(Publicado en Revista Hegemonía, junio
2021)
Mi abuelo tenía un hermano que era
homosexual. Nunca tuvo una pareja conocida ni tampoco dijo abiertamente jamás
que era homosexual, pero todo el mundo lo sabía. Los miembros de su familia no
tenían conflicto con ello, simplemente a veces les causaban risa sus
excentricidades en el contexto rústico en el que vivían.
Pero nadie se manifestaba escandalizado, lo
dejaban ser sin cuestionarlo, aunque a menudo les llamaba la atención que
hiciera cosas que el resto no hacía, como suele pasar en los grupos cuando uno
resalta porque no se parece a los demás. Refiriéndose a su hermano mayor, el
abuelo solía decir: “Y, él es puto, pobre”.
Y eso era todo. No lo decía con vergüenza,
ni con odio ni con sorna, sino con total naturalidad, como algo que no se puede
cambiar y se acepta tal y como es.
Estamos hablando de personas que aceptaban
con total naturalidad la homosexualidad viviendo en el interior del país a
partir de la década de 1930 y 1940 en adelante. En ese contexto cercano a la
marginalidad, entre personas que en muchos casos eran analfabetas y que en
todos los casos eran “conservadoras”, fervientemente católicas e “ignorantes”
de las diversidades sexuales, muy presumiblemente se hubieran puesto de manifiesto
conductas discriminatorias de haberse tratado de una comunidad en la que la
homosexualidad fuese reprimida con violencia, pero nunca fue el caso.
Es verdad que este hombre jamás asumió a
viva voz su condición de homosexual, ni tampoco desfiló en la marcha del
orgullo LGBTQ+, pero era un hombre de quien todos conocían que no era igual que
la mayoría y nadie lo molestaba, pues él tampoco molestaba a nadie. La
homosexualidad es tan natural como la heterosexualidad, la diferencia es que es
una excepción en el cuerpo social y no la regla. Cuando una comunidad entiende
eso se terminan los conflictos por la identidad sexual, esta deja de constituir
una cuestión.
Es que en la sociedad argentina no existe
algo así como una “cuestión de la tolerancia” en lo que a las minorías
sexuales, étnicas o religiosas se refiere. No existen en nuestro país
manifestaciones históricas de intolerancia hacia las minorías, por lo menos no
a gran escala y no que se manifiesten de forma violenta.
Un ciudadano argentino puede ser negro,
homosexual o judío y muy probablemente nadie se tome el trabajo de hacerle la
vida imposible, discriminarlo, segregarlo o remarcarlo mucho más allá de lo que
habitualmente se remarque al que no responde a los parámetros del promedio de
la comunidad. El petiso, el gordito, el de anteojos, y sí, también el
afeminado, el negro, todos los que tienen un rasgo particular que los diferencia
de la mayoría siempre han sido señalados en el grupo sin que ello implique
necesariamente un ejercicio sistemático y violento de la segregación.
De manera tal que los intentos por instalar
una “cuestión de la tolerancia” son netamente artificiales, en la Argentina no
existe una cuestión racial latente ni una tensión social asociada al rol de la
mujer en la sociedad, ni tampoco existen conflictos religiosos o étnicos de
envergadura, por lo menos no existen de manera espontánea.
La sociedad argentina es una sociedad
mestiza y cosmopolita que alberga en su seno una infinidad de situaciones y
colectividades que conviven cohesivamente, congruente con el modelo salad
bowl de una sociedad receptora de inmigración que se amalgama en el tiempo
y convive en una armonía que no coincide con la homogeneización que proponía la
idea de “crisol de razas” pero tampoco implica los conflictos intrínsecos a una
comunidad segregacionista.
Entonces los intentos por instalar a través
de los medios de comunicación, y las organizaciones no gubernamentales una
“cuestión de la tolerancia” son netamente artificiales, en la Argentina no
existen los crímenes de odio asociados a la etnia, el sexo o la religión.
Tampoco existe persecución contra políticos opositores o periodistas críticos,
por regla general, en Argentina cualquiera puede decir lo que se le antoje sin
que esté en peligro la libertad de expresión.
Aquí es posible conformar un colectivo de
periodistas de dudoso profesionalismo y jactarse de haber espiado a civiles,
revelando nombres, apellidos, orientación ideológica y hasta con quiénes se
acuestan o dónde viven porque más allá de un llamado telefónico “amedrentador”
los miembros del colectivo en cuestión no van a recibir represalia alguna, se
saben impunes.
Pero a la vez existe una voluntad expresa
de instalar que sí existen tales cuestiones y eso no es sino una muestra más
del proceso de desestabilización que agentes foráneos están ejerciendo sobre
nuestra nación. El hecho de que en un país que es enteramente mestizo surjan de
un repollo reivindicaciones de la negritud o las raíces indígenas no pueden ser
sino ejemplos de ese proceso de desestabilización en movimiento. Pero eso no es
todo, mientras desde los medios de comunicación, las oenegés y la academia
instalan de manera artificial cuestiones que no representan las problemáticas
reales de la sociedad argentina, los mismos poderes hegemónicos que arengan y
financian esas cuestiones también llevan adelante una labor activa de
colonización cultural cuyo propósito es el de reemplazar la idiosincrasia
nacional por la ideología progresista que emana de la élite global.
Días atrás, en la red social Twitter se
difundieron largamente las capturas de pantalla de una conversación ocurrida en
otra red social, Facebook, en la que una mujer había recibido un comentario de
tono burlesco luego de publicar una foto de ella misma posando junto a una imagen
religiosa en el interior de una iglesia. La mujer respondió en el mismo tono
burlón, esta vez preguntándose “por qué los ateos no se meten es sus asuntos” y
el resultado fue que la red social la sancionara restringiendo el acceso a su
cuenta. La conclusión necesaria del caso es que hablar medianamente en contra
del ateísmo amerita sanciones y bloqueos, mientras que burlarse de las
creencias religiosas de las personas que practican todas las religiones menos
una redunda en la más inocua impunidad.
Otro caso llamativo también sacado de las
redes sociales tuvo lugar el pasado 1°. de junio, cuando un cuadro militante de
la comunidad LBGTQ+ de rango más bien bajo, dedicado a la venta de pornografía
por internet, publicó en Twitter una imagen que horas más tarde se vería
forzado a eliminar en virtud de sinnúmero de muestras de repudio que recibió de
parte de cientos de personas que se habían sentido ofendidas. La ilustración
representaba dos humanoides pintados con los siete colores del arcoíris,
simbólicos de la comunidad gay, montando una topadora con la que estaban
decididos a pasar por encima a los heterosexuales, los valores cristianos y la
familia tradicional.
Nos encontramos ante ese estado de cosas. ¿Se
imagina el lector qué reacciones acarrearía de parte de la sociedad en general,
los medios de comunicación y las propias redes sociales que algún militante
cristiano, por ejemplo, mostrara una representación de sí mismo pasando por
encima con una topadora a homosexuales, negros y semitas? Contrafactual o no,
el ejercicio de suposición nos tendería a indicar que de seguro las innúmeras
muestras de repudio de parte de todo el arco político, los medios de todo el
espectro ideológico y probablemente de la comunidad académica y la sociedad
civil en general no se harían esperar, bajo la premisa de que toda
manifestación de odio e intolerancia resultan intolerables en una sociedad
moderna.
Por otra parte, de seguro el nombre,
apellido y dirección del intolerante en cuestión serían publicados en la
recientemente dada a conocer lista negra de la International Planned Parenthood
Federation (IPPF), que periodistas feministas entre las que se cuenta la
propietaria de la marca “Ni una menos” Ingrid Beck confeccionaron con el
objetivo de amedrentar a todo aquel que manifieste cualquier disidencia
respecto de la agenda progresista emanada de la élite global.
Esa auténtica lista negra constituye toda
una declaración, a través de ella la élite global nos envió el mensaje claro de
que irá a fondo contra toda expresión cultural que ponga en cuestión la cultura
global progresista. La voluntad colonizadora de la élite global llega al
extremo de imponer una auténtica dictadura de lo “políticamente correcto”,
entendido esto último como todo aquello que contribuya a la conformación de la
“sociedad abierta” (Open Society) que sueñan los George Soros del mundo.
Se trata de una auténtica reacción
progresista, de la persecución desembozada destinada a exacerbar los odios al
interior de la comunidad y en última instancia, eliminar la disidencia,
instando a que los ciudadanos comunes ejerzan la delación sistemática del
“distinto”, cuyo estereotipo se irá construyendo progresivamente hasta
coincidir con todo aquel ciudadano que se identifique con los principios y
valores tradicionales o bien, como se les llama en la jerga progresista,
“conservadores”.
Pero ahí no termina la cosa. Lo gracioso
del caso es que mientras las periodistas del colectivo de la IPPF justifican la
construcción de su lista negra por una presunta necesidad de comprender por qué
la sociedad estaría virando ideológicamente hasta el “conservadurismo” resulta
evidente por qué cada vez más personas jóvenes se aferran a los principios y
valores tradicionales. Ha sido el advenimiento del progresismo el que generó
ese recrudecimiento de “la derecha” o la “ultraderecha”, como gustan de
llamarle esos mismos sectores progresistas.
Pues tanto en la física como en la
política, dos leyes se cumplen a rajatabla: 1) a cada acción le sobreviene una
reacción y 2) no existen espacios vacíos, lugar que no ocupa uno lo ocupa otro
por mero horror vacui.
Entonces cuando se nos habla de “reacción
conservadora” necesariamente hemos de preguntarnos: ¿y esa reacción a qué
acción responde? Y la respuesta es sencilla, es visible y es evidente, para
demostración basta simplemente consultar los balances de las oenegés que en
nuestro país militan cuestiones tales como el aborto, el supremacismo
indigenista o las reivindicaciones africanistas para tomar nota de quiénes las
financian y en rigor de verdad, cuáles son los poderes que subyacen a la
instalación de cuestiones de minorías.
La “reacción conservadora” responde al
advenimiento del proceso de subversión “progresista” financiado desde las altas
esferas del poder global, y este proceso explica entonces el recrudecimiento de
las organizaciones extremistas de “derecha”, simplemente por horror al vacío.
Está claro que existe una reacción a la acción invasiva del colonialismo
cultural progresista, pero también ha habido espacios que dieron albergue a
personas que no se sentían representadas por la moral progresista, y de ahí el
crecimiento de las “derechas”.
A este respecto, movimientos nacionales de
liberación como el peronismo en Argentina debieran de reconocer su
responsabilidad en el avance del proceso de colonización cultural, pues ellos
han permitido que el progresismo permeara tan íntimamente en su interior que en
muchos casos las nuevas generaciones han llegado a confundir movimientos como
el peronismo con la ideología global progresista, aunque se trate de ideologías
de signo más bien opuesto.
La reacción conservadora responde al
advenimiento del progresismo, esta nueva reacción progresista, que utiliza como
métodos el espionaje y la publicación de listas negras, responde al crecimiento
de las manifestaciones de disidencia respecto de la progresía global.
El proceso está comenzando apenas a ver la
luz, pero no es posible aventurar una fecha próxima de finalización ni tampoco
resulta claro cuáles serán los alcances del mismo. ¿Llegará un punto en el que
los habitantes que no se autoperciban como respondiendo a los parámetros de la
diversidad sexual serán aislados en ghettos, los cristianos se verán forzados a
oír misa en catacumbas como en los inicios de la cristiandad, los no-negros
serán marcados como esclavos, y se encerrará o acallará a quienes levantemos la
voz contra la penetración foránea que día a día resulta más evidente, actúa más
a cara descubierta y promete hacer de nosotros una colonia multicolor de ateos
homosexuales?
Cualquier conjetura suena en la actualidad
como extraída de una novela conspiracionista de George Orwell o Ray Bradbury,
más cercana a la ciencia ficción que a la realidad.
Pero nos hallamos ante un universo de
posibilidades que no conocemos, aunque sí sabemos que sería ingenuo de nuestra
parte presuponer de parte del poder un trato compasivo.
Habrá que esperar para ver. Que Dios se
apiade de nuestras almas.
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