Mi padre practicaba ese nacionalismo bobalicón del que cree que uno no puede amar a la patria y a la vez disfrutar de expresiones culturales extranjeras. Agotaba ya con su sobreactuación de respeto por lo telúrico y defenestraba con duros epítetos a todo aquel que no impostara el nacionalismo de campanario como lo hacía él. Era, sin embargo, un melómano nato y a veces se le salía la cadena.
Recuerdo que luchaba mucho, se le notaba la batalla espiritual que operaba en su interior cuando de casualidad se topaba con alguna de las joyas de la música de su juventud. La patita se le movía sola, le supuraba la guitarra aérea, perdía flagrantemente la batalla contra ese sentido del deber que le imponía odiar todo aquello que viniera en la lengua del pirata inglés o norteamericano.
Pero de joven no era así, creo que fue la guerra de Malvinas la que lo cambió. Digo, él no peleó en la guerra, pero sé que le afectó. De chico, en cambio, tenía una banda que tocaba versiones libres de canciones de la época en un inglés de mierda. Una canción que le gustaba mucho era “Someday never comes”, de Creedence Clearwater Revival. Y en estos días me estoy acordando mucho de esa canción, o mejor dicho de esa transliteración tosca de la etapa de adolescencia de mi padre, cuando estaba prohibido pronunciar el nombre de las piezas musicales extranjeras en su idioma original, y era menester traducirlas mal mal, a la bartola. “Algún día nunca llega”, le decía papá a esa canción de Creedence. Era una de sus favoritas.
Y es que estoy pensando mucho en esto del famoso paquete económico que se nos dice que algún día va a llegar.
Cada mañana enciendo la computadora, abro los portales de noticias y siempre me encuentro con no-noticias del orden del “El gobierno evalúa”, “Alberto Fernández confirmó que está pensando”, “El oficialismo plantea”. Poco “hará”, mucho “quiere hacer”. Y siempre lo mismo, en este tiempo son el tristemente célebre IFE 4 y el famoso bono a los jubilados las mustias zanahorias que se nos ofrecen para que persigamos, ya sin el más mínimo entusiasmo, pero día por día con mayor apremio. Todos los días se nos dice que el gobierno piensa en eso, como si por el hecho de pensarlo ya se nos llenase la barriga.
“El Infierno está pavimentado de buenas intenciones; tiene un pavimento dorado, pero sigue siendo un infierno”, me enseñó alguien, y es una máxima perfectamente peronista, la reformulación de “mejor que decir es hacer, mejor que prometer es realizar”.
Hoy es 5 de octubre.
Las elecciones primarias fueron el 12 de septiembre, hace 21 días, y aún el pescado sin vender. Y déjenme decirles que poco me importan las elecciones, no quiero que el oficialismo las gane, me da enteramente lo mismo. Lo que quiero decir es que se nos dijo hace tres lunes que la paliza electoral daría pie al lanzamiento “en los próximos días” de una batería de medidas económicas que vendrían a aliviarles un poco la existencia a los argentinos que a duras penas morfan, pero algún día nunca llega. No hay bono, no hay aumento, no hay acuerdo de precios, no hay nada, ningún aliciente, ni siquiera de esos que duran lo que un pedo en una canasta porque terminan precipitando una nueva escalada inflacionaria. No hay nada, solo humo.
Se nos viene anunciando la luz al final del túnel desde hace semanas, pero algún día nunca llega.
Lo que sí hay es mucho humo, eso no falta. Hay quorum para tratar la venta de humo al por mayor, oficialismo y oposición aprueban por unanimidad en todo momento la venta de humo a granel.
Hoy la discusión de primerísimo nivel son las etiquetas de los alimentos, mañana será la lengua de los ángeles, pasado mañana será el color de las alas de los pegasos unicornios. Se trata todo menos lo que importa, pero si tenemos que hacer caso al oficialismo político y mediático, la “oposición” está en contra de la panacea universal. Realmente nuestra vida dependía de la sanción de una ley de etiquetado de los alimentos, y la oposición brutal no quiso dar quorum. Verdaderamente es una canallada.
No, no importa que un litro de leche esté cien pesos y un kilo de carne, mil. No importa que los ancianos vivan con un salario de indigencia, importa la etiqueta de unos alimentos que los argentinos no tenemos la libertad de elegir, porque estamos atados a un presupuesto que es a todas luces insuficiente y se deprecia día por día.
Hoy mirando la cobertura de eso de las etiquetas recordaba muy puntualmente las manos flacas de un viejito que me quedó clavado en la retina y grabado en el corazón, que vi la última vez que fui al chino a hacer las compras.
Tenía las manos como dos ramitas, duras, secas y delgadísimas, parecía que uno por tomarle una de esas manos lo pudiera quebrar. Era tan viejito, tan viejito, respiraba apenas detrás de esa máscara terrorífica que nos obligan a usar ahora y cargaba en su changuito una tras otra bolsas de esa polenta que algunos tenemos el privilegio de comprar para cocinarles a nuestros perros.
Menudo estereotipo, pensará algún librepensador, el del viejo polentero. Pero no es un estereotipo cuando lo tenés de cuerpo presente frente a vos, con un paquete de azúcar, unas latas de tomate, una yerba y muchas bolsas de polenta por toda compra. No es un estereotipo cuando lo vivís, es lo que hay. Es la realidad de miles y seguramente de millones de argentinos todos los días.
Argentinos que si la bolsa de polenta les dice en letras de espanto “Ojota que esto no aporta nada de alimento, te conviene comprar carne o lácteos, amigo” no pueden hacer nada más que encogerse de hombros y comprarla igual, porque es lo que hay.
Nos venden como la panacea que “nos beneficiará a todos” una ley que nos va a advertir que la Coca-Cola, el helado y las galletitas dulces tienen niveles insalubres de azúcar y grasas malas, pero nuestro pueblo vive a arroz y alitas de pollo, en el mejor de los casos.
Sí, claro, no quiero decir con esto que hubiera que votar en contra de la ley; tampoco estoy haciendo juicio de valor de la negativa a prestar quorum, que poco me sorprende. Lo que digo es que era una ley para tratar en cinco minutos votando a mano alzada, y que en circunstancias normales no debería ocupar más que tres líneas en la contratapa de un diario. “Se sancionó la ley de Etiquetado Frontal. Prevé la implementación de una leyenda que advierta sobre los niveles de azúcares, sal o grasas saturadas en los alimentos”. Punto final, a otra cosa, mariposa. Archívese.
Y sin embargo, aquí estamos. Se impone hablar de las etiquetas de los alimentos, porque evidentemente no estamos en condiciones de hablar de los alimentos que nuestro pueblo no consume. Porque, perdóneme Dios la ingenuidad, pero una humilde servidora me niego a creer que una madre no sepa que la Coca-Cola tiene mucha azúcar o las galletitas tienen mucha grasa. Me niego a creer que la familia argentina no coma más verdura de hoja acompañada por proteína de calidad, de carne roja, pescado, huevos y lácteos y menos hidrato de carbono, azúcar, sal y grasa saturada nomás de ignorante que es.
Nos tomamos una Coca de vez en cuando porque es el único gusto que nos podemos dar. Vivimos a harina porque es lo único que podemos pagar. ¿Y saben qué? Tenemos derecho a tomarnos una Coca de vez en cuando por muy dañina que sea. Es lo mínimo que podemos hacer como gustito después de matarnos el mes laburando a lo perro para que no nos alcance para las milanesas. Del asado ni hablemos.
No necesitamos una ley que nos enseñe cuáles alimentos nos hacen daño; necesitamos que nuestros salarios rindan lo suficiente para que si se nos da la regalada gana comernos un choripán con chimicurri por día lo hagamos y si queremos comprar rúcula y leche de almendras lo podamos hacer también. Aparte de la venta de humo que significa el énfasis de todo un día en la pelea por el famoso quorum, lo que me revienta es esa subestimación del pueblo que los expone tanto. ¿De verdad se creen que el pueblo en su inmensa mayoría no conoce cuáles son los alimentos sanos y nutritivos, tan idiotas se creen que somos, o apenas niños pequeños que no podemos vivir sin el cuidado y la supervisión de los adultos de la sociedad, esos políticos que se desviven por nosotros cuyo deber es hacernos enterar de que la mayonesa y las papas fritas tienen grasas indeseables y exceso de sal?
No es así, amiguitos. La mayoría preferiríamos darles a nuestros hijos carne, pollo, pescado y lácteos antes que arroz o fideos, si lo hacemos no es de gusto ni por ignorancia sino por necesidad. Somos obligados por las circunstancias a comer como el orto y sí, a veces nos damos el gusto de comernos unas Merengadas, porque son lo único rico que vamos a comer al mes quienes no tenemos más disfrute a la mano que algo comestible. No podemos ir al cine ni al teatro ni a un restaurante, no nos vamos de vacaciones, no gozamos del ocio, apenas podemos disfrutar alguna golosina de vez en cuando después de pasarnos la semana a guiso de fideos con carne picada o salchichas.
Sí, ya sé que todo es una simulación, sé que persigue el statu quo, sé que lo que se busca es que el oficialismo dé lugar a la facción B del pacto hegemónico colonial para rubricar el estatuto del coloniaje versión 2.0. Sé todo, pero estoy agotada. Estoy agotada y a la vez imagino que no debo ser yo sola.
Estoy preocupada porque siguen tirando de la cuerda, siguen jugando al huevo podrido, tirándoselo al distraído, pero resulta que en ese juego la pelota somos nosotros, que nos llevan y nos traen, nos usan para su diversión y nos revolean para cualquier lado.
Se nos venden símbolos como justicia social, cuestiones simbólicas, cuando la verdadera justicia social es cada chico del país con la barriga llena. Mientras ellos “nos cuidan la salud” advirtiendo que lo que comemos es una porquería porque no alimenta, nosotros estamos rascando el fondo de la olla, de esa olla donde metemos lo que haya, sin leer la etiqueta. Y de todo lo demás podemos leer la etiqueta y esta puede advertirnos muy convenientemente acerca de las desventajas de consumirlo, pero nosotros no es que no lo compremos porque ahí hay un cartel que nos dice que eso es malo para nosotros: no lo compramos porque no lo podemos pagar, ¿es tan difícil de ver eso?
Siguen tirando de la cuerda, juegan con la expectativa del pueblo en medidas paliativas que se nos dice que llegarán algún día que nunca llega. Se nos promete el oro y el moro y se nos jura que están cuidando nuestros intereses aunque nosotros estamos completamente en otra, nos importan un reverendo pito esos “intereses” porque nosotros no estamos en la disyuntiva de si tomamos Coca común o Zero, estamos en la disyuntiva de si mañana comeremos arroz, polenta o fideos. O si no será que ya nos toque matear a la noche y decir que no tenemos hambre, para que las criaturas coman lo poco que hay.
Para vender humo siempre hay quorum, en eso sí se ponen de acuerdo. Y para prometernos que pronto veremos los brotes verdes y la luz al final del túnel, al decir de una exvicepresidenta no particularmente reconocida por su elocuencia verbal.
Habrá que averiguar a qué se refieren con eso de la luz al final del túnel. ¿Será que el tren que viene nos chocará de frente a nosotros o se los llevará puestos a ellos? No me animo a hacer pronósticos, no pretendo pecar de agorera. Solo puedo decir que el pueblo es bueno pero no es tonto. Y que la paciencia de la gente buena y trabajadora también tiene un límite.
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