Tengo un conocido en el barrio que estoy casi segura de que vende falopa. Vende o compra o las dos cosas, probablemente sea eso, que vende y consume. Lo que sí sé es que de un tiempo a esta parte al barrio empezaron a venir personas que de acá no son y que a cualquier hora de la noche o a la madrugada se bajan de motos y en un movimiento certero arrojan o recogen pequeños bultos a través de la reja.
Ni siquiera hablan, intercambian apenas su mercancía rápidamente y se van por donde vinieron. Rápido y seguro, al parecer. Pero a mí me da miedo. Me preocupa pensar que un barrio que siempre ha sido tan tranquilo como este de un día para el otro pase a ser zona de tránsito para adictos, me preocupa que ese mismo vecino haya recaído en aquellos malos hábitos. Me preocupa que sea un padre de familia y que no esté dando a su hijo el mejor ejemplo de cómo ganarse la vida, me preocupa que empiece a introducir en la droga a los chicos del barrio con tal de hacerse una ganancia extra.
Porque debe ser así, alguien debe de introducirlos a los pibes para que después anden hechos una piltrafa. Este señor, sin ir muy lejos, de pibito se las mandó y feo, según contaban los chismosos del barrio de suerte no cayó en cana porque había empezado a robar para conseguir la plata y comprar falopa. Pero se rescató, como por veinte años se rescató, gracias a que encontró un núcleo de personas que le dieron una oportunidad de cambiar y reconstruir su vida.
Se enamoró de una chica proveniente de otro entorno, una que no iba a acompañarlo en sus andadas. Así que por amor, con el apoyo de los suegros y a partir de su propio trabajo salió adelante. Llegó a tener su chalecito, construido ladrillo por ladrillo por el suegro y por él, de a poquito y sin pedirle o deberle nada a nadie. Después se compró su autito y trabajaba bien. Siempre en la construcción de edificios, colocando revestimientos e instalando paredes de durlock. Le iba bien. No lo sé porque tampoco tengo todos los detalles, pero qué sé yo, parecía que había dejado atrás aquello.
Y no va que coincide casualmente la merma progresiva (por no decir estrepitosa) de la actividad en el sector de la construcción, tanto en las obras públicas como en los proyectos privados, con la emergencia de esta situación extraña en la que todos los indicios dan a sospechar que el hombre empezó a vender falopa. Y a consumir, encima, porque una cosa lleva a la otra. Lo que son las casualidades. Veinte años rescatado y laburando bien, haciendo el esfuerzo de comportarse bien y redimirse por los errores del pasado, se queda sin laburo y vuelve a la joda, porque lo que construyó cuesta mantenerlo, la presión es demasiada para soportarla estando careta y la droga está ahí, al alcance de la mano.
El estilo de vida al que él y su familia se acostumbraron ya no está a su alcance por la vía del trabajo honrado y los malos hábitos se arraigan. Sus inclinaciones hacia la adicción habían estado latentes mientras el contexto lo hizo posible, pero ya no. Al fin y al cabo, ¿de qué sirvió haberse portado bien por veinte años si de un día para el otro te podés volver a quedar en la lona? La vida es una mierda demasiado injusta para bancársela sin el uso de ninguna sustancia.
Y después está el hijo, un completo cero a la izquierda de veintipocos años, que no sabe hacer nada porque no tiene profesión ni oficio conocido, aunque algún ingreso debe tener, pues pilcha, bebida, cigarrillos y teléfonos importados nunca le faltan. Se pasa el día rascándose las pelotas, fumando porro a la vista de todos y molestando a medio barrio con sus fiestas electrónicas a la hora de la siesta, visiblemente empastillado, con sus picadas en el auto de papá y las exhibiciones obscenas con una chica o con otra, pibitas demasiado jóvenes, piensa uno, para andar tan maquilladas, tan semidesnudas, tan borrachas y tan solitas metiéndose en la casa de cualquier fisura.
En la casa, en el auto, lo mismo da porque, ¿quién puede garantizar que cualquier día no se estrolan en plena ruta y chau tu hijo? Pero al mismo tiempo, ¿qué autoridad tiene ese padre para exigirle, demandarle o inspirarle al hijo un cambio de actitud? Vamos, ¿qué ejemplo le dio haciéndose con plata fácil y mostrándose más duro que perro envenenado? Ya se le nota con solo verlo mandibulear, con la mirada muerta de quien le vendió el alma al que no se nombra.
La mujer está demasiado enfrascada en fingir demencia como para intervenir, hace años que perdió toda influencia sobre el hijo, no tiene la menor idea de en qué anda o se hace la estúpida de pura impotencia, porque está entrando a la edad de la madurez y siente que las decisiones que tomó en la vida no fueron del todo correctas. Está frustrada, infeliz y no ve una salida. No quiere irse de la casa porque esa casa la levantó su papá (que en paz descanse), pero no reconoce en el muerto vivo con quien comparte la cama al muchacho de quien un día se enamoró. Lo odia con un odio sordo, que no se atreve a dejar aflorar casi nunca, salvo cuando estalla y le profiere unos gritos agudos, como los chillidos de una rata. Cada tanto lo obliga a dormir en el patio, dice que lo echa pero después la bronca se le pasa y prevalece la lástima, una lástima que ella confunde con amor.
En el fondo lo culpa por haber estropeado a su hijito, ese hijo de su vientre por el que siente que daría la vida, aunque a veces lo ve pasar por los pasillos de la casa y le tiene miedo. Prefiere culparlo a él y no sentirse culpable ella misma por haber hecho en su momento caso omiso de todas las banderas rojas y las advertencias de todos, desde sus amistades hasta sus padres que le advirtieron que ese chico con el que andaba noviando tenía problemas y provenía de un ambiente complicado. Se siente amenazada por aquellos dos hombres que la tienen atrapada entre cuatro paredes que se ciernen sobre ella, en esa vida de mierda de la que no sabe cómo huir.
Después está esa otra chica que conozco, recién egresada del secundario. Hace un año que viene tirando CV en todos lados a ver si consigue algún trabajo. De camarera, de empleada de limpieza, de cajera de supermercado. Pero no consigue o es en la Capital o son demasiadas horas por poca plata y ella tenía la intención de estudiar. Psicología Social, para ayudar a personas en situación de vulnerabilidad.
Al igual que otras chicas de su edad, no tiene pudor de mostrar su cuerpo. Habitualmente se saca fotos frente al espejo en poses provocativas y en ropa interior o directamente sin ropa y se las envía a los chicos que le interesan como parejas sexuales o posibles novios. Es algo ya automatizado a su edad y en la era de las telecomunicaciones. Apenas inicia la pubertad los niños comienzan a explorar una sexualidad virtual que tienen naturalizada. Las chicas les pasan sus “packs” de fotos a los varones en los grupos de WhatsApp de los compañeros de escuela, todos conocen la desnudez de todos antes incluso de sentarse a conversar acerca de sus intereses, sus sueños, sus anhelos, sus miedos o las historias personales y familiares que los atraviesan. No tienen idea de los riesgos que conlleva la sobreexposición, tampoco han llegado a desarrollar una conciencia plena de lo que implica o debería implicar la intimidad.
Un buen día le comenta a su madre que alguna amiga ha comenzado a vender sus fotos a cambio de una contribución mediante la app Cafecitos, solo para medir su reacción. Es mentira, claro, pero necesita conocer la opinión de alguien en quien confía y cuya autoridad respeta para persuadirse o disuadirse a sí misma ante la idea que se le cruzó por la cabeza. Quiere plata y está cansada de depender de la buena voluntad de terceros para hacer lo que se le antoje. Quiere ir al salón, hacerse las manos y los pies, inyectarse rellenos en los labios y perfilarse las cejas como es casi un mandato que las chicas de su edad tienen que hacer para ser consideradas atractivas, pero está harta de rogarle al padre para que le dé el dinero para la peluquería o el gimnasio. Y entonces piensa, ¿por qué no? Si ya estoy acostumbrada a desnudarme gratis, mejor que me paguen y listo. El que quiera usar este cuerpo, que primero pague por verlo.
Y la madre le dice lo que deseaba escuchar: “Está perfecto, vos también, ¿por qué no te animás?”. Si total solo estás frente a la cámara vos, nadie te va a tocar ni te va a lastimar. La madre es una mujer a quien ahora la vida le ha ido pasando factura, sin embargo en otro tiempo tuvo el mejor culo del barrio, el que ahora ostenta naturalmente la hija por mera herencia genética. Está enferma, amargada y hastiada de lidiar con una madre con Alzheimer que no se muere nunca (y que no se muera nunca, porque ella es su apoderada y si la vieja estira la pata, ¿de dónde va a rascar la platita que le sacaba a ella por la jubilación de ama de casa y la pensión por viudez?). El marido es un hijo de puta, un mal bicho que cada vez que la mira es para reprocharle que ella no envejeció bien como Pampita ni como Catherine Fulop, tiene las carnes flácidas y a duras penas a él se le para la pija cada tanto, cuando no le queda más remedio que hacerle el favor y cogérsela de lástima porque de gusto, ni hablemos. Claro, él olvida que ambos tienen la misma edad y que si bien la mujer no es Pampita, él se parece más al Chiqui Tapia que a Benjamín Vicuña.
Toda la vida le prohibió trabajar porque las mujeres que trabajan son putas, se van de la casa para revolear la cartera. Y ella obedeció siempre, porque lo quería y porque en el fondo le parecía bien que él la mantuviera así ella se podía quedar en casa cuidando a los hijos y el hogar. Pero los años pasaron y su familia siguió sin prosperar, los hijos son todos unos tiros al aire que no la ayudan en nada y solo le dan dolores de cabeza. Cada vez que alguno encuentra un trabajo, le dura hasta que cobra el primer sueldo, que se gasta saliendo de gira por una semana entera. Cuando vuelve a la casa se roba los cigarrillos y las cervezas de la heladera, cuando no los saldos de MercadoPago de la madre. Es una familia disfuncional, atascada en una casa que se viene abajo, endeudada hasta la coronilla y la mujer se siente cada vez más vieja e inútil (¿Quién te va a dar un trabajo a vos si no servís para nada, marmota? Negra boliviana, si no fuera por mí te morís de hambre, yo soy el único pelotudo que te puede aguantar).
Así que el chistecito de la nena y la “venta de contenido erótico”, como eufemismo para la prostitución virtual le causa muchísima gracia. Hasta parece una venganza secreta: que ella, la hija de los dos que es la luz de los ojos de él termine ganándose la vida vendiendo su cuerpo es un giro inesperado en la trama pero no deja de tener gracia. Toda una ironía de la vida, a él que todas las mujeres que trabajan le parecen putas va y le sale una hija bien puta, profesional. Es excelente.
Y entonces la apoya, la encubre y comparte con ella ese secreto, acaso como una revancha sobre el marido ante quien se sometió voluntariamente pero a quien no tiene fuerzas de desafiar. Si vender su intimidad a hombres es la vía que encontró la hija para no depender nunca de un hombre para que la mantenga, que así sea. Ni la madre ni la hija ven contradicción alguna en el asunto, solo una forma de reivindicación en un contexto en el que parecería ser el cuerpo el único instrumento que tiene una mujer para ganarse la vida.
Quizá un día la inviten ya no a sacarse fotos sino a hacer un video en vivo y estará bien, total, nadie te toca y nadie se entera. Otro día la invitarán a una “fiesta” tentándola con dólares frescos en locaciones ostentosas y seguramente la madre encuentre la manera de justificarla y encubrirla, total, quizás la pase bien y además, quien esté libre de pecado que arroje la primera piedra. A la fiesta grupal puede seguir otra o una cita individual en un departamento privado. Y de ahí en más, no es difícil suponer un asentamiento en el mundo del sexo pago, mediado tal vez por alguna sustancia química para facilitar la desinhibición. Un escenario de ingreso paulatino al submundo de la droga en ese contexto no debería extrañar a nadie, todo está lo suficientemente entremezclado como para confundir y enredar a las cabezas más piolas del barrio, esas pibas que sienten que se las saben todas porque el dinero y el lujo les otorgan una sensación de omnipotencia que les impide comprender que se han ido metiendo solitas en la boca del lobo. Se sienten intocables, necesarias, independientes, empoderadas.
El denominador común es la ausencia de un sistema de valores sólido, capaz de no rendirse ante la evidencia de que el dinero fácil es mucho más sencillo de obtener que mediante la formación y el trabajo honrado. No estoy hablando aquí de las grandes cabezas del narcotráfico, de señores trajeados que viven en barrios cerrados y lavan dinero a través de proyectos inmobiliarios. No hablo de la política que ejecuta el plan geopolítico de subversión social de nuestro pueblo para extirparnos el alma colectiva y volvernos un ejército de zombies manipulables y fáciles de manejar. Todo eso es real, pero se manifiesta en el día a día cotidiano a través de situaciones que nos involucran a todos.
El imperio del individualismo liberal nos coloca frente a situaciones similares a estas todos los días sin que apenas nos demos cuenta. Vamos, que cualquiera menos observador que yo podría no tener la menor idea de que el vecino vende falopa y se sorprendería ante la improbable eventualidad de que cualquier día una ráfaga de ametralladora le agujereara la fachada de la casa o le secuestrara al nene en un ajuste de cuentas. Seguramente yo no sabría que aquella niña “vende contenido” si no fuera porque ella se lo contó a alguien que me lo vino a contar. Y entonces yo juraría y perjuraría que no, que Fulanita sería incapaz de hacer una cosa así, en el supuesto caso de que un buen día (Dios no lo permita) la niña en cuestión desapareciera como si se la hubiera tragado la tierra y después resultara que fue en el contexto de una operación de prostitución y narcotráfico.
La pregunta que se impone entonces es: ¿cuántos casos similares se están desarrollando en este mismo instante, cuál es la profundidad del daño en este mismo momento? Si yo que no vivo en una villa, que nunca me emborraché ni probé jamás un porro o ninguna droga, me encuentro para mi sorpresa muy de cerca con estas situaciones, ¿qué les queda a los adolescentes que están creciendo y desarrollando su actividad en zonas verdaderamente calientes, donde el desempleo, la violencia intrafamiliar, la droga, la prostitución y el crimen son moneda corriente?
En los barrios tranquilos como este, las chicas están vendiéndose como si fueran cachos de carnaza por OnlyFans desde los dormitorios de sus casas, mientras los padres y las madres se pasan el día laburando como asnos para llegar a fin de mes. Los varones, por su parte, consumen indiscriminadamente pastillas o alcohol y desarrollan adicción a las apuestas virtuales y la pornografía. Es difícil enseñar a un hijo las ventajas del trabajo honesto y los peligros de la plata fácil cuando el adulto ni siquiera tiene tiempo de convivir con los pibes y llega a la casa a última hora, muerto de cansancio, malhumorado y con ganas de irse a dormir. Es difícil entablar cualquier clase de vínculo en esas circunstancias, ¿qué vínculo puede estrecharse con una persona a quien uno ni siquiera conoce?
Y eso es lo que sucede en este tiempo en los barrios tranquilos como este. No hay grandes sobresaltos, la corrupción es una corrupción de baja intensidad donde no suelen suceder grandes casos de interés policial, pero no por ello deja de ser perniciosa. Alcoholismo crónico en miembros de casi todas las familias, uso de estupefacientes o psicofármacos sin prescripción médica, violencia doméstica de baja intensidad (forcejeos, violencia verbal), prostitución virtual, ludopatía, narcomenudeo, abuso de niños o ancianos.
Nada que amerite grandes titulares en los medios de comunicación y semanas enteras de actualizaciones con detalles morbosos. Todo fácilmente disimulable bajo el manto de la normalidad. La pregunta entonces sigue siendo la misma: ¿cuán profundo es el efecto del proceso de disolución social progresiva, que se traduce en casos concretos de chicos y chicas que están creciendo sin contención alguna, en el marco del relativismo moral, la crisis de representatividad, el libertinaje y la ausencia de expectativas de progreso material, espiritual y social? Dicho de otra forma: Ud. que está leyendo esto, ¿está completamente seguro de dónde están en este momento sus hijos, sobrinos, nietos? ¿Está plenamente seguro de lo que hacen, de los ambientes que frecuentan, de la clase de personas que los acompañan, de las sustancias que consumen, de la forma en que expresan su sexualidad y manejan su intimidad? ¿Podría jurar que se encuentran ajenos a toda actividad ilícita o conducta autodestructiva? ¿Está ciento por ciento seguro de que en caso de sentirse amenazados, inseguros o en peligro podrían confiar en Ud. para acudir en busca de ayuda? ¿Está ciento por ciento seguro de que su conducta es lo suficientemente recta como para poder colocarse en el lugar de una autoridad competente a la hora de exigir a los más jóvenes que se “rescaten” cuando se estén mandando una cagada?
Sepa que si Ud. no apoya con su conducta lo que afirma con las palabras estas últimas no poseen ningún valor. Sepa que si Ud. se droga o se emborracha no le está enseñando a su hijo a hacer otra cosa, por mucho que le diga que drogarse está mal. Sepa que si Ud. es mujer y no tiene empacho en publicar fotos ofreciéndose provocativamente para el deleite de los varones está enseñando a sus hijas a no respetar su propio cuerpo ni su intimidad, sepa que si Ud. es padre, madre, abuelo, adulto responsable, su tarea es enseñar a los más jóvenes lo que deben hacer y lo que no, predicándolo en el discurso y sosteniéndolo en la práctica. Sepa que si Ud. se ríe de la violencia hacia la mujer, de las víctimas del narcotráfico o del consumo de sustancias Ud. es un cómplice de todo eso y exigir justicia cuando alguna mujer muere como consecuencia de la violencia o el narcotráfico lo convierte en un hipócrita.
Sepa que Ud. no va a cambiar nada viviendo en una sociedad que hace rato dejó de parecerse a una comunidad y ya se convirtió en un océano plagado de islas, todas a la deriva y cada una por su lado. Ud. no va a cambiar nada, pero sí puede cambiar su manera de vivir en este escenario apocalíptico. Puede decidir ser uno más de los que se dejan llevar por la inercia del “sálvese quien pueda” y entregarse a su propia crapulencia como hacen todos. O puede rebelarse e intentar, como contrapartida y como acto de insumisión, ser cada día mejor hombre o mejor mujer, servir de ejemplo para los que vienen detrás de Ud. Intentar ser bueno en estos tiempos en los que impera la maldad es la única manera de inclinar la balanza. Y lamentablemente, saliendo a ver qué pasa en el barrio uno se da cuenta de que el mal está en todas partes.
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