Amémonos en diciembre

 



No sé muy bien hacia dónde me va a conducir este texto, solo serán unas notas acerca de este proceso de atomización social al que nos están conduciendo sin pausa, y la verdad que también con prisa.


Estamos en diciembre y eso siempre significa muchas cosas. Somos un pueblo cristiano, la Navidad significa mucho para nosotros porque representa un momento de particular sensibilidad ante los estímulos emotivos. Entonces viene este tiempo de reuniones, de deseos de cambio y de continuidad, de espera y organización de las visitas. Esta la pasamos con mis padres, esta la pasamos con los tuyos. Y ojo con pelear con tu hermano, no le digas nada a mi hermana acerca de lo que ya sabés. Tenemos que pasar las fiestas lo mejor posible, pero sobre todo, juntos.


Hace unos días reflexionaba en silencio acerca de lo mal que me cae este mes a mí en esta etapa de la vida en la que me encuentro tan sola, porque quienes quisiera que estuviesen conmigo están muertos o están lejos. Cuando era chiquita no era así, me encantaba la navidad porque era una ocasión única en la que estaban todos, mi papá, mis abuelos, mis tíos. 


Casi siempre apenas teníamos para comer porque esas épocas eran muy duras, pero era otra cosa, una ilusión enorme. Recuerdo cómo me gustaba armar el arbolito con esos adornos viejísimos de vidrio delgadito que parecía que se te rompían en las manos. Parecían pompas de jabón, redondas y lustrosas, con el brillo oleoso y multicolor.


La abuela tenía un pesebre de madera con paja y allí reposaba la figura del niñito Jesús de yeso pintado, o quizás de cerámica, no lo sé. Era muy bonita esa figura. A las doce de la noche nos reunía a los nietos luego del brindis y en fila nos acercábamos al niñito y le besábamos los pies. Siempre tenía un perfumito peculiar que no sé de dónde saldría, y me causaba una ternura infinita, se me caían las lágrimas.


En casa nunca había plata para regalos, tampoco nos nombraron jamás a Papá Noel. Era una noche de reunión familiar en la que celebrábamos el nacimiento del niñito Jesús y éramos muy felices, a pesar de la pobreza, a pesar de la incertidumbre.


Pero los tiempos cambian y un día empezaron a faltar caras. La abuela envejeció y ya no tuvo ganas de cocinar empanadas y servir la mesa hasta altas horas de la noche. De a poquito la familia grande se empezó a dividir un poco, la mesa se empezó a achicar.


Recuerdo particularmente la navidad del año 2001, cuando ya no íbamos a lo de la abuela, un poco también por vergüenza, porque no teníamos ni para aportar con una caja de sidra. Ese día comimos unas empanadas de queso y huevo cuyos ingredientes habíamos pedido al fiado un par de horas antes de que cerrara el almacén. Por entonces en la casa, en esta misma construcción donde hoy escribo, vivía una de mis hermanas mayores con su esposo y los dos hijos que ya habían nacido para la fecha, el menor de poco más de un mes. Nos quedamos tocando la guitarra y cantando canciones de Los Redondos hasta cierta hora y a pesar de que estábamos viviendo uno de los momentos más dramáticos de nuestra historia familiar pero también de la historia del país, cantábamos. Y estábamos juntos, eso era lo que importaba.


Años después mi papá no tuvo mejor idea que morirse. La última navidad que pasamos con él fue ambigua porque a pesar de las recomendaciones médicas al hombre se le dio por beberse un par de vinardos, rompiendo su abstinencia de meses. Pero en navidad estaba bien. Fue días después, un 28 de diciembre, que enfermó, para morirse trece días después del año nuevo.


Pero siempre a las doce había un abrazo y un beso de reconocimiento y amor genuino, siempre había un brindis por el que ese día no había podido llegar. En esos abrazos iban muchas veces implícitos los te quieros y los te perdono, o perdoname, que en meses no nos decíamos. Tenían, en ese sentido, un efecto mágico, el de verdaderamente romper con la maldición de la discordia que es inevitable, porque nadie es monedita de oro.


Después, solo hubo tristeza, nunca más volvieron esas fechas a ser lo que habían sido, porque las sillas a la mesa eran cada vez menos, las fotos en el altar familiar cada vez más, y la tristeza es peor que el frío, cuando se te mete en los huesos se te queda indeleble, no hay modo de entibiar un espíritu que está triste por la pérdida, ni siquiera en pleno verano.


Anoche con esto del insomnio crónico que me caracteriza le hice caso a uno que me recomendó una entrevista que le hicieron al Indio Solari y la escuché.


Y en ese viaje fue que me di cuenta de a quién me hacían acordar nuestras charlas con el hombre a quien amo, el que me deshollina la chimenea. Era a él, al Indio. No tanto por la voz sino más por el vocabulario, el nivel de conversación y las inflexiones de la voz. Me di cuenta de por qué me atrapó tanto ese hombre desde el mismo día en que lo conocí.


Que Dios me perdone, el Indio Solari fue el primer hombre que me despertó deseo sexual. El primero cuyo solo nivel de conversación me provocó cosquillas allí, al sur, en ese botoncito que nos despierta el placer. 


Después de escuchar la entrevista me dormí y tuve un sueño que no sé si llamar húmedo, pues solo sentía una boca que me besaba, sentía el sabor y la textura de un labio de hombre, su incipiente barba me quemaba la piel. Luego sentí esos labios más abajo, en los pezones, y me desperté agitada. Eso fue todo, pero fue suficiente para que estuviera nostálgica todo el día.


Porque esos labios tenían nombre y apellido, ni muerta sería capaz de olvidarme de quien me besó así, a pesar de que en mi sueño no veía sus ojos verdes, los ojos más hermosos que vi. Esas manos tendría que morir y volver a nacer para olvidarlas, las reconocí sin necesidad de verlas, solo por el modo como siempre supieron que me tenían que tocar, con una suave firmeza.


Y pensé: qué no daría por pasar una noche con ese hombre que hoy está lejos de mí porque la vida lo impuso.


Pero también: qué no daría yo por estar con cada uno de los que sé que no van a estar, porque se han muerto o se han ido. Claro, no de ese modo íntimo, naturalmente, pero qué no daría yo por una más de esas mesas navideñas que jamás volverán.


Hoy sé que este año no van a faltar la carne o el vino, un buen espumante y una sidra. Unas almendras y pasas con chocolate, todas las cosas que antes mirábamos con la ñata contra el vidrio pero no podíamos degustar. Lo sé y no me mueve el amperímetro, daría lo que no tengo por colgarme charlando con mi abuelo, oyendo sus anécdotas de viejo sinvergüenza, por oír a papá tocando la guitarra y cantando “Grito changa” o alguna de esas de las de Larralde, y por escaparme media horita en medio de la noche para jugar un ratito con el hombre ese juego que tanto nos gusta a los dos y con el que anoche soñé. Pero nada de eso se puede por hache o por be, por lo que solo resta esperar.


El caso es que todo este chorizo viene a cuento de la sumatoria de noticias que en pocos días he leído y que iban en la misma dirección: todas apuntaban a resaltar el hecho de que es cada vez más frecuente ver a personas que no celebran a fin de año, o incluso que deciden cortar de cuajo vínculos con sus familiares, pasando a estar solos por completo o rodeados por dos o tres personas de confianza, en muchos casos, apenas amigos. 


En la entrevista que oí anoche el Indio decía algo que quizás haya sido lo que motivó mi sueño, que hizo de alguna manera que mi mente fusionara la excitación que siempre me provoca su voz con los modos y el pensamiento de mi amante. Dijo que amar era desear el bien para el otro, y también dijo que deseaba a todo el mundo que una vez en la vida llegasen a sentir ese deseo de bien desinteresado hacia el otro que se llama amor porque un poco ahí está el sentido de la vida.


Reflexionaba acerca de la pérdida de sentido a la que asistimos en este tiempo, cómo cuestiones que en otro tiempo significaban algo profundo hoy se banalizaron y se practican por moda, tales como las diversas formas del quehacer artístico, la música y el cine entre ellas.


Y lo propio está pasando en este tiempo con el amor. Las relaciones interpersonales han perdido su sentido primigenio pero también es sencillo “deconstruirlas” y convencernos de que son innecesarias, perecederas, y pasibles de terminarse cualquier día, si te he visto, no me acuerdo.


La posmodernidad líquida nos está conduciendo sin pausa y cada vez más precipitadamente hacia la soledad, un estado de atomización orgullosa de su propio aislamiento y misantropía. Para evitarnos emociones negativas nos privamos de otras de signo opuesto, como el amor o el perdón. Y así nos vamos deshumanizando, perdemos el deseo del otro y nos volcamos hacia el yo.


Si el amor es un desear el bien para el otro, cuando no hay un otro no hay amor. Y sin amor no hay patria porque, ¿quién daría la vida por aquello que no ama?


De ese modo se deconstruye la patria, entonces, comenzando por su unidad que es la familia. Y el inicio de ese proceso puede ser tan sencillo como colgar en un diario una serie de “noticias” acerca de las bondades de “soltar” y “cortar amarras”, “volar” y deshacerse del “lastre” de una familia “tóxica”.


El amor no daña, porque nadie puede hacer daño si solo nos desea el bien. Hagamos el esfuerzo de volver a la casa de los viejos, ejercitemos la misericordia y el perdón.


Amémonos este diciembre, que la patria está en peligro.

Comentarios