Oiga, ¿por qué en Argentina no hay negros?


 

Cuando era una niña siempre me preguntaba por qué de entre todas las hijas de mis padres era yo la única de piel morena, rostro aindiado con ojos pequeños y pelo ondulado, casi liso. Mis cuatro hermanas han sido muy blancas, de piel de alabastro, ojos llamativos color avellana y pelo rizado con unos rulos vistosos. 


Algo similar quizás le ocurriera a una de mis tías, cuyos hermanos compartían con los míos el mismo fenotipo de piel blanca y ojos casi verdes heredado de la madre, mi abuela. Siendo ella oscura y de cabello completamente crespo e ingobernable (“mota”, le llamaban acá) propio de los descendientes de africanos, mi tía renegaba de su pelo y vivía constantemente en tratamientos de alisado o permanentes tendientes a por lo menos agrandar un poco ese rulo en el afán de hacerlo más dócil, pero fracasaba flagrantemente quedando su cabello en una indefinición constante de raíces crespas y largos lisos. Pero lo cierto es que la africanidad estaba ahí, gritaba su presencia en el cabello, en la nariz, en los labios carnosos y la piel lustrosa y marrón incluso a pesar de que nadie de mi familia reconociera poseer ascendencia africana alguna.


Y resulta llamativo, la verdad. El día que una de mis hermanas dio a luz a un niño de ojos azules y cabello rubio todos nos sorprendimos pues el niño en cuestión era el vivo retrato del padre aunque casi albino, como si a mi cuñado lo hubiéramos encogido y remojado en lavandina. El hombre por su parte nunca se sorprendió de que su hijo hubiese salido tan rubio siendo él mismo castaño pues conocía bien los antepasados alemanes o polacos de su madre y esos genes estaban ahí en su sangre, solo habían estado esperando para emerger. 


He ahí el rasgo principal del mestizaje: la mezcla generación tras generación entre individuos con características fenotípicas o étnicas diversas enriquece la sangre del hombre con atributos propios de todas las etnias permitiendo la emergencia de nuevos tipos más exóticos pero a la vez más bellos que sus antepasados. 


Y todo este prolegómeno viene a cuento de la explosión de acusaciones y denuncias mediáticas y en redes sociales de un supuesto racismo que los argentinos habríamos ejercido hacia las poblaciones negras de otros países del mundo, pero sobre todo hacia la población negra y descendiente de indígenas al interior de nuestras propias fronteras, a punto tal de trasladar la problemática racial a nuestra selección de fútbol en el contexto de la realización de la Copa Mundial que comenzó el pasado 20 de noviembre en Qatar, en la península arábiga. 


La primera de esas oleadas de repudios hacia los argentinos vino de la mano de un cántico que la parcialidad de nuestro país comenzó a entonar durante los días previos a la inauguración del evento. El mismo fue señalado de “homofóbico” por hacer alusión a la relación sentimental que el jugador del seleccionado francés Kylian Mbappé mantiene con la modelo, escritora y activista transexual Inés Rau. Pero ante todo la canción motivó que la platea argentina en Qatar fuera acusada de racista por señalar el origen africano o afrodescendiente de primera generación de varios de los jugadores del combinado de Francia. 


El propio Mbappé sin ir demasiado lejos es hijo de un camerunés y una argelina emigrados a ese país y lo paradójico de este episodio ha sido que a pesar de la furia desatada hacia el público argentino por parte de los medios de comunicación franceses que se hicieron eco de la “noticia” fueron los propios medios africanos los que recibieron cientos de mensajes de apoyo a la Argentina cuando replicaron el “escándalo” en sus redes sociales.  


Para los negros nacidos en África Argentina no es un país particularmente racista por señalar la verdad innegable de que el seleccionado francés abunda en hijos de africanos pero para los franceses blancos, sí lo es. 


El asunto por otra parte no hubiera pasado de una simple anécdota propia de la rivalidad natural entre selecciones fuertes que se perfilaban ya entonces como candidatas a obtener el título mundial, si no fuera porque apenas nueve días antes del inicio del campeonato del mundo fue el mismísimo Kylian Mbappé quien confesó en una entrevista concedida a la revista estadounidense Sports Illustrated que los comentarios racistas recibidos por parte de la platea francesa durante los partidos de selección habían estado a punto de obligarlo a renunciar a la representación de su país en competencias internacionales. 


“No puedo jugar cuando las personas me gritan simio. Pensé en no volver a jugar en la selección francesa”, afirmó el deportista y figura estelar del seleccionado campeón en Rusia 2018, haciendo referencia al público de su propio país. “Después me tomé un tiempo para reflexionar con todas las personas que juegan conmigo y me convencieron de continuar. Sentí que no estaba dando un buen mensaje si me rendía cuando las cosas no salían como yo esperaba y creo que ese puede ser un buen ejemplo para muchas personas”. 


Como reza el refranero popular, el muerto se asusta del degollado. Muchos cánticos son racistas de acuerdo con los cánones estrictos de corrección política impuestos por la moral progresista, pero algunos son más racistas que otros… O será que tal vez se cumple la lógica del marido golpeador: te golpeo por tu bien pero no le permitiré a nadie más que te ponga un dedo encima. El único que puede maltratarte soy yo, pues tu persona me pertenece.


Algo similar podría decirse del público de los Estados Unidos de Norteamérica, donde las comunidades negra y “marrón” son numerosas. Este país ha sido protagonista de la siguiente oleada de repudios hacia la población argentina y su presunta “pureza racial”. Pues han sido norteamericanos quienes exacerbaron lo que a esta altura podemos calificar como una auténtica campaña de desprestigio hacia la sociedad argentina, viralizando en redes sociales cuestionamientos acerca de la supuesta ausencia de jugadores “de color” en el seleccionado albiceleste. 


Esta campaña había sido iniciada en primer lugar por la parcialidad mexicana, rival directa de Argentina en la fase de grupos del campeonato mundial. Los mexicanos, furiosos por los mensajes en tono de sorna pronunciados por argentinos en redes sociales durante las instancias previas al partido entre las dos selecciones hispanoamericanas, se lanzaron a contestar apelando a epítetos tales como “xenófobos” o “racistas”. Y quizás llevasen algo de razón en sus reclamos pues es sabido que el tono socarrón de un argentino con ganas de burlarse de alguien tiende a ser posiblemente insoportable, con la característica además de ser capaz de pegar donde más duele al adversario de turno, víctima ocasional del humor mordaz y a menudo sin límites del argentino promedio.


Lo llamativo del caso fue que hayan sido los estadounidenses antes que los mexicanos quienes recogieran este estandarte, acaso por su vecindad con México y su importante comunidad de inmigrantes mexicanos, acaso por algo más profundo y largo de explicar. “¿Por qué no hay jugadores negros en Argentina?”, se preguntaban los seguidores del combinado yanqui. O bien aseveraban: “Un triunfo de Argentina es un triunfo para el racismo”, publicando fotos tomadas en las tribunas de Qatar, seleccionadas tendenciosamente con el fin de distorsionar en el público la imagen mental del argentino promedio. Mujeres rubias de ojos azules o niños de rostros caucásicos enfundados en la casaca blanca y celeste del equipo de Lio Messi comenzaron a llenar las publicaciones en redes sociales de “analistas”, “activistas” o “periodistas independientes” norteamericanos, ofendidos todos ellos por el exceso de blancura en un país de América del Sur. Blancura contrastante incluso con la representación negra presente en seleccionados como el alemán, el danés o el inglés. 


Oigan, ¿por qué no hay negros en Argentina?, se preguntaban indignados los estadounidenses. ¿Por qué no hay “marrones”? Y no huelga la salvedad puesto que en términos étnicos en países como los Estados Unidos la distinción entre negros —como sinónimo de descendientes de africanos— y marrones —los inmigrantes hispanoamericanos descendientes de alguna o algunas de las infinitas naciones nativas americanas en mestizaje con elementos europeos— posee una relevancia en términos de organización social imposible de comprender en una nación tan prematuramente mestiza como la nuestra. Aquí no existen marrones ni negros ni blancos puros, somos todos argentinos. 


Pero esta discusión alcanzó su punto culminante con la publicación en el diario estadounidense The Washington Post de una nota titulada ¿Por qué Argentina no tiene más jugadores negros en la Copa del Mundo?, cuya autora, Erika Denise Edwards, es presentada como profesora de la Universidad de Texas y “especialista en identidades raciales”. En su artículo, Edwards sostiene que “la idea de Argentina como una nación blanca no solo es inexacta sino que habla claramente de una historia más larga de borrado negro en el corazón de la autodefinición del país”, concluyendo que entonces no es cierto que en Argentina no existan negros, sino que estos son “blanqueados” en el imaginario colectivo de una sociedad que se autopercibe blanca y blanquea a través del lenguaje mediante denominaciones tramposas como la de “morocho” a una negritud de la que aparentemente y de acuerdo con esta autora la sociedad argentina se avergonzaría. 


No se entiende entonces por qué a los norteamericanos les molesta tanto ver fotos de nuestro seleccionado o de la platea celeste y blanca en Qatar, cuando esa “morochez” resulta evidente en los rasgos faciales de buena parte de los jugadores del plantel y en la mayoría de los simpatizantes del combinado albiceleste. Acaso contagiada por la teoría de autopercepción de género la autora se confunde lenguaje con biología, suponiendo que por llamarse a sí mismo “morocho” —término que la autora utiliza en castellano— un negro se verá menos negro que si se autodenomina negro. 


Lo cierto es que la propia Edwards toma de los datos oficiales del censo de 2010 cifras que indican la presencia en Argentina de menos de un uno por ciento de la población que se reconoce a sí misma como negra, algo así como ciento cincuenta mil argentinos. Toma por falsos además los datos históricos acerca de la relativamente baja proporción de negros en nuestra sociedad, comenzando por la escasa afluencia de esclavos hacia el Río de la Plata durante la época de la colonia, cuya sencilla explicación es la no existencia de actividades intensivas en demanda de trabajadores tales como las plantaciones de azúcar en Cuba o de algodón en el sur de los Estados Unidos por la misma época. 


En el Río de la Plata, siendo la principal actividad económica la actividad comercial portuaria para la exportación de metales preciosos provenientes de las minas del Alto Perú, mantener esclavos africanos resultaba un lujo que muy pocas familias patricias podían permitirse. Los esclavos eran considerados bienes suntuarios que en muchos casos eran tratados como parte de las grandes familias de comerciantes criollos y por lo tanto recibían un trato humanitario mucho más benévolo que en otras regiones, como por ejemplo, en los estados del sur de los Estados Unidos.


Ya en la Asamblea del Año XIII las Provincias Unidas del Río de la Plata establecieron la libertad de vientre para todos los esclavos, determinando entonces que los hijos de africanos nacidos a partir de ese año en el territorio serían libres.  En el mismo sentido la esclavitud sería abolida de manera definitiva cuatro décadas más tarde, en 1853, tomando carácter constitucional.


Otros motivos ciertamente documentados de disminución de la población negra en nuestro país que Edwards desestima son la utilización de los varones como carne de cañón sobre todo en la guerra contra el Paraguay (1864- 1870) o la influencia de epidemias como la de fiebre amarilla (1871). El insoslayable impacto de la inmigración masiva de europeos sobre todo de las dos penínsulas —ibérica e itálica— durante el último cuarto del siglo XIX y comienzos del XX que vino a modificar los rasgos fenotípicos de la población argentina asimilándolos mayoritariamente al menos en los grandes centros urbanos con los propios del sur de Italia y España y reduciendo así proporcionalmente el porcentaje de negros y marrones, ni siquiera es mencionado en el artículo. Pero la omisión más obvia es la más importante de todas: no se habla de mestizaje. 


Marrones, negros, blancos, en Argentina no existen esas distinciones étnicas/sociales porque desde los inicios de la conquista del territorio blancos e indios se cruzaron naturalmente y ante la llegada del negro el proceso siguió su curso natural. Lo que distingue a nuestra sociedad de sociedades racistas como la francesa o la norteamericana es precisamente que los argentinos no hemos ejercido la segregación por cuestiones de raza, por eso quien escribe puede autopercibirse más india que europea o negra atendiendo a los datos que le arroja el espejo pero tener una tía “africana” y un sobrino rubio y de ojos azules sin que a nadie el asunto le resulte digno de mención.


Lo verdaderamente cierto no es que los argentinos nos avergoncemos de nuestros orígenes mulatos o zambos, indígenas o mestizos, lo que sucede en rigor de verdad es que hemos superado hace más de un siglo todo interés por la cuestión racial asimilando en la categoría de “argentino” a todo el que nazca en este territorio independientemente de sus antepasados o su herencia genética. Es por eso que podemos decirle “negro” a nuestro mejor amigo y este no se va a ofender, ni siquiera aunque sea de tono más bien café con leche o rubio y de color azules. “Negro” en términos raciales no posee en Argentina una connotación peyorativa.


Resulta comprensible que esta asimilación tan desenfadada de la negritud/marronidad cause cortocircuito en el imaginario de una sociedad en la que apenas en 1967 fue permitido el matrimonio interracial, un derecho que los exsúbditos de la monarquía española gozábamos en estas latitudes desde 1514. Resulta comprensible también que la capacidad de tomarse con humor las diferencias de tonalidad de piel causen resquemores en una sociedad donde ha existido el Ku Klux Klan. Lo cierto es que no por ello debemos hacernos cargo los argentinos de cuestiones que escapan en mucho a nuestra idiosincrasia y que representan potenciales conflictos sociales completamente importados y ajenos a nuestra cultura nacional.


La sociedad argentina ha sido pionera en derechos sociales, políticos y económicos desde la formación del Estado, hemos tenido un presidente negro en 1826 —el inefable Bernardino Rivadavia, mulato al igual que Domingo Faustino Sarmiento— casi dos siglos antes de la llegaba al poder de Barack Obama. Cuando Rosa Parks se negaba a ceder el asiento a un hombre blanco e iniciaba todo un movimiento de protesta contra la segregación racial en los Estados Unidos el General Juan Domingo Perón había sido recientemente derrocado por un golpe de Estado planeado desde el hemisferio norte, dando cierre al ciclo de mayor crecimiento económico, social, político y cultural en la historia de nuestro país. Los pobres en Argentina, los “cabecitas negras” gozaban del cincuenta por ciento del PBI del país cuando en Estados Unidos los afrodescendientes no podían estudiar en la misma universidad que los blancos, casarse con blancos o utilizar el mismo cuarto de motel, restaurante o cuarto de baño que los blancos. 


Esa dolorosa historia de segregación es la que subyace a la indignación por la ausencia de jugadores de fútbol que se reconozcan y se reivindiquen negros en la selección argentina. Los norteamericanos no pueden comprender que en Argentina hayamos naturalizado a punto de asimilar, de diluir por completo en la ensaladera de nuestra sociedad cosmopolita y mestiza una identidad que en los Estados Unidos aún es problemática en la actualidad. Pero de esa historia los argentinos no podemos hacernos cargo porque no necesitamos importar conflictos que hemos superado hace siglos.


Y sin embargo, en el plano de la llamada “conspiranoia” se impone una pregunta: ¿y si esa importación de conflictos que no nos atañen no es casual? La nación argentina es una nación altiva, con una historia poderosa de rechazo al imperialismo, de rebeldía ante la invasión y a la vez los argentinos poseemos el segundo mayor territorio del subcontinente sudamericano, por detrás de un Brasil que sí debe enfrentar sus propias contradicciones raciales. Un pueblo orgulloso, cohesivo, sin conflictos serios en términos étnicos ni en ningún otro plano de la organización social, ¿a quién le resultará de utilidad nuestra unidad más que a los propios argentinos, si es que alguna vez despertamos a nuestro destino de potencia regional? ¿Qué potencia con proyección continental desearía tener en frente y completamente aunado bajo la misma bandera al mismo pueblo que fue capaz de derribarles barcos a los ingleses o enfrentarse cara a cara con las flotas inglesa y francesa provisto apenas con unas cadenas y una voluntad de hierro?


Pertenecientes al plano de la conspiranoia o no, algunas preguntas vale la pena formularlas, aunque prima facie uno no les encuentre una respuesta.

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