Voy a ver qué sale de esto.
Como casi siempre últimamente, estoy
confundida. Una indignación sorda pero incesante me agobia y se manifiesta como
una ligera presión en la boca de mi estómago. No sé qué decir, no sé qué pensar,
estoy encerrada en mis cavilaciones y no puedo salir porque nadie puede huir de
sus propios pensamientos ni de sus sentimientos por mucho esfuerzo que le meta.
Al fin y al cabo, la zapiola la lleva uno dondequiera que vaya, y el corazón
también.
Primero lo primero, vamos por partes, dijo
Jack el Destripador.
Quiero hacer alusión al divorcio del gobierno
respecto de la realidad de los argentinos. Hoy como de ordinario de un tiempo a
esta parte vino un señor a pedir si no nos sobraba algo de comer. Y la verdad
que nunca sobra, pero uno puede hacer el esfuerzo de armar un bolsito con lo que haya, aunque eso no es natural y no está bien. Me hubiera gustado saber qué
pensaba ese señor de los festejos de cumpleaños de la primera dama, pero me dio
escozor preguntar. Me da pudor ese acto de intercambio en el que no sobreviene más que la
culpa por no poder hacer más y a la vez me sobreviene esa culpa de estar
naturalizando algo que es oprobioso y me da pudor por ese hombre que se debe
estar muriendo de vergüenza al igual que yo por dar, él por recibir. No por
nada no lo conozco, no sé su nombre pero sé que no es de este barrio. Viene de
otro barrio porque le daría pudor cruzarse por la calle conmigo sabiendo que me
ha pedido. Viene en bicicleta y con una mochila.
Y claro, a ese señor no le interesa lo que
pase en Olivos o eso puedo inferir pero a mí sí me interesa. No porque esté mal
celebrar un cumpleaños sino por la inmoralidad de que quien a vos te prohibía
salir de tu casa diciendo que si lo hacías aunque fuera para trabajar corrías
el riesgo de asesinar a sangre fría por el mero hecho de estar respirando hace lo que vos no podés, cuando a vos te lo prohíbe.
Siempre me viene a la memoria esa escena de
la novela de Stephen King El pasillo de la muerte, que fue al cine como Milagros
inesperados. La escena en la que el enviado de Dios, el milagro inesperado
John Coffey le cuenta a su carcelero, quien tiene la ardua tarea de ser su
verdugo, ajusticiándolo por un crimen que no cometió: “Las mató con el amor que
se tenían la una a la otra”. Porque de hecho era así. El verdadero violador y
asesino de las gemelas de ocho o nueve años, William Wharton, se había aprovechado
del amor de las hermanas para cometer su horroroso crimen. Mientras violaba a
una le decía que se quedase callada porque si hacía ruido la mataría a la
otra. Y mientras violaba a la segunda, le decía a esta que si gritaba asesinaría a la primera. Finalmente las mató a las dos golpeándoles el cráneo la
una contra la otra. Coffey las encontró moribundas y trató de salvarlas, pero
era tarde y por ese crimen que no había cometido iría a la silla eléctrica.
Pero iría gustoso, porque estaba harto de
ver cómo esa clase de aberraciones se sucedían en el mundo día tras día sin que
él pudiera hacer nada por remediarlas. Eran como trozos de vidrio en su cabeza,
todos esos dolores, todos los horrores del mundo, y no encontraba más consuelo
que la muerte.
Y a nosotros también se nos coercionó por
el amor. Se nos dijo que podíamos hacer daño a quienes amamos por el solo hecho
de respirar y por eso obedecimos. No por miedo a nuestro propio mal, sino que
obedecimos por amor a quienes no queríamos dañar.
Algunos nos empezamos a dar cuenta de que
algunas cosas no estaban bien cuando de repente los enemigos públicos de la
patria eran un chico que venía de hacer surf o una señora que quería tomar sol
en una plaza. Cuando hacían viajar a pata a personas por no tener un pase de “esencial”
o porque se criminalizaba a un chico por haber ido a jugar a la pelota con sus compañeros
de escuela. Cuando pasaba el tiempo y determinadas dudas razonables y cisnes
negros afloraban. Cuando veíamos que no podía haber calamidad peor para la salud
de los argentinos que el descalabro económico que la cuarentena imponía. Otros
se mantenían firmes por fe ciega en la autoridad.
Pero hoy esa autoridad firmó su propia acta
de defunción. Cuando ves que la autoridad jamás guardó las formas y los
protocolos que a vos te obligaba a guardar bajo la amenaza de que si no lo
hacías podías matar a tu familia, el principio de autoridad cesa del todo y es
legítimo que prime el principio de rebeldía, de una vez por todas.
¿Qué otras evidencias se necesitan? ¿Se
expondría el presidente a sí mismo, expondría a su esposa y a sus amigos a un virus
mortal si el virus mortal fuese real? Digo, si la gravedad de la contingencia
sanitaria fuera tal y como nos la vendieron a lo largo de este año y medio.
Sinceramente, no lo creo.
Y por algo pongo en primer lugar al presidente.
¿Se expondría él mismo a un virus mortal? Porque a esta altura no sé si no
expondría a su entorno. Honestamente, no lo sé, un hombre que tira a la
marchanta a su esposa para salvarse a sí mismo no sé de qué es capaz.
Porque ha sido eso lo que pasó hoy, y ese
es el motivo principal de esta indignación sorda que no puedo dejar de sentir
por muchos temas de Los Beatles o Serú Girán que ponga a todo volumen para que me
aturdan el pensamiento. Pasó que hoy un jefe de Estado le echó a su esposa la
responsabilidad por un acto de suma gravedad ética cuyas consecuencias
políticas habremos de esperar a ver, pero que bien podrían ser serias.
Y resulta llamativo, el hombre que supo
jactarse de haber terminado con esa bolsa de gatos que el feminismo dio en
llamar el “patriarcado” nos dice ahora ante un hecho consumado de gravedad
ética incalculable que la culpa de todo la tiene la mujer. Serpiente traidora,
seductora y pérfida que lleva por el mal camino al buen hombre.
Ya antes la hizo quedar como una cornuda que
tenía que fumarse que toda clase de mujeres visitaran al presidente sin que se
supiera muy bien para qué, y ya entonces el presidente había dicho que todas
esas señoritas estaban ahí para visitar a la primera dama.
Un hombre que se autopercibe feminista
tirando a la jaula de los leones a una mujer para salvarse… Dos veces. Eso solo
habla del hombre, no importa tanto si los errores fueron efectivamente de la mujer
o no, importa que el hombre de bien debe anteponer a todo el bienestar
y el honor de su mujer. Si hace falta que se inmole por la mujer, un hombre lo
hace.
Y sí, vengan de a uno a decirme que soy de
la época de los dinosaurios, porque eso que estoy diciendo es una antigüedad, pero
lo voy a sostener y ¿saben por qué? Porque yo no reniego de los roles asignados
a una familia tradicional como lo hacen quienes un día son el primer feministo
y al día siguiente tiran a la mujer por la ventana.
Yo soy peronista y en el peronismo siempre
es codo a codo. Sí, yo no haría ninguna movida que pudiera dañar la imagen
pública de mi marido, y lo defendería a muerte si viera que alguien lo ataca,
pero tengo la plena convicción, probada en la práctica, de que él haría lo
mismo por mí, y más, porque el hombre con las pelotas puestas tiene esa
cualidad de protector que siempre ofrece más, siempre cuida de lo que es suyo.
Pero el posmodernismo tiene eso, el presente
sin horizontes, la ausencia de valores éticos fijos, la liquidez, el vale todo,
el individualismo. Podemos jactarnos hoy de que hemos vencido al patriarcado y
mañana ejercer el peor acto de machismo o mejor, de poca hombría, que pueda haber
y la cosa sigue, porque no nos sostienen principios que regulen nuestro
proceder.
Es la hiprogresía, sí, la ausencia de toda
moral en un ambiente que oscila día tras día entre el surrealismo y la distopía
sin que podamos hacer nada.
Porque esa es la sensación, finalmente. La
impotencia, la sensación de estar patas arriba sin que nos sostenga
nada, cayendo al abismo. Vemos lo que está mal pero nada podemos hacer, fuera de
época como estamos, porque en este tiempo de vale todo los principios morales
son noticias de ayer.
Vivimos inmersos en la tragedia del Rey
Lear, solos y a la deriva. Cuando la autoridad se diluye, reinan la locura y
la tormenta.
Gracias por expresarnos.
ResponderEliminarTal cual !
ResponderEliminarExcelente! Gracias
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