En ese profundo estudio de la condición humana y en particular de la doble moral en la sociedad victoriana que dio en llamar El retrato de Dorian Gray, Oscar Wilde hizo pronunciar a Lord Henry Wotton, su personaje más cínico —o acaso el más intelectualmente honesto de todos—, una frase que resultaría en lo ulterior casi de una precisión profética. “Solo hay una cosa peor que ser alguien de quien se habla y eso es ser alguien de quien no se habla”, decía Lord Henry en una de sus incontables paradojas.
Tanto en la política como en el comercio, sin ir muy lejos, esta premisa guarda una vigencia terrorífica. De hecho, los publicistas suelen advertir que en función de la intención de venta de un determinado producto, una mala opinión es a fines útiles muy superior al total desconocimiento. Eso es así porque criticar algo implica saber algo de ese algo, aunque sea criticable, mientras que desconocer el objeto por completo lo quita absolutamente del radar del público consumidor.
Y si por una cosa se caracterizan los personajes de la politiquería en la simulación vernácula es por tratarse precisamente de productos que se venden… Y se compran. Así, los políticos profesionales que pretenden posicionarse en la oferta electoral suelen contratar a empresas de márketing para que a través de sondeos y encuestas evalúen el nivel de conocimiento de un determinado nombre o espacio, con la finalidad de encarar una estrategia de venta en el mediano plazo. A mayor desconocimiento del sujeto, mayor deberá ser el esfuerzo de la campaña de publicidad en “instalarlo” para que “se hable” de él.
Bien o mal, eso no interesa. En aras de hacer un producto conocido o reconocible, poco importa si la valoración que se tenga de él es positiva o negativa. El público es voluble si se le sabe “llegar” y sus opiniones varían casi tanto como el clima de otoño en Buenos Aires. Bien vendido, un político/producto que en un contexto dado parecía incomprable o invendible, en otro momento puede instalarse como la mejor opción. Por lo tanto, que se hable mal de alguien es infinitamente mejor a que no se hable. Una opción implica conocimiento y reconocimiento, la otra implica la total indiferencia. Tal como nos advertía Wilde en 1890.
He ahí la clave del éxito de ventas de las campañas publicitarias: estas se destinan a excitar en el público emociones intensas, independientemente de su sentido positivo o negativo. En ese universo, la indiferencia es sinónimo de fracaso. Y lo cierto es que por fuera del acotado mundillo de los comentaristas en las redes sociales que conforman la minoría intensa híperpolitizada, la actual operación político-judicial que involucra a la expresidenta Cristina Fernández inspira a las mayorías una indiferencia algo ofuscada, más por el hastío que por la indignación.
Con independencia de la ideología a la que suscriban las minorías politizadas, pocos observan al interior del microclima que a la inmensa mayoría le interesa más bien poco y nada la ratificación de la condena contra Cristina Fernández de Kirchner por parte de los miembros de la Suprema Corte de Justicia y lejos se encuentra la “opinión pública” de a pie, en las calles y los comercios de cercanía, de hallarse en un estado de ebullición como consecuencia de un presunto “peligro democrático” que nos acecharía a todos a partir del fallo adverso a Cristina.
Mientras la minoría intensa se mantiene en un estado de expectación permanente, unos celebrando la cosa y otros indignándose por ella, la cosa en sí ha dejado de significar un asunto de interés para la inmensa mayoría. Así, es posible pasarse el día entero en la calle, cruzarse con decenas de personas y no encontrarse con ninguna que le mencione a uno los pormenores del asunto o aunque sea el asunto al pasar, sea para mencionar que “por fin se hizo justicia con la chorra”, sea para solidarizarse con la “compañera Cristina”, a quien “el poder la persigue por ser peronista”, sea para sacar a relucir la herida en el orgullo peronista porque “a la compañera Isabel sí que la proscribieron”.
Y este aislamiento de la “política” (o bien de la simulación politiquera, como más guste llamarle el lector) respecto del pueblo llano es por cierto de lo más entendible, día a día la agenda de los asuntos atinentes al juego de siameses en espejo entre el oficialismo y la oposición parecería alejarse en la práctica un poco más de las inquietudes y las necesidades de la población. El argumento propio del sector aún no desencantado del todo con el funcionamiento de las instituciones republicanas respecto de que “está en riesgo la democracia” tampoco parece del todo convincente.
De hecho, toda vez que una definición precisa de la democracia implica necesariamente entender a esta como un sistema de gobierno que represente como único interés el del pueblo (la etimología del término no deja lugar a interpretaciones) lejos está la política republicana en la actualidad de resultar democrática. Pero además, un fallo adverso a una dirigente política, independientemente de si este se funda en la demostrada comisión de delitos o así haya sido sacado de la galera de una corte corrupta con fines de persecución política —como parecería ser el caso— tampoco puede tomarse como ejemplo de un momento de particular endeblez del sistema de administración de justicia.
Creer que el fallo contra Cristina es de repente y por sí mismo una mancha en el sistema republicano implica que uno crea que el sistema republicano es una cosa más bien inmaculada o de mínima eficiente, en la que una mancha resalta particularmente por contraste con la generalidad. Pero cualquiera sabe que eso no es así, el sistema republicano es por regla general sucio, un ámbito en el que se disputan intereses a menudo non sanctos o abiertamente espurios que poco tienen que ver con la justicia. Y eso es así independientemente del momento en que uno se detenga a observar y lo sería incluso en la eventualidad de que el fallo hubiera resultado favorable a Cristina.
Para los de a pie, por cierto, el sistema siempre ha sido y sigue siendo incómodo, cuando no directamente hostil. Sembrando apenas un poco de cizaña, Cristina Fernández era la presidenta del Senado, miembro de una coalición de gobierno cuyo presidente había ungido ella misma señalándolo a dedo como “el elegido”, cuando los de a pie tenían prohibido circular libremente por la calle so pena de detención bajo el argumento del posible contagio de una gripe allí por 2020 y 2021, no hace tanto tiempo. Las garantías constitucionales y el estado de derecho fueron entonces vapuleados sistemáticamente sin que a la política se le diera por decir pío.
Ejemplos de detenidos durante el “Aislamiento Social Preventivo y Obligatorio” que resultaron desaparecidos, aparecieron sospechosamente muertos o fueron víctimas de la brutalidad policial se multiplican en la provincia de Buenos Aires (gobernada ya entonces por el espacio político correspondiente a Cristina Fernández) y en el resto del país, dando muestra de que la arbitrariedad del sistema es cosa de todos los días para el pueblo llano, mientras parece ser una cosa extraordinaria cuando la víctima es un dirigente político.
Otros ejemplos de la imparcialidad del sistema policial/penal/de administración de la justicia vienen dados por la aplicación de la doctrina Irurzun en causas “de género” a partir por lo menos del surgimiento del movimiento Ni Una Menos y la difusión en ámbitos mediáticos y judiciales de la consigna “Yo sí te creo, hermana”, resultando en la eliminación de facto del principio constitucional de presunción de inocencia. O por la aplicación de castigos ejemplares en la forma de causas penales y embargos basados en la presunta comisión de delitos “de odio” para todo aquel que osare criticar a los miembros de determinada colectividad, denunciar algún que otro genocidio o señalar la infeliz coincidencia de la sobreabundancia de apellidos plagados de consonantes en determinados ámbitos cercanos al poder.
Como consecuencia, la trama no atrae del todo. Los problemas de Cristina Fernández de Kirchner terminan siendo para el común de “la gente” demasiado abstractos en comparación con los problemas concretos que los de a pie tienen que enfrentar en medio de una crisis económica, social y de valores que no parece tener fin. No se trata de hacer un análisis respecto de la justeza o la idoneidad jurídica del caso, incluso aunque esos aspectos vengan a ojos del analista bastante flojos de papeles. La arbitrariedad o rigurosidad del fallo termina siendo irrelevante para el pueblo llano, porque en rigor de verdad no le cambia para nada la vida en lo concreto o lo inmediato.
En este punto se impone una analogía para que el lector tome dimensión de la distancia entre el discurso constitucionalista indignado y la realidad cotidiana de los trabajadores de a pie. Señalar que todos estamos en peligro porque la Corte Suprema hace lo que se le viene en gana con Cristina —que fue dos veces presidenta, por lo que le sería más que sencillo hacer lo propio con nosotros que somos argentinos anónimos— es para el ciudadano promedio tan relevante como para un trabajador precarizado lo fue que le hayan advertido durante la campaña presidencial de 2023 que un eventual gobierno de Javier Milei “vendría por sus derechos” laborales.
Ese trabajador hacía años que no tenía la menor idea de lo que era un derecho laboral, poco le importaban el aguinaldo o las vacaciones pagas cuando a duras penas llegaba a fin de mes. Sí, con el diario del lunes es posible afirmar que era cierto que Milei venía como “el topo que destruye el Estado desde dentro” a despojar a los trabajadores ya no de los derechos laborales sino lisa y llanamente del derecho a ejercer el trabajo o a comer todos los días. Pero no es cierto que ese proceso haya iniciado el 10 de diciembre de 2023. La comparación, por lo tanto, resulta válida.
Con el Caso Cristina pasa algo similar, aunque se le añade el condimento de un hastío sordo, ese cansancio visceral del sujeto que todos los días debe degustar el mismo plato soso por ausencia de opciones más sabrosas pero impagables. Cristina pasó de ser alguien de quien se habla a ser alguien de quien no se habla, lo que de acuerdo con la máxima de Lord Henry Wotton es todavía peor. Es algo así como un tema zanjado en un presente continuo que por extenderse en el tiempo ya pareciera ir constituyendo el pasado.
Cristina es un problema que por irresoluto ya dejó de ser un problema y la respuesta ante él es el hartazgo. Sí, todos estamos hartos de la novela de Cristina. La operación se asemeja a esas series televisivas que un buen día el público consume masivamente porque ofrecen algo novedoso y entretenido, pero que temporada tras temporada van perdiendo la fidelidad del público por tratarse de productos cada vez más básicos cuya única premisa es no terminar nunca para seguir enredando al espectador. Puede que hasta el último capítulo el producto sostenga un público orgánico que se haya quedado a mirar más por fanatismo que por interés, pero en el fondo la telenovela terminó hace tiempo, sus fanáticos solo la estaban velando.
Un buen día uno se enteró de que la telenovela que otrora estuvo de moda terminó y se percata de que la había dado por finalizada hace varios años, temporadas atrás. El resultado del hastío, al fin y al cabo, no es otro que la indiferencia. Para este punto ni siquiera nos interesa preguntar qué pasó al final, hemos pasado del argumento absolutamente, nos olvidamos de la trama, no recordamos qué actor interpretaba cada personaje y la verdad que nos interesa poco y nada cómo haya terminado la cosa, nuestra cabeza está puesta en otras tramas mucho más interesantes y actuales. Si un fanático fiel hasta el último capítulo nos cuenta con pelos y señales el final quizá lo escuchemos, pero la intensidad de sentimientos que el diálogo nos excita es igual a cero y la conversación nos entra por un oído y nos sale por el otro.
Claro que tratándose de una telenovela política, persiste en apariencia el argumento de la “realidattt” —como le suele llamar el operador mediático Gustavo Sylvestre— defendido por quienes afirman que de las veleidades de la simulación electoral en el sistema republicano dependen nuestro presente y nuestro futuro. Pero nuevamente, ese argumento es insuficiente. Una vez que uno ha descubierto (o que por lo menos intuye, como hacen las mayorías despolitizadas, que intuyen sin llegar a verbalizar lo que sienten que sucede) que la política de cabotaje no es otra cosa que una simulación, que los hilos de cada marioneta no los controla ningún poder nacional y que no existe a esta altura de la obra ningún personaje que se salga del guión, el interés que le despierta conocer los detalles de la farsa local termina siendo idéntico a cero.
Es la total indiferencia, como se ve. Lo contrario del amor no es el odio, es la indiferencia. Bien mirada la cosa, amor y odio son dos caras del mismo sentimiento, un sentimiento de intensidad cien que se distingue por la dirección que toma, no por su fuerza. Amar a alguien estimula en nuestro sistema nervioso las mismas terminales eléctricas que odiarlo, con idénticas o similares respuestas físicas. Júbilo, ira, no los distingue su intensidad. Pero la indiferencia es otra cosa. Si el odio y el amor nos encienden en igual medida, la indiferencia nos apaga completamente y nos coloca en un estado de piloto automático.
Por eso, a fines de instalarse socialmente como una persona reconocida, venderse como un producto o generar apoyos en favor de uno mismo, solo hay una cosa peor que ser alguien de quien se habla y eso es ser alguien de quien no se habla. El resultado de toda la operación termina siendo una ganancia doble para el sostenimiento de la farsa democrática tal cual viene diseñada por los titiriteros que manejan los hilos. En primer lugar, logra realinear a los actores para asegurarse que nadie saque los pies del plato y todos los “de un lado” corran en defensa de la pobre vieja viuda sola y enferma que lucha contra el olvido, parafraseando (mal) al extinto Jorge Lanata. Así, se garantiza la permanente riverboquización de las contiendas, sin que exista espacio en la disputa para ninguna camiseta salvo dos.
Por otro lado, precisamente, el hastío que se traduce en una desmovilización masiva de las mayorías y en la cristalización de un modelo de simulación del debate político donde una minoría cada vez más ínfima y confinada a su nicho de las redes sociales persiste en su postura intensa y la enorme mayoría ha caído en el descreimiento total y la indiferencia. De ese modo el sistema se blinda doblemente: todo el que sienta la inquietud de “participar” —muy entre comillas, pues se trata de una participación estéril, que no modifica en nada la realidad— puede hacerlo y así sublimar sus buenas intenciones.
Y todo el pueblo permanece por fuera, ajeno a todo y apenas intuyendo que en política no se debe meter porque la política no lo representa ni tiene intenciones de representarlo. Así, en un escenario de relativismo implantado por años y décadas de desmanejo del Estado, la sociedad permanece en una latencia que torna inimaginable —cuando no abiertamente imposible— el nacimiento de una insubordinación de abajo hacia arriba que venga a cuestionar verdaderamente la matriz del poder establecido. Al fin y al cabo, solo hay una cosa peor que pasarse el día hablando de una política que no encabeza cambio alguno en la realidad. Y eso es no hablar en lo absoluto, dejar hacer y dejar pasar.
Comentarios
Publicar un comentario