La maldición de Casandra

 



Según la mitología griega, Casandra era la hija de Príamo, el rey de Ilión, también llamada Troya. Es, por lo tanto, uno de los personajes más interesantes de La Ilíada, el relato épico homérico de la caída de Troya.


Casandra era una sacerdotisa del dios Apolo, divinidad del sol y en el mismo sentido, de la adivinación. Para los griegos existía una relación intrínseca entre el ver, el saber y el ver más allá, esto es, la clarividencia. Por eso otro personaje mítico como Tiresias, el viejo adivino ciego, resultaba tan intrigante e interesante para la cultura helénica. Ser incapaz de ver con los ojos pero poseer a la vez la habilidad de ver más allá, de otear el futuro o conocer la voluntad de los dioses, era algo casi contradictorio en el imaginario del pueblo griego, pero esa es otra historia. 


El caso es que Casandra era una sacerdotisa de Apolo, a quien prometió favores sexuales a cambio del don de la adivinación, poder que le fue concedido por el dios, que la pretendía como compañera de alcoba. Pero una vez ungida con el regalo divino, Casandra se negó a yacer —que es como se le dice elegantemente en mitología a echarse un polvete— con Apolo, quien además era vanidoso pues se sabía el dios más hermoso de todos los que habitaban el Olimpo, acaso junto a su competidora femenina, Afrodita, diosa del amor sexual y la belleza.


Ante el desaire de la traicionera Casandra, entonces, un colérico Apolo la escupió en la boca, condenándola desde ese momento a decir siempre la verdad, pero que nadie le creyera. Fue una desesperada Casandra quien advirtió a su padre y al pueblo que se cuidaran del famoso caballo que los aqueos depositaron frente a los portales de Ilión, un artefacto colosal de madera interpretado de manera errónea como un obsequio en señal de rendición de parte de los griegos, aunque en verdad albergaba en su interior a soldados del enemigo que una vez caída la noche asesinaron a los centinelas, abrieron las compuertas de la ciudad amurallada y permitieron la penetración del enemigo al interior de la ciudadela, precipitando la caída de la legendaria Ilión. 


La bella Casandra, sacerdotisa de Apolo, vio entonces la magnitud de la maldición; había sabido lo que sucedería, lo había previsto, advertido y lo había gritado a los cuatro vientos, pero jamás nadie había volteado a prestar atención de sus vaticinios: estaba condenada a decir la verdad y que nadie le creyera. Es decir, estaba profundamente maldita, porque su clarividencia era una condena, no podía dejar de saber lo que sucedería, pero los acontecimientos se le precipitaban encima casi de manera burlesca sin que nada pudiera hacer por evitar lo inevitable, aun cuando no podía dejar de hacer su mejor intento.


Y ustedes se preguntarán qué me pintó de repente por ponerme a contar cuentos, si siempre vivo metida hasta el tuétano en la rosca pura y dura (no sé si se dieron cuenta, pero mi apodo es “Rosca”, no sé qué pretenden que haga sino rosquear, es mi naturaleza). El caso es que esto no deja de guardar relación con la rosca política, véase, porque hay unos pocos hombres de la política, o analistas de la política, que padecen la maldición de Casandra.


Y la definición se cae de madura. Para darse cuenta, te digo, no hay que ser muy pillo, dice una vieja canción. Llamo “Maldición de Casandra” a esa condena que padecen algunos decidores que no pueden dejar de decir porque para ello han venido al mundo, aunque precisamente por esa facultad maldita de decir solo la verdad, sin eufemismos, estén condenados a que nadie les crea.


Es que nadie quiere escuchar la verdad. Al común de los mortales les gusta que la verdad, por dura y por extraña, se les dosifique a cuentagotas, se les endulce y les sea entregada en cómodas cuotas, solo a veces y con mucho tiento y ternura. Porque la verdad duele.


Porque no hay cosa más inverosímil que la verdad.


Y humildemente me ha tocado en los últimos años gozar de cierta proximidad humana, puramente profesional, con una persona que padece la maldición de Casandra. Es una persona que yo sé que dice la verdad pero que soy testigo presencial de cómo cada vez que ejercita el don de la clarividencia se tiene que fumar puteadas de arriba y de abajo, de izquierda, derecha, del centro y de adentro, sin que por ello le sea dado callarse, porque la maldición de Casandra consiste en decir, no en callar. Las Casandras del mundo no pueden no decir, es más fuerte que ellas, aún a sabiendas de que no pueden evitar lo inevitable, no pueden huir de su don de ver más allá, que es irrenunciable. 


Es una reverenda cagada, porque a veces me pregunto si no me estaré contagiando. De las rosas tanto como de la mierda, cuando estás cerca el olorcito se te pega.


Y es una pena, la verdad, una servidora daría lo que fuera por ser normal, por ser como todos, por tener esa envidiable capacidad de desenchufarse, de dejar de pensar, de dejar de maquinar, de dormir tranquila y poder descansar en vez de vivir así, todo el tiempo con la turbina a toda máquina. Más en estos tiempos aciagos en los que prima la incertidumbre, a uno le ha tocado recibir también puteadas de arriba y abajo, de derecha a izquierda, e incluso acusaciones delirantes, de “servicio”, de empleada a sueldo de una embajada, de conspiranoica, de golpista y los clásicos de siempre: fascista, derechista, trotskista, que le “hago el juego a la ‘derecha’” y que le “hago el juego a la ‘izquierda’”, todo a partes iguales en una ensalada que más se parece a un salpicón de varias comidas rejuntadas, como lo que se va juntando en la heladera después de Navidad, que a lo último ya tiene un olorcito raro, pero que hay que tragárselo igual para no desperdiciar. Que se sepa con todas las letras: si una servidora tuviese contrato con una embajada y vendiera sus ideas no sería tan tonta de hacerlo por el valor de mis ingresos, de mínima pediría lo suficiente para asegurarme cierta comodidad para mí y para mis allegados. 


Es que en este tiempo de plumaje blanco uno indefectiblemente permanece expuesto, para bien o para mal. Todo lo que uno afirma o niega permanece porque si las palabras habladas se las lleva el viento, la palabra escrita no. Así que uno tiene que vivir en todo momento sometiendo sus opiniones al juicio de desconocidos que muchas veces se escudan en el anonimato para poder hablar huevadas de manera gratuita sin tener que pagar los costos de sostener sus opiniones con el cuerpo. 


No es mi caso.


Las redes sociales y la internet, aún con sus recovecos y con la censura que es cada vez más asfixiante tienen la particularidad de permitir a quien escribe decir lo que sea que se le antoje y a la vez esconderse. Yo me podría estar cambiando el nombre o usando otro rostro y nadie por la calle me podría reconocer. Las propias personas que me conocen y me putean en la vida real podrían no haberse enterado jamás de quién escribía las barbaridades que escribe una servidora, de no haber sido porque esta servidora en cuestión siempre se hizo cargo de sus afirmaciones bancándose las consecuencias que se avecinasen, apoyando con el cuerpo lo que tecleaba en una laptop. Porque sí, muchos de los que se toman el tiempo para insultarme o divagar acerca de mis oscuros financistas son tipos que se hacen los cancheros a través de internet pero que después yo me los podría cruzar en la verdulería y no tener el conocimiento de que son ellos para increparlos y pedirles demostración de sus dichos, pero ellos sí me pueden reconocer a mí, tengo la misma cara de pelotuda en persona que por fotos. 


Pero todo esto es ya divague.


Lo que quiero decir es que se viene un tiempo tan rápido, tan cambiante, que nos va a tocar a los decidores compulsivos decir cosas que van a sonar muy extrañas, raras, inverosímiles. Muy probablemente haya quienes se alejen de nosotros y también quienes hablen a nuestras espaldas, pero también va a haber uno o dos que se van a dar cuenta de que tenemos la maldición de decir verdades y que nadie nos crea.


En lo particular, no me mando la parte, me faltan años luz para ser una Casandra hecha y derecha, pero a medida que maduro voy temiendo que no sea ese finalmente mi destino, que la Casandra que conozco me entregue la posta de su maldición y me condene a mí también a la eterna clarividencia de lo inevitable.


Hoy asumieron los ministros, se habló de Pepín Rodríguez Simón, y a otra cosa mariposa. Pareciera que todo hubiera vuelto a la normal anormalidad, pero por debajo, mientras estamos ocupados en el hacer cotidiano, el subsuelo de la patria quizá se esté comenzando a sublevar sin que nadie, salvo las Casandras, lo sepan. 


Se nos tratará de locas, de agoreras, de malditas. Pero guarda, que ojo de loca no se equivoca.


Espero no tener que ver jamás cómo todo por lo que luché, todo lo que amo y a quienes admiro o admiré, por quienes guardo gratitud eterna aunque más no sea en virtud de esa lealtad infantil de nosotros los pobres que siempre somos agradecidos de quienes alguna vez nos mataron el hambre, espero, digo, no tener que ver arder todo aquello que alguna vez fue construido por la fuerza inabarcable de millones de lomos y brazos, por la voluntad de tantos que dieron lo mejor a su alcance por una patria libre, justa y soberana.


Espero que lo que sospecho con horror, que es que quizás me haya pegado la peste de Casandra, sea una equivocación. Ojalá la pifie fiero y me vea obligada a permanecer en cuarteles de invierno, en silencio, sin que nadie me preste atención. Porque esa maldición, la de Casandra, es una auténtica calamidad para el espíritu de quien la padece.


Es que se hace difícil dormir en paz cuando sabés que se viene algo feo pero no podés hacer nada por evitarlo.


Pero tampoco podemos evitar decir, he ahí el dilema. Como aquel otro célebre griego, Sísifo de Corinto, quien fue condenado por engañar a la muerte a cargar hasta la cima de un monte una piedra redonda, para depositarla en la cima, verla caer y volver a subirla solo para volver a verla caer y volver a subirla por toda la eternidad.


Casandra debe decir, aunque sabe que es inútil, Sísifo escala con la piedra a cuestas, pero sabe que esta volverá a caer. De eso se trata una maldición: nadie puede escapar de su destino ni de su naturaleza, aunque estos acarreen de antemano la fatalidad de lo inevitable.


Comentarios

  1. Excelente nota! esta es la cuenta de mi hija. Me llamo Lucía Ferrari. Te dejo mi número: 1134520930, quería hacerte una propuesta, una charla - debate entre mujeres peronistas, sobre la coyuntura actual. Un abrazo!

    ResponderEliminar
  2. Nuestro Casandro actual tiene bigotes, y cuando se enoja dice "¿Pero qué les pashaaaa?"...

    Yo me siento un poco incomprendido también (por eso a menudo hago catarsis acá, tengo sobredosis de este blog y de LBC). Siento que muchos de los que considero mis compañeros militan el ajuste alegremente; algunos por conveniencia, pero muchos porque abandonamos la formación de cuadros necesaria para distinguir un conjunto de políticas de otro. El análisis fue sustituido por eslóganes como "la más linda del amor" y otras cosas que para un equipo de fútbol queda bien, pero para esto no. Y ahora que lo pienso, la analogía que hice con un equipo de fútbol no es casual; a un equipo de fútbol se lo banca aunque juegue bien o mal, y hoy muchos están haciendo lo mismo con su facción política.

    ResponderEliminar
    Respuestas
    1. No suelo responder los comentarios, pero sí, un Casandro sin dudas es el de bigotes, pero el que a mí me toca conocer en persona es otro, aunque ¿sabés qué? De manera indirecta, por su nombre de batalla, también lo mencionaste.

      Gracias por tus comentarios de siempre, tan fructíferos. Los leo siempre.

      Eliminar

Publicar un comentario