Estamos en un tiempo extraño. Mientras que
la progresía nos sugiere que no nombremos a los niños por lo que son sino por
la etapa que representan, (ahora son “niñeces”, no son niños) los adultos
tenemos esta costumbre de pensarnos a nosotros mismos como niños eternos, niños
psicológicos con igual grado de inestabilidad emocional y de inmadurez que los
niños biológicos. Es un problema. Pero aún se pone de manifiesto entre personas
que ya responden a parámetros de lo que otrora hubiéramos considerado la vejez,
que incluso se reivindican viejas, pero que de todos modos se comportan como
niños.
Y como siempre, todo tiene un porqué.
Pero primero lo primero. ¿Por qué de un
tiempo a esta parte está prohibido decir niño o niña y nos quieren encajar esa
entelequia abstracta y en plural de “las niñeces”? Se vende ese discurso de la “inclusión”
y la “diversidad” que termina excluyendo y homologando. Ya no son chicos y
chicas, nenes y nenas, personas individuales con una corporalidad, con una
historia y con una presencia física, son una cuestión, un problema en abstracto,
una etapa de la vida: las “niñeces”. Y así se les borran los rostros y las
voces, se los invisibiliza a los únicos privilegiados junto con nuestros
ancianos.
Así resulta más fácil el desapego, pensando
en niñeces y no en nenes es más fácil avalar el abandono, el aborto o la
pérdida de derechos adquiridos para nuestros niños. Es más fácil, se convierte
a la suma de individuos en un todo homogéneo sin especificidad.
Por otra parte, los adultos se entienden a
sí mismos como demasiado jóvenes para todo, son niños eternos con las
inseguridades propias de la edad. Hoy me encontraba con la “reflexión” tuitera
de alguna comunicadora orgánica del progresismo que se sorprendía del hecho de
que un hombre como Lionel Messi tenga ya tres hijos. ¿Por qué los futbolistas
se casan, tienen hijos y se quedan siempre con la misma mujer?, decía esta señora.
Yo tengo la misma edad que Messi y no puedo entender cómo siendo tan joven este
“chico” ya tiene tres hijos, le respondía alguien más. ¿Será el desarraigo de
vivir en otros países lo que impulsará a estas personas a vivir de esa manera?
No, es que muchos son de la villa y ahí
están acostumbrados a tener muchos hijos. O no, es que las minas se les embarazan
para cazarlos y que si se separan tengan que desembolsar una fortuna por los
hijos. O no, es que los entrenadores les “lavan la cabeza” para que se queden
con una sola mujer porque así rinden más en la cancha. Algunas de las hipótesis
que arriesgaban quienes contestaban el posteo. A nadie se le ocurrió mencionar
el amor.
Y yo pensaba: no creo que sea cierto que
todos los futbolistas se queden siempre con la misma pareja, pero supongamos
que es así. Estamos hablando no del arquero del club del barrio sino de los
deportistas de élite que ganan millones en moneda extranjera a cambio de su actividad.
Y díganme: si no puede Messi tener hijos,
que sabe que no solo ellos sino tranquilamente sus bisnietos están salvados de
por vida, ¿quién puede? ¿Cuáles son los motivos por los que las personas de ordinario
no tenemos hijos? No me refiero a quienes han “decidido” no tenerlos motivados
por el discurso progresista de la superpoblación del planeta, o de que mi
cuerpa es mi decisión o que es “egoísta” traer más hijos a este mundo hostil y
todas esas pavadas que les han metido a muchos en la cabeza para castrarlos
mentalmente y condenarlos a la soledad y el individualismo hedonista y posmoderno.
Me refiero al hombre o la mujer común
de cualquier barrio que llega a la adultez. ¿Por qué no tenemos hijos? Puedo
hablar por mí, que con treinta y dos años no los tengo: es por plata, es por
falta de condiciones materiales para hacerlo o no. Una persona como yo está lo
suficientemente madura para encarar la maternidad con seriedad y
responsabilidad, es una tarea muy grande que implica nada menos que la
formación de un nuevo ser humano para que crezca sano y siendo buena persona,
buen ciudadano, y un hombre o mujer de trabajo y de bien. No es moco de pavo.
Pero desde que el mundo es mundo esto se ha
hecho naturalmente y no implicaba esa angustia existencial que hoy pareciera
despertarles a personas que ya tienen los huevos como dos Fiat 600. Los
adolescentes de 30, los niños de 40. Los pendeviejos, hijos predilectos de la
posmodernidad.
El pendeviejo es ese tipo que ya está en
una edad que vivir su madurez con altura pero se aferra a los últimos vestigios
de su juventud que se va, quedando en un limbo que raya la ridiculez. El joven
es joven, se comporta como tal por una mera situación biológica que
afortunadamente resulta transitoria y se cura con el tiempo. El pendeviejo cree
que comportándose como un adolescente prolonga su adolescencia, pero se
equivoca. El pendeviejo es el posmoderno por excelencia. Reniega del devenir,
para él solo existe en presente, el “siempre es hoy”. Como consecuencia, se ridiculiza
a sí mismo, se castra, se estupidiza y no es capaz de encarar la vida con el
compromiso que debe caracterizar al adulto. Es decir, que se pierde de las mieles
de gozar de la adultez en plenitud.
Y hay pendeviejos que ya lo de “pende” no
se lo pueden vender a nadie, pero de todos modos sostienen el contenido de su
pendevejez, aunque le cambien el nombre. Y eso también acarrea consecuencias
nefastas.
Cuando Gabriela Cerruti ensalza su propia
vejez aún comportándose como una nena infinita lo que está haciendo en verdad,
en un juego de doble hermenéutica, es ensalzar la infantilización. Ay, sí,
porque aunque yo soy vieja igual puedo coger, soy vieja pero juego a tirarme
las cartas con mis amigas, soy vieja pero hago piyamadas con las chichis, soy
vieja pero hache, be, zeta.
O sea, soy vieja pero hago cosas de jóvenes.
¿Se ve la trampa ahí? No se nos permite ser viejos y hacer cosas de viejos. No
se nos permite descansar, amargarnos mirando el noticiero y sentarnos a tejer
con unos culos de botella en las sienes como hacían nuestros abuelos. No, soy viejo
pero puedo seguir siendo tan estúpido como cuando tenía veinte.
¿Se comprende lo que pasa aquí? Como
resultado de este proceso de infantilización de toda la sociedad, de manera
transversal, se observan consecuencias terribles para el desarrollo de la
comunidad. La hegemonía del discurso de que uno no está preparado para nada de lo
que corresponde a un adulto (tener hijos, emanciparse, vivir solo o en pareja,
madurar, afianzarse) coadyuva la naturalización de la no concreción de aquello
que nos define como adultos.
Por eso nos extraña que quienes sí tienen a
la mano las herramientas las aprovechen. Claro, si yo no quiero dejar de vivir
con mis papás o solo en un departamento miserable para encarar el compromiso de
formar un hogar constituido no puedo entender cómo alguien sí lo haga.
El asunto acá es que la mayoría no podemos
aunque queramos, pero se nos está entrenando para que ni siquiera nos demos el permiso
de desear. No tendrás nada y serás feliz.
Pero después están las otras consecuencias,
las más sutiles. La epidemia de inseguridad y angustia que afecta a todo el mundo no es
gratuita y no es casual. No puedo con la presión de ser una deportista famosa,
no puedo con la presión de ser padre o madre, no puedo con la presión de ser
presidente, no puedo con la presión, no puedo, no puedo. Somos niños inseguros
y miedosos, no podemos hacer nada, estamos solitos en un mundo hostil,
indefensos como los niños que somos. Y eso también es consecuencia de este proceso
de infantilización.
Como lo es el hecho de que nos convenzan de
que porque nos sentimos bien a los sesenta tenemos que seguir trabajando como
asnos so pretexto de que “los viejos también podemos”. Claro, esta doble hermenéutica
está destinada a castrar a los jóvenes, sobreexplotar a los ancianos y
finalmente… dominarnos a todos.
Pero no, amigo, te ganaste el descanso, los
únicos privilegiados son los niños y los ancianos. Gracias a las maravillas de
la medicina vos siendo grande aún estás pleno pero el retiro es tu derecho
adquirido, que nadie te convenza de que tenés que ponerte a “superarte” a los
sesenta. Te están metiendo el perro, avispate. ¿Querés seguir laburando porque
eso te ayuda a sentirte útil en la vida, que sin lugar a dudas lo sos? Hacelo,
pero mientras tenés que gozar de tu jubilación, que nadie te convenza de lo
contrario. Tenés derecho a madurar pero también tenés el deber. Tu rol en la
comunidad es ser un ejemplo para las nuevas generaciones, y también un depósito
de sabiduría.
En la Argentina de Perón los únicos privilegiados
son los niños y los ancianos. Hoy, los niños de 30 y 40 gozan de los privilegios
de su posición de niños eternos y los verdaderos niños, los que apenas han llegado al mundo, son
reducidos a “niñeces” abstractas sin perspectivas de futuro.
Con la distopía como horizonte, la infantilización
de la comunidad nos vuelve vulnerables. En este estado de cosas, dominarnos
será tan fácil como sacarle un chupetín a un nene.
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