Genocidio por goteo

 


¿Qué proceso es más eficiente para el que lo lleva adelante, la guerra o la subversión? La respuesta es: siempre es más barato empujar a otro a cometer suicidio que disparar el arma y que nos salpique la sangre tibia de un tercero. Estamos a las puertas de un nuevo genocidio por goteo, uno más de varios silenciosos que han tenido ocurrencia mientras nos golpeábamos el pecho hablando de “democracia”. Un genocidio más que no tendrá consecuencias para quienes lo están llevando a cabo, pues la sangre de los nadies no salpica a nadie y mucho menos cuando los nadies se mueren solos y en silencio.

Porque: ¿saben ustedes, amigos míos, qué consecuencias acarrea el proceso que estamos viviendo? El que ustedes saben tan bien como yo, no se inició el pasado diciembre sino muchos diciembres atrás y sin embargo se ha exacerbado. ¿Cuál es la consecuencia más visible de la pauperización de la vida? Les diré cuál es: la muerte de muchos que no tienen cómo defenderse y se marchitan a veces incluso sin haber llegado a florecer. Días atrás todos presenciábamos cómo otros se reían y se regocijaban ante la muerte de un “criminal” que no había tenido mejor idea que salir a robarse el cableado eléctrico para ganar unos mangos. “Criminal”, le llamaron a un tipo que con su acción, desde luego reprochable, no dañó físicamente a ninguna persona más que a sí mismo, medio fulminado como terminó. Él se murió, otros quedamos vivos, pero su muerte no benefició a nadie, ni siquiera a quienes la aplaudieron perdiendo acaso lo poco que les quedaba de dignidad humana.

Se trata de un caso extremo, sin dudas, pero, ¿qué me dicen del abuelo que tiene que elegir entre comprar un alfajor a la salida de la escuela para los nietos o abastecerse en la farmacia de la caja completa de Atenolol o Lotrial para la presión arterial? ¿Ustedes saben lo que siente ese hombre negando a un niño un dulce? Y no, no lo hace, prefiere darle el gusto a la criatura para que esta no pierda la ilusión. “Total, yo ya estoy viejo, ya he vivido mi vida”. 

¿Y qué me dicen de la madre que tiene que sacar a los nenes del colegio privado donde siempre se habían educado, porque la cuota está impagable? “Pero yo no quiero dejar de ver a mis amigos”, protesta la criatura y la mujer se ve obligada a enojarse y ponerse firme en la fachada para no tirarse al piso y llorar, porque le da vergüenza perder lo que antes tenía y le da rabia quitarles a los hijos algo tan hermoso y necesario como son los amiguitos.

Hablemos del padre que cirujea piezas del año de ñaupa y arregla la bici para ahorrarse algunas estaciones de tren o un tramo del colectivo, porque ya no le alcanza para pagar el boleto. Pedalea bajo la lluvia o el sol y siempre vuelve cansado del trabajo, de mal humor, porque sabe que por mucho que pedalee el ahorro que ese esfuerzo, extremo para su cuerpo, representa para su economía igual es magro y no va a alcanzar para el kilo de milanesas que los nenes se andan quejando de que quieren comer.

“Vamos a dar de baja Netflix”, dice con tono adusto y la protesta de los chicos lo saca de quicio, les grita. La nena se larga a llorar porque quería seguir viendo los dibujitos pero también porque ella también está frustrada, la atmósfera en la casa se torna irrespirable, densa y aunque ella no entiende por qué, lo siente todo. Siente cómo papá cada vez viene más enojado del trabajo y cómo mamá siempre pone una excusa para no hacer lo que hacían antes de manera natural. Ya no van al cine, ya no van a la calesita, siempre que ella sugiere algo mamá le dice que no con cara de amargada. 

A la noche la mujer ve al hombre rígido en la cama, es de madrugada y él, que antes por ese horario roncaba como un toro, está dando vueltas. Lo acaricia, piensa que unos mimos entre las sábanas lo harán sentir mejor, como antes. Antes no te importaba nada siempre y cuando estuviera preparada y abierta de piernas, vení, como cuando éramos adolescentes y lo único que teníamos era a nosotros mismos y nuestro sexo, que nos hacía uno.

Pero él se da media vuelta y le da la espalda, sin tomarse siquiera el trabajo de inventar una excusa fútil. Ella intenta comprender, pero su propia frustración la desborda. No recuerda cuándo fue la última vez que tuvieron sexo, menos que menos cuándo hicieron el amor. Se queda en su rincón llorando y preguntándose qué hizo mal, si acaso fue un error haberse brindado a esa familia que parece estarse desmoronando sin que ninguno tenga las fuerzas de luchar por evitar el derrumbe.

Hablemos de esa otra madre, ya en la parte fea de la ciudad, que está encerrada en una pieza abrazada a sus hijitos, temerosa porque el marido tuvo “un día malo” y cuando eso pasa se pone en pedo y entra a los sopapos. El hijo mayor anda en la calle vendiendo droga y cada tanto le pasa unos mangos, pero igual no tiene dónde caerse muerta, sabe que en cualquier momento el hermanito de ocho o diez años le va a seguir el carro porque ahí, en el barrio, la única salida es la droga. Un día le van a entregar el cadáver de alguno de sus hijos y los va a tener que enterrar en un cementerio sin nombre ni cruz, como se entierra a un perro, porque la vida de los villeros vale lo mismo que la de los perros callejeros. 

Mañana se tendrá que levantar como todos los días con el sol y ponerse a mendigar para la olla del comedor donde colabora todos los días, el mismo donde últimamente vienen cada vez más pibes vergonzosos con la remerita sin agujeros, de esos que antes ni pasaban por la vereda. Se anotan en una lista y esperan su turno, no con la desfachatez de los villeritos que crecieron comiendo en el comedor sino con los modales timoratos y la mirada triste de los novatos, los que hasta hace poco comían con mamá y papá. 

Hablemos de la infinidad de realidades que hoy en día esconde cada uno de nuestros hogares. Desde el que ya no tiene para cenar hasta el que hace cola en la cueva para quemar las pocas hojas de lechuga que una vida de trabajo y sacrificio le habían arrojado como ahorro, a todos sin excepción nos han desorganizado la vida, de una manera o de otra. Todos estamos más pobres hoy de lo que éramos ayer y seguro somos menos pobres de lo que seremos mañana.

Y eso, amigos míos, es un genocidio por goteo.

Los muertos silenciosos no se contarán en una estadística, pero estarán ahí. Serán los viejos mal medicados, los padres con ACV, los pibes destruidos por la farlopa, las mujeres masacradas a golpes, los policías asesinados en la calle por delincuentes dispuestos a todo, los delincuentes ajusticiados por sus víctimas, los conductores de vehículos que se peleen en la calle por quién cruzó el semáforo en rojo, los que se tiren a las vías del Belgrano Norte o del San Martín y les caguen el día a miles que van a llegar tarde al trabajo o a casa por culpa de la desdicha de otros. Las embolias, los suicidios, los paros cardíacos, los episodios violentos, las adicciones, serán moneda corriente.

¿Y quién pagará por esos muertos? Nadie, porque es mucho más barato para un asesino inducir a un pueblo a un suicidio a través de la subversión de todos sus valores que iniciar una guerra. Los muertos los pondremos nosotros de una manera o de otra, la casta no tiene miedo.

Comentarios

  1. Fiel a la realidad como todos los textos de Rosario. A uno que es hijo de trabajadores se le pone la piel de gallina con las descripciones que hace del oscurecimiento de la vida en familia durante las crisis económicas. Como buena escritora peronista habla del trabajador, del hombre de a pie. Nada de andar empatizando por la farándula o el progre de turno que juegue a hacerse el revolucionario. Gracias a Dios en este hermoso país todavia quedan peronistas y una es esta excelente escritora de San Miguel.

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