Sociología de pacotilla


Hoy anduve caminando por el centro de mi ciudad. Fui entre otros lados al banco a hacer una consulta y a la Catedral a pedir que me fuera bien en el banco. No se asusten, nada que no tenga solución, pero había que arreglarlo.

Y será por esa tontería que uno tiene como de sociólogo de pacotilla, me puse a observar a la gente que pasaba a mi alrededor.

Lo primero que noté fue que en la Catedral había cola para acercarse a San Expedito. No sé si ustedes lo sabrán, pero San Expedito es el santo de las causas urgentes, cuando uno necesita que algo se le cumpla de manera expeditiva ―como el nombre del santo lo indica― se le reza a él, cuando uno no está aún tan desesperado como para acudir a uno de mis favoritos, San Judas Tadeo. La cuestión es que cuando hay fila para San Expedito es porque los de a pie se están aferrando mucho a la fe y necesitan soluciones urgentes. De hecho, yo misma estaba en la fila, pero me impresionó particularmente una mujer que lloraba sin poder contenerse, mientras le besaba el manto a la figura una y otra vez.

Otra cosa llamativa fue que en una mesita había apiladas muchas pero muchas estampitas de San Cayetano, el patrono del trabajo. Otra vez, a buen entendedor pocas palabras. Les doy mi palabra, voy todos los meses y hasta ahora no había visto a nadie llorando en la iglesia a moco tendido, tampoco había visto a tanta gente apiñada detrás de un santo, esperando su turno de pedir y agradecer.

Ya en la fila del banco me encontré charlando con varias personas, vieron cómo son esas cosas. Casi siempre la gente quiere hablar cuando está haciendo fila para entrar a algún sitio, sobre todo si siente que está siendo víctima de un atropello. Me sentí tonta peticionando por mi pequeño problemita cuando casi todos estaban en llamas y por motivos similares: tarjetas de crédito que mandan liquidaciones superiores al valor nominal de los salarios, planes de refinanciación de deudas o similares. Cuestiones por lo general prohibitivas de pago para las familias cuyo salario real se reduce ostensiblemente mes a mes sin que nada puedan hacer más que endeudarse, a menudo para solventar gastos corrientes como puede serlo el ticket de un supermercado.

Todo eso me movió a regresar a la iglesia una vez finalizado mi trámite, tenía que agradecerle a San Expedito el que me hubiera bendecido con una resolución. Una vez más, había cola. Esperé mi turno y le di las gracias rápidamente porque me sentí culpable de estarles quitando tiempo a otros que seguramente necesitaban ir allí a peticionar.

Me senté frente al altar dedicado a la Virgen de Luján y me puse a rezar. No sé si por el alivio de haber resuelto lo que necesitaba resolver, por lo abrumador de la situación o por una sumatoria de cosas que a uno lo mantienen despierto hasta altas horas de la madrugada… Pero yo también me largué a llorar. Sentí, no obstante, que mi Santa Madre velaba por mí y por los míos, sentí su abrazo consolador. Le pedí por todos. Le pedí por la patria.

En la plaza de San Miguel había gente durmiendo.

No suelo andar tanto por ahí, pero debo reconocer que me sorprendió, como ya no me sorprende que en la plaza de Maestra Cueto, frente a la Universidad de Morón, se llene de manteros. Manteros hasta donde alcanza la mirada, como un mar de mantas.

Años atrás eran dos o tres locos con colchones, la cosa empezó así. Cuando me puse de novia con Fede ahí no había nada, tiempo después empezaron a vivir unos en colchones que protegían debajo de los aleros de la universidad. No sé adónde habrán ido a parar, pero ya no están. Ahora hay manteros. Montones. Algunos venden ropas o zapatos que sospechosamente se asemejan en talle y estilo a ellos mismos, si uno es mal pensado llega a suponer que es gente que está vendiendo su propio vestuario.

Al comienzo era a las márgenes de la plaza, ahora abarcan la plaza toda pero también el perímetro entero de la universidad, incluso la cuadra siguiente a la plaza, frente a la vieja escuelita emplazada detrás de las paradas de los colectivos. Allí no es raro ya encontrarse olor a pis y a mierda humana, en alguna parte tienen que evacuar los crotos que duermen por ahí. 

Cuando me subí al colectivo de regreso a casa vi a tres personas peleando por un asunto aleatorio, parecía una tontería del tránsito. Pero la cosa podría haber escalado, el colectivo se detuvo en un semáforo y estaban esos dos flacos a los gritos, uno con un adoquín en la mano convenientemente recogido del suelo. Una vieja intentaba separarlos pero no lo hacía de buena manera, parecía que por el contrario los dos hombres tenían cada vez más ganas de pelear. “Si revolean ese adoquín”, pensé, “es fija que la lluvia de cristales me cae encima”. 

Cuando bajé del colectivo me siguió un perro. Al principio me dio miedo porque era una tremenda bestia, parecía una especie de San Bernardo medio mestizo, pero estaba todo sarnoso y con el cuero pegado a las costillas. Doy fe, hacía años que no veía un perro vagabundo en tal mal estado. Estuvo como dos o tres cuadras siguiéndome, enseguida me di cuenta de que no tenía intención alguna de hacerme daño, solo quería compañía y seguro orientarse en su camino.

Llegué triste a casa, con la sensación de no haber visto en todo el día a una sola persona feliz. La atmósfera en la calle se torna densa, quien no se aferra a la fe está al borde de la violencia.

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