Desde siempre he tenido una relación conflictiva con la comida. Ahora de vieja sé que viene de trauma la cosa, y voy a explicar por qué.
Observando en el tiempo a la gente me he dado cuenta de que quienes de niños hemos padecido hambre de la buena, de esa que no te deja dormir, si de grandes tenemos la bendición de revertir un poco la situación, tendemos a adoptar dos actitudes posibles, que son un poco actitudes ante la vida pero también incluyen a la comida, que es parte de la vida.
La primera es la del derrochador empedernido.
Ese que siempre está gastando de más en todo, porque total la vida es corta y quién sabe, quizás mañana no tengo laburo y entonces no dejo para mañana lo que puedo gastar hoy. Es el que se va al supermercado y te viene con incontables e innecesarios paquetes de cosas que no se entiende muy bien para qué las compró, porque en realidad lo que hacía falta en la casa era aceite y sal, no postres Serenito ni aritos de arroz sabor a frutas.
El derrochador tiende a tener el gusto culinario de un niño, porque de hecho quedó anclado en la infancia, el momento del trauma que no supera. Y entonces siendo adulto hace todo lo que no podía de niño por falta de recursos. Es el que te invita al parque de diversiones años después de que la idea te parece viable porque ya estás como grande para esos trotes, el que sigue escuchando la música espantosa que uno tenía la obligación de escuchar en los 1980 y 1990 porque era lo que había en oferta, el nostálgico de aquel tiempo de miserias.
Gusta de las salchichas con puré y los Giacomo capelettini, esa especie de engrudo siempre crudo en el corazón, que de chiquito deseaba por haber visto la publicidad en televisión. Las Patitas Granja del Sol, la Coca-Cola y las hamburguesas Paty son otros clásicos de la gastronomía del derrochador.
Y después estamos los traumados del otro estilo, los austeros, llambién conocidos por ser ratones, aunque en rigor de verdad no lo somos, solo somos previsores, como las ardillitas que guardan nueces para el invierno.
Una cosa que me pasó cuando empecé a trabajar y a ganar mi propio dinero, para que se vea que no soy tacaña, ha sido que me fui comprando ingentes cantidades de medias. Sí, medias. Ni pantalones ni zapatos ni tratamientos de peluquería, medias. ¿Ustedes saben lo que se siente andar sin medias en invierno siendo un niño? Bueno, si lo saben me van a entender.
A mi marido, por ejemplo, le pasa con la comida. Se desespera ante una alacena vacía, no lo puede manejar. Y es lo mismo, una sensación de miedo irracional ante la perspectiva del sufrimiento. A mí me sucede que no puedo manejar la idea de tener los pies eternamente fríos, a él lo aliena la perspectiva de tener la panza eternamente vacía. Somos un par de traumados.
En mi caso me sucede, como anticipé, que desarrollé una relación ambigua con la comida. Considero a esta como el mero combustible del cuerpo, siempre digo (y lo sostengo) que puedo vivir a tostados, leche con avena y manzanas. Es más, si existiera una píldora de toma diaria que nos otorgara los nutrientes indispensables para el óptimo desarrollo psicomotriz sin necesidad alguna de ingerir alimentos la tomaría chocha. Para mí la comida ha sido siempre un problema, porque por regla general la hora de la comida viene en mi imaginario asociada a recuerdos tristes.
Cuando era muy chiquita siempre había que comer en casa y el momento de la comida era un problema, porque había que llenar el plato y aquello ya constituía un asunto de difícil resolución que no siempre se podía dar por hecho. Era un momento de tensión, no de alegría familiar.
Siempre me acuerdo de una frase de mi papá: “Comé y callate”.
Supongo que el pobre ya tendría demasiado con su propia frustración ante la vida para que encima de todo los hijos pretendieran cometer la osadía de preguntar qué rayos era eso que había en el plato.
“¿Cómo se llama esto?”, preguntaba yo en mi avidez temprana por el conocimiento de todas las cosas. Pasa que los niños tienen la característica de que vienen con el cofre del saber vacío, por eso son tan curiosos ante todo.
“Comé y callate” era la respuesta.
O: “¿No les gusta? Cuando tengan hambre van a comer”. Y era verdad, no nos gustaba a veces, pero teníamos hambre y comíamos.
Como resultado de aquella terapia de choque puedo decir que hoy en día como de todo. Hay pocas cosas que el estómago me rechaza de plano, porque la verdad que siempre he sido agradecida de tener algo en el plato, fuera lo que fuese, para que hiciera de combustible a mi mente y mi cuerpo. Entre ellas debería contar la mayonesa y la mostaza, que no las tolero. Los tomates crudos, por ejemplo, no me gustaron nunca y jamás me gustarán pero por supuesto los como, en silencio. Comé y callate.
Ya de más grandecita me tocó asistir a un colegio de doble turno y entonces la hora de la comida se convirtió en un problema mayor, porque el conflicto se trasladó fuera del hogar.
Era difícil para una niña como yo, criada pobre y pobre pero altanera, negrita catinga pero orgullosa, asistir a la hora del almuerzo con mis humildes viandas. Y que quede claro: no me avergonzaba mi pobreza, eh. Lo que me generaba era rabia, rabia de verles a los otros esa carita de lástima.
Porque yo no me sentía menos, no me sentía digna de mover a lástima. Yo no era menos con mi flautita de paleta que aquel que se llevaba una bolsa de sanguchitos de jamón y queso con pan lactal. No se me caía ningún anillo por beber de la canilla y no de la cajita de Cepita de manzana.
Pero siempre me miraban diferente, sin maldad pero con pena, y eso me movía la furia, de la misma manera que me daba rabia cuando no me ponían un uno por no llevar a clase el libro o las fotocopias. Me perdonaban porque era ese el acuerdo tácito. Pobre Rosarito, ella se esfuerza, pasa que es pobre, pobre.
Ni hablar cuando el vicedirector o la preceptora me querían invitar a tomar el mate cocido que hacían para los maestros, en la cocina, porque yo nunca llevaba nada para comer en el recreo.
Les juro que me dolía más el orgullo que el estómago, porque yo no quería tener privilegios. Quería simplemente demostrar que yo antes que pobre era digna, era capaz y que ningún chico “rico” era más que yo. Qué va’cer, consecuencias de haber estudiado en un colegio para chicos de clase media siendo la única, o una de los pocos, que crecíamos en la miseria.
Pero todo eso me enseñó que a nadie le puede gustar ir al comedor barrial, escolar, comunitario. A nadie que lo haya pasado le pueden disfrazar de justicia social ese acto de humillación de quien come porque tiene hambre, de quien va ahí y acepta lo que haya porque el instinto de supervivencia es más fuerte que el orgullo, a veces, y uno tiene que dar el brazo a torcer y aceptar.
Aceptar la mirada de conmiseración de los compañeritos de curso, aceptar la Cepita que te convidan en el almuerzo porque saben que no la podés pagar, y vos la aceptás solo para hacer sentir al otro bien consigo mismo, para que se sienta bueno, porque quiere ayudarte y no sabe cómo. Aceptar ese plato de comida, aceptar esa ropa usada, aceptar que no te pongan el uno porque al fin y al cabo aunque no tenías el libro alguien te lo prestó y lo leíste en un recreo, así que te sacaste un diez en la prueba y el otro, el dueño, apenas raspó el seis, a pesar de que te pasaste un buen rato explicándole de qué se trataba El juguete rabioso o El diario de Ana Frank.
El resultado de todo eso es esta mujer que no se lleva bien con la comida, a quien todos imaginan por puro prejuicio comedora serial de postres en función de sus sobreabundantes carnes. Una mujer a quien los alimentos le dan todos un poco lo mismo, a quien cuesta satisfacer.
Es un misterio para mí la pasión que la gastronomía despierta. Me da culpa, culposa como soy, gastar miles de pesos en comer cualquier cosa que igual va a ir a parar al inodoro de la misma manera que lo harán la leche con avena o los tostados. No me enloquecen las milanesas ni el asado ni el dulce de leche, encuentro mediocres a los sánguches de miga y me parecen obscenamente caros. Me llevo mejor con los guisos, las pizzas y el arroz con pollo pero tampoco es que no pueda vivir sin ellos.
Sé que todo esto suena triste, pero c’est la vie. A mí no me genera ningún inconveniente, simplemente soy así. Tampoco me interesa convertirme en sibarita a mi edad, soy austera y culposa por naturaleza.
Simplemente quería hacer hincapié en aquello de que nadie elige ir al comedor. Aquello no es justicia social. Justicia social es la mesa familiar en un hogar cálido, acogedor. Justicia social es disfrutar la milanesa entre semana y el asadito el domingo, pagado con el sudor de la propia frente. El “comé y callate”, el aceptar lo que hay a costas de que a uno al final le sepa todo más o menos a lo mismo no es justicia social. El aceptar lo que hay porque por lo menos hay eso, la resignación, el tener que agradecer la limosna, eso no es justicia social.
No pretendo victimizarme con esto, simplemente deseo que algún día en este país no haya más compatriotas que crezcan con temor pánico a una alacena vacía o a un cajón sin medias sanas. Tenemos todo para que eso no pase, somos uno de los países más ricos del mundo.
Hola Rosario, tuve la suerte de crecer en una familia en donde nunca faltó la comida y leer tu historia me deja un nudo en la garganta. Somos un país rico pero injusto en donde lamentablemente nos gobiernan siempre los mediocres y ningunean a gente como Moreno. Gracias por tus posteos, no siempre comento pero los leo.
ResponderEliminarTe mando un abrazo.