llevó temprano para protegerla de
este mundo de iniquidades y dolor. Elijo creer que no fueron ni sus labores
excesivas ni la malasangre las que la enfermaron, sino que fue Dios quien la
llamó pronto al saber consumada la misión que le había encargado.
Agradezco una vez más al Cielo por haberme
enviado a quienes me abrieron el corazón para no seguir perdiéndome este
sentimiento tan puro, tan intenso y a menudo tan místico que es el peronismo
que me desborda.
Y gracias, Dios, por Eva. Gracias por
enviarnos ese ángel tan bello y bueno como terrible para que nos protegiera
cuando la patria aún era niña y necesitaba antes que nada una madre.
Siempre creo que el cuerpo pasa factura del
uso que se le da. A Eva la traicionaron los ovarios. ¿Y cómo no, quién en este
país ha hecho más uso, abuso y gala de los ovarios contra todo y ante todo?
Comentarios
Publicar un comentario